—¡Hombre!, por fin despiertas. Ya está bien, ¿no te parece?
Estoy aturdido, apenas abro los ojos, una fuerte luz que luego resulta no serlo tanto, me ciega y debo cerrarlos. Intento acostumbrarme a ella mientras resuena en mi cerebro una voz conocida, excesivamente conocida, desagradable.
—Oye, tú, estoy aquí. Llevas durmiendo más de un mes. A ver si ahora que has abierto los ojos, te vas a dormir de nuevo. Cansado no estarás, imagino.
Entorno los ojos y voy haciéndome a la claridad de la habitación. Es blanca, muy blanca, o tal vez es que no puedo diferenciar bien los colores. No noto nada, no siento dolor. Pero la sensación es extraña, desconocida. Intento abrir la boca para responderle con un improperio, pero no hay respuesta. No soy capaz de pronunciar una sola palabra, no me obedece.
—Mírate, ahí tumbado. Después de haber estampado el coche contra un árbol. ¿Qué pensabas?, que así podrías librarte de mí, librándote de ti. Menudo estúpido. A esas alturas ya deberías haber sabido que no es posible.
Ya tengo los ojos abiertos. Por fin. Veo todo lo que hay a mi alrededor. Es una habitación de hospital. Estoy en un puñetero hospital. Hago un esfuerzo por recordar, pero nada me viene a la cabeza. Este de aquí al lado acaba de decir que llevo un mes durmiendo, ¿qué puede haber ocurrido? No entiendo nada, pero ahora comienzo a sentir dolor. Joder, hace un instante estaba mucho mejor. Me duele la cabeza, los brazos, la espalda, me duelen hasta los pies. Pensándolo bien, es mejor que me duela todo. Eso significa que lo tengo todo. Me río de mi propia gracia. Intento girar la cabeza hacia el origen de la voz que me ha interpelado. Me duele el cuello horrores. Tal vez no haya conseguido girarla más de dos o tres grados. Sigo viendo el techo.
—Es alucinante la soltura con la que te mueves —dice el cabrón entre risas—. En breve te veo saltando por el parque —ahora remata la frase con una carcajada—.
—Im..bé…cil —exhalo todo el aire que me queda, me siento tremendamente cansado.
—¿Imbécil?, ¿imbécil? Solo para eso te da tu cabecita. Ufffff, sí que ha sido fuerte el golpe. Menudo trastazo te diste. Supongo que querías acabar conmigo y casi consigues acabar contigo.
Ahora comienza a regresar a mi cabeza lo que ocurrió. Yo en el coche, dirigiéndome a casa. Con este subnormal a mi lado. Vi que no llevaba el cinturón y pensé que era la única manera de librarme de él. Giro un poco más la cabeza hasta que logro verle la cara. Impoluta. Ni un rasguño. Joder, algo debió ocurrirle. Yo estoy hecho una piltrafa.
—Ya sé, ya sé. Es muy jodido verte ahí tumbado mientras que yo estoy aquí alegremente sentado a tu lado tan campante. La vida es así. Tendrás que acostumbrarte. Esto no va a ser tan fácil. Ahora, seré bueno y si te apetece descansa un rato hasta que te sientas con fuerzas para charlar conmigo. Supongo que asumirás que no te quedará otra. En cualquier caso, si sigues negándote, tengo mucho tiempo, mucho, y soy muy paciente, también mucho. Así que, antes o después accederás a hablar conmigo. No podrás negarte para siempre, salvo, eso sí, que decidas hacer otra estupidez como la que hiciste. En fin, ya eres mayorcito para tomar tus propias decisiones, pero te aconsejo que no intentes pasarte de listo conmigo porque has podido comprobar las consecuencias…
Acaba de entrar una enfermera. Me mira y se sorprende. Se acerca. ¿Estás bien?, me pregunta.
—Si estoy bien. No, necesito que este gilipollas de aquí se marche.
La enfermera me mira extrañada. Mira hacia el asiento y vuelve a mirarme a mí. Sale y al cabo de un rato regresa con un doctor.
—Buenas noticias. Ha despertado usted. ¿Cómo se encuentra?
—No sé, pero por favor haga que se marche ese imbécil de ahí. —Señalo con la barbilla el asiento.
—No hay nadie, lo siento. Debe usted seguir un tanto aturdido. Me dice la enfermera que ha debido despertar hace poco.
—Pero si estoy viéndole la cara ahora mismo. —Intento alargar el brazo para alcanzar el sillón. El médico lo sostiene.
—Intente no hacer ningún esfuerzo innecesario. Ha sufrido usted un grave accidente de coche. ¿Lo recuerda?
—Claro que lo recuerdo, joder. Iban con ese hijo de puta que está ahí sentado. ¿No lo ve? Le pido por favor que le haga salir de la habitación.
El médico mira pacientemente y me sonríe. Debe pensar que estoy gilipollas, pero es que ese cabrón no deja de sonreír. Me dirijo a él:
—Vamos, di algo ahora, cabrón. ¿Por qué te callas? Suelta alguna de tus frasecitas…
—Mire —el médico se dirige a mí—, creo que vamos a tener que sedarle para que se tranquilice. No le viene a usted nada bien que se altere de este modo. Es contraproducente.
Le miro directamente a los ojos e intento convencerle de que ahí, justo ahí está le tío más cabrón del mundo. El médico me mira displicente, pero con una sonrisa que me parece la más falsa de las que he podido ver en mi vida. Se dirige a la enfermera:
—¿Sabe si ha bebido agua o tomado algo sólido?
La enfermera contesta que no lo sabe, pero que cree que no. Entonces yo intervengo.
—Joder, sé hablar. Me lo puede usted preguntar a mí.
—Lo sé —responde el médico sin perder un ápice de amabilidad, tanta que me exaspera—, pero en su situación no puedo contemplar su respuesta como cierta.
—¿Piensa que estoy tarado o qué?
—No, creo que está aturdido.
Entonces el hijo de puta que sigue sentado en el sillón se levanta y camina hacia el otro lado de la cama. Le sigo con la mirada. Cuando llega a la altura de la barra de protección lateral de la cama, la agarra y se agacha hasta colocar su boca junto a mi oído. Quiero quitarme, pero soy incapaz. Entonces me susurra:
—Un poco tarado sí que estás.
Intento girar la cabeza con todas mis fuerzas para morderle, pero no puedo. El dolor me retiene. Casi se me desencaja la boca del esfuerzo. Grito. El médico le pide algo a la enfermera y me pinchan en el brazo. No he podido resistirme, me quedo sin fuerzas, los ojos se me cie…
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Mérida a 13 de diciembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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