Define la Real Academia Española (de la lengua) de forma extremadamente sucinta la palabra procrastinar como “Diferir, aplazar”. Un término procedente del latín procrastināre con una única acepción, breve y concisa, pero que, en mi humilde opinión, requeriría más reflexión por las connotaciones que esta palabra tiene hoy en día, en la era de la tecnología. La humanidad, entendida desde que se impuso el imperio de los Sapiens sobre otra prometedora raza, la Neardertal e incluso sobre los Denisovanos, aunque estos estuvieron algo más aislados por allá en Oceanía, ha sufrido (el término es apropiado) varias revoluciones provocadas por nuestra inteligencia que forzaron una transformación para la que aún no estábamos preparados físicamente. La del fuego, que supuso un verdadero cambio cualitativo en el mundo vivo, fue realmente la primera que diferenció a nuestros antecesores homínidos con respecto al resto de seres vivos, pero esta aconteció hace más de un millón y medio de años y por aquel entonces el Erectus no había alcanzado los niveles de humanidad que el Sapiens aporta desde hace algo más de trescientos mil años.
Después, ya con los Sapiens, aunque no solo con ellos, llegó hace probablemente unos 60.000 años la primera verdadera revolución, la textil, con la utilización de una suerte de garra o punta de hueso tallada como aguja y tendones como hilos con los que unir pieles para poder procurarse abrigo y facilitar la colonización de un mundo inmenso. Este hito consiguió que los humanos pudieran mejorar su atávico comportamiento nómada alcanzando latitudes antes inconcebibles para obtener comida y resguardo retando a las inclemencias meteorológicas.
Seguramente fue una mujer la que hizo este descubrimiento y seguramente fueron mujeres las que lo perfeccionaron. Posteriormente en la edad de los metales, esto es, a partir del sexto milenio antes de Cristo, el proceso se perfeccionó considerablemente al poder elaborarse agujas con cobre, bronce y posteriormente hierro. Y es en esta etapa (hace unos nueve o diez mil años) cuando acontece otra gran revolución con la llegada de la agricultura en el neolítico lo que permite a la humanidad pasar de ser nómada a sedentaria y surge el concepto de excedente alimenticio que provocó, entre otras cosas, la aparición de asentamientos, el crecimiento de la población, pero su disminución de la altura media, la escritura, la instauración de las clases sociales, la artritis y la caries. Seguramente también fue una mujer la que se preguntó por qué nacían las plantas en el suelo y decidió reservar algunas semillas, por ejemplo de trigo, antes de molerlas para plantarlas y ver qué pasaba.
No mucho tiempo después (siempre hay que tener en cuenta la escala temporal) la revolución industrial del siglo XVIII introdujo las mayores transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de la historia de la humanidad provocando un auténtico caos que transfiguró un mundo rural basado en la agricultura en un mundo urbano e industrializado. La cosa, la verdad, se veía venir desde hacía unos siglos, pero nadie estaba preparado para el terrible cambio que esto produjo que, pensado fríamente, fue una acentuación de aquello que propició la revolución agrícola varios milenios antes. Tras esto, hemos pasado un par de siglos procurando paliar el impacto de esta última revolución en el mundo, buscando atenuar las diferencias sociales, mejorando los estándares médicos para alargar la vida e intentando ayudar con los avances tecnológicos al desarrollo de una existencia más fácil para la humanidad. La verdad es que el éxito de este esfuerzo solo ha sido moderado y la esclavitud, por ejemplo, que fue el sistema en el que fundamentó el progreso previo a la revolución industrial pasó a ser erradicado en su forma más inhumana, pero se impuso mediante el contrato laboral.
En fin, todavía quedaba mucho por hacer cuando muy recientemente sufrimos otra revolución, la tecnológica. La historia dirá si esta tiene o no el alcance de las anteriores y está por ver si su repercusión es del calado social, político y económico de las previas, y aunque todo parece indicar que así será, aún hoy es prematuro hacer predicciones. El caso es que una de las cuestiones que introduce esta revolución tecnológica es la inmediatez. La maldita necesidad de obtenerlo todo en el mismo instante en que se produce un hecho y su consecuencia. Justo en ese preciso momento ya se requiere su solución, sea la que sea y sea como sea. Falta reflexión, sosiego, cálculo y deliberación para afrontar cualquier aspecto de la realidad. Tanto es así que esa esclavitud laboral que introdujo la revolución industrial se ha convertido en esclavitud mental provocando una profunda obsesión en la mente de todos los usuarios de la tecnología que se ven forzados a estar permanentemente conectados recibiendo y propiciando información para que se ejecuten aquellas acciones devenidas de otras acciones cuyo conocimiento es prácticamente instantáneo. Hemos entrado en una espiral sin sentido en la que lo trascendental es la urgencia y no la excelencia. Somos esclavos de la información, pero de una información simplificada (no sintetizada) y abreviada que nos obliga a tomar decisiones apresuradas que redundan en pésimos resultados, aunque hayamos cumplido calendarios imposibles. La tecnología ha incrementado la productividad a nivel económico, político e incluso social, forzando una permanente conectividad de la que no es fácil escapar y que exige respuestas inmediatas, en ocasiones faltas de reflexión que conllevan fracaso y frustración ante la imposibilidad manifiesta de atender la totalidad de peticiones que debemos gestionar. Aún recuerdo aquellos tiempos en los que decidía dejar algo para el día siguiente, no por pereza o vaguedad, sino considerando que el reposo del asunto en cuestión permitiría aflorar una solución mejor. Esa procrastinación es hoy impensable, salvo por dejadez (que puede terminar convirtiéndose en la única opción), ya que es imposible permitirse el lujo de diferir o aplazar una decisión si uno quiere sobrevivir a la tecnología.
Fotografía de cottonbro en Pexels
En Mérida a 22 de noviembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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