El reflejo (iv).

 


Me quedo mirándole durante un instante. Tengo la sensación de estar mirándome directamente a mi propia cara. No sé qué narices pasa, pero tengo claro que nada bueno… Noto algunas gotas de sangre surcándome por la comisura de los labios. Deben ser las últimas. Las relamo con la lengua.

 

—Lo siento mucho, pero yo no tengo el más mínimo interés en charlar contigo. Me estás inflando las narices sobremanera y no sé cómo puedo terminar reaccionando. Te voy a dar una última oportunidad para que desaparezcas, si no, serán mis puños los que te jodan vivo.

 

—Eso no va a ocurrir. Tienes miedo, lo sabes y lo sé. No vas a volver a golpearme, no vas a volver a intentarlo. Escúchame bien, atiende: no vas a volver a golpearte, no quieres hacerlo, no deseas hacerte daño y si intentas pegarme, te dolerá. Ya sabes quién soy por mucho que quieras negarlo, por mucho que te cueste reconocerlo. Es mejor que asumas lo que estás viviendo ahora mismo y te enfrentes a ello. No te llevará a ningún sitio seguir huyendo porque no me iré. Seguiré estando aquí frente a ti y tú seguirás ahí, frente a mí. Así que, lo único que puedes hacer es asumir que me vas a escuchar y ya te digo que lo que oirás no te va a gustar por más que adquieras tu típica…, uf, cómo te conozco…, actitud displicente y apática.

 

—¿Qué quieres de mí?, ¡qué quieres! —grito como si la vida me fuese en ello y tal vez es así—, por favor déjame en paz.

 

—Sabes que no puedo. Ahora volvamos a casa. Te acompañaré. Allí podremos sentarnos y hablar tranquilamente. Es mucho lo que tengo que decirte y es mucho lo que tienes que escuchar. No te sorprenderá porque, en el fondo, lo que oirás es algo que conoces perfectamente, pero que has estado ocultándote durante tanto tiempo que lo has olvidado.

 

Se pone de pie, se alisa la chaqueta y comienza a andar. Yo le sigo. Lo hago de forma inconsciente, como si fuese una oveja siguiendo al pastor. No sé adónde se dirige, aunque acaba de decirme que iremos a casa, ¿será mi casa? Le estoy siguiendo y tengo la sensación de que podría hacerlo con los ojos cerrados. Voy tan cerca de él que podría tropezar en cualquier momento con sus zapatos. Tengo la sensación de ir dentro de él, es extraño. Tengo incluso náuseas. Miro fijamente su nuca. Tiene un corte de pelo perfecto, parece que acaba de salid de la peluquería. Miro a la derecha y compruebo en un escaparate que ninguno de los dos nos reflejamos en el cristal. De reojo me doy cuenta de que él también está mirando, sin embargo no parece preocupado. Balbuceo:

 

—No te reflejas —le digo.

 

—Ni tú —me responde y calla. Yo también callo.

 

Llegamos al coche, me pide que lo abra. Hace tiempo que no funciona el mando. Es necesario abrir con la llave. Él está de pie al lado de la puerta del copiloto. Esperando. Tranquilamente. Rodeo el coche y le abro la puerta. Entra, se sienta y la cierra. Por un instante pienso en echar la llave y salir corriendo. Tal vez tarde unos instantes en encontrar la forma de salir y puedo lograr suficiente ventaja como para dejarlo atrás. Me mira y me ofrece una sonrisa mordaz. Está tentándome para que lo haga. No le importa. No puedo escapar de él. Toco levemente el cristal de la puerta y rodeo de nuevo el coche para acceder al asiento del conductor. Meto la llave en el contacto e intento arrancar.

 

—El coche está para el arrastre —digo justo cuando él pronuncia exactamente la misma frase.

 

El se ríe. A mí me entra una angustia horrorosa. Me paraliza. No puedo moverme, las manos me tiemblan. No soy capaz de sujetar el volante. Cierro los ojos. Lo hago con mucha fuerza, tanta que me duele. Aprieto los dientes. Las manos siguen temblándome. Abro los ojos y compruebo que mis manos no se detienen por más que mi cerebro intenta ordenarles que se detengan. No me obedecen. Las apoyo contra mi regazo. Le miro. Él ya me está mirando. Sigue con su puñetera sonrisa irónica. Hace un gesto con la cabeza indicándome que arranque. Es un hijo de puta. Lo sabe. Sabe cuánto me está haciendo sufrir. Intento ponerme el cinturón de seguridad como buenamente puedo. Apenas acierto a enganchar la hebilla, respiro profundamente y agarro el volante con fuerza. Arranco. No ha dejado de mirarme ni un instante. Está disfrutando, el muy cabrón está disfrutando.

 

No digo ni una sola palabra durante el trayecto. Pienso. Eso sí, pienso. Lo hago hasta casi conseguir que mi cerebro reviente. Tal vez esa es la solución. De repente me doy cuenta de que puedo provocar un accidente. Un choque frontal y se termina mi angustia. Llevo el cinturón puesto. Él no. Estoy seguro, ¿verdad? No le he visto hacer el gesto. Si me estampo contra algo, saldrá disparado y todo quedará resuelto. Joder, es lo mejor. Incluso aunque me pueda hacer mucho daño. Nunca será peor que lo que ahora mismo tengo. Acelero. Acelero. Acelero. Solo miro al frente, pero sé que él está sonriendo. Lo siento dentro de mí. Veo un árbol. Voy a por él. Acelero. Acelero. Acelero. Giro el volante para chocar con el puto árbol que tengo frente a mí. Ahora, justo ahora, le miro. Lo hago riéndome a carcajada limpia.

 

—Jódete —le digo, pero él no ha dejado de sonreír.

 

 

 

 

 

Foto de Ali Müftüoğulları en Pexels

 

 

Plasencia a 29 de noviembre de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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