Alguien me toca el hombro y me dice que tengo que levantarme. Me duelen todos los huesos, no quiero moverme. Noto el sol sobre mí y la sensación es agradable. El maldito gilipollas me lo pide de nuevo:
—Tienes que levantarte —insiste y me vuelve a golpear en el hombro, esta vez con más fuerza.
Me remuevo y me giro para darle la espalda. Seguro que es algún viejo y ha dado la puta casualidad de que me he tumbado en el banco que utiliza todos los días para dar de comer a las malditas palomas. Me lo imagino con una boina y alpargatas de cuadros, y una bolsa de papel llena de migas de pan. Pues tendrá que buscar otro sitio. Que le jodan.
El cabrón insiste, hasta que me harta:
—Oiga, déjeme en paz —le chillo sin mirarle, encogido, como estoy, sobre mí mismo.
—No puedo.
»Cómo que no puede –pienso. Menuda gilipollez. El parque debe estar lleno de bancos y no creo que las palomas sean tan exquisitas como para que solo quieran venir a comer a este.
—Mire —le digo en tono amenazante girándome como puedo procurando no caerme del banco— como no se largue ahora mismo, le voy a…
De repente le he visto la cara cuando estaba a punto de mandarle a tomar por culo. Toda la poca energía que estaba acumulando para largarle se ha disipado en cuando le he mirado.
—Pero… —es lo único que he sido capaz de decir.
—Sí, lo sé. Soy tú.
—Joder, es verdad. Eres igual que yo, ¿quién coño eres?
—Soy tú —insiste—. Soy tú.
—No puede ser, no puede ser…
Rompo a sudar, es un sudor frío. Me incorporo y siendo como cada una de las gotas que saslen de mi cuerpo van recorriendo mi espalda acercándose al culo. Deben estar dejando un reguero de puta madre que me está helando el cuerpo. Le vuelvo a mirar, intento protegerme del sol con la palma de mi mano. Procuro enfocar entornando los ojos. ¿Quién cojones es este hijo de puta? —pienso o digo, ya no lo sé—. Parece que me ha oído porque se ríe y repite su retahíla. Por dios, que diga otra cosa o le voy a tener que dar una paliza aquí mismo. Al menos no debe ser muy fuerte. Tiene la misma pinta de enclenque que tengo yo. El muy cabrón se sienta a mi lado y me mira, pero no lo hace para contemplarme o para escrutarme. Se ha sentado para que le mire, para que sea yo el que le observe.
—Qué quieres de mí —le pregunto.
Me mira y se ríe. El cabrón se está riendo de mí en mi cara, con mi cara…
—Vete ahora mismo o te mato —es lo único que se me ocurre decirle y el hijoputa sigue con esa puta cara risueña—. No me has oído o qué…
—Perfectamente, pero no me voy a ir.
—¡Cómo que no te vas!, lárgate ahora mismo o te jodo bien jodido.
Se ríe. El tío se ríe de nuevo. Delante de mí. En mi propia cara. Es un auténtico cabrón. Le amenazo, alzo el puño y hago una mueca que pretende ser violenta. Se vuelve a reír.
—Créeme, si me das un golpe, te dolerá a ti.
Por un momento dudo, lo que acaba de decirme tiene que ser una estupidez. No puede ser verdad. «Lárgate de aquí», le insisto y echo para atrás el brazo para coger más impulso.
—En absoluto. Me ha costado encontrarte y ahora no te vas a librar de mí tan fácilmente.
Ya no puedo soportarlo más y le lanzo el puño. Nunca he sido un tipo rudo. Mucha palabrería y amenaza, eso sí, pero cada vez que me he visto involucrado en una trifulca he salido mal parado, así que soy consciente de que, por mucha pinta de debilucho que tenga este tipo, si no le dejo cao en el primer golpe terminaré mal. En fin, así es la vida. Ese es mi último pensamiento antes de golpearle en la cara, justo entre la nariz y su pómulo derecho. Al hacerlo siento un profundo dolor en mi puño y en mi rostro. Me duele tanto el rostro que me llevo las manos a la cara. Joder, ha debido golpearme a la vez y ni me he enterado. El tío es rápido con los puños. Noto otro reguero, esta vez es sangre chorreándome por la nariz. Me llega a la boca y noto su sabor ligeramente metálico. Está caliente. Noto que la nariz se me está hinchando. Me toco la sangre con los dedos de la mano y la miro. Estoy sangrando. Con la lengua chupo los dedos. El sabor es intenso, pero no desagradable.
—Me has pegado, hijo de puta. Te vas a enterar.
—Te aseguro que no te he tocado —me dice el cabrón—. No he hecho nada por defenderme. Y, como podrás comprobar, ni me he enterado de tu golpe. Mírame bien, no vas a ver ni un rasguño. Nunca has sido muy bueno en las peleas. Ya lo sabes.
Vuelve a reírse, esta vez no es una sonrisa condescendiente como antes. Ahora se ríe abiertamente, a carcajadas, el muy hijo de puta. Cómo se atreve. No sé cómo lo ha hecho, pero ha debido esquivar mi puño finalmente.
–Tienes suerte —me dice— que seas tan mal boxeador, te habrías hecho mucho daño de lo contrario.
—Qué coño dices. Estás mal de la cabeza, muy mal.
Esto debe ser una jodida pesadilla. Debo estar soñando desde hace muchas horas ya. Ahora, desde luego es un puto sueño muy real porque la nariz me duele de cojones y la sangre la noto en la boca y sigue cayéndome. Miro al suelo y las gotas de sangre están haciendo pequeños charquitos de color rojo sobre el albero. La tierra los va absorbiendo y toma un color negruzco. Me levanto y me pongo la mano en la nariz para evitar seguir chorreando sangre. Al tocármela noto mucho dolor.
—Joder, cómo duele.
—Te lo advertí —me dice el tío.
Sigue sentado. Yo ahora estoy de pie. Podría lanzarle una patada en la puta cara y dejarlo tirado ahí mismo. Pero de repente siento miedo. No sé si es miedo a golpearle o a que me detenga el golpe y me propine a mí uno como el de antes. Lleva un traje de tweed gris oscuro con un chaleco a juego con el botón inferior desabrochado y una corbata de color azul marino perfectamente anudada. Incluso tiene un pañuelo del mismo color que sobresale del bolsillo superior de la chaqueta. Parece un tipo elegante, si no fuera porque… es idéntico a mí.
—Parece que ya te reconoces. Al menos no podrás negar que somos iguales, aunque no vistamos, digamos, con la misma elegancia.
—Qué narices quieres. Dímelo ya y lárgate. Déjame en paz.
—Solo quiero hablar contigo.
Foto de Alexander Zvir en Pexels
Mérida a 15 de noviembre de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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