Y Dios creó al Rey.

  

Y Dios creó al Rey. Lo hizo al octavo día. Después de su descanso dominical. Y vio Dios que era bueno. En su infinita sapiencia infirió que los hombres necesitarían a alguien que los guiase en lo terrenal —para lo espiritual ya había elección—, pero no quería Dios que se espantasen con el Monarca, aunque sí consideró que era necesario que le temiesen tanto como para deberle sumisión, por eso lo creó similar, pero diferente. El matiz con respecto a los hombres que Dios estipuló para el Rey fue su sangre cuyo color determinó que fuese azul —no el horrible rojo habitual que tantas veces se derramaría por Él— y estableció que solo por herencia genética pudiese transmitirse de generación en generación para asegurar que su creación no se viese sometida al dictado del tiempo y perdurase en Él. Y vio Dios que era bueno.

 

Y el Rey gobernó ejerciendo su divino don y sometido al precepto de Dios ante quien solo tendría que responder bajo su representante en la Tierra como falló la doctrina patrística años ha —tal vez un poco tarde para lo que otras religiones ya habían resuelto—. Y lo hizo con honorabilidad y soltura, haciendo valer su majestuosa dignidad y dictando leyes que gobernasen con regia justicia a los hombres —ya se encargarían estos de aplicarlas con solvencia sobre las mujeres—.

 

Y el Rey cumplió como nadie podría haber hecho su encomienda y lo hizo para preservar la Historia que Dios deseaba. Lo hizo desde la perfectibilidad que su don divino le había impreso. Lo hizo con la severidad que requiere tamaña merced. Lo hizo bajo el auspicio divino y con decisiones cuyo alcance solo Dios comprende y que quedan lejos del entendimiento de los hombres —por descontado de las mujeres—, aunque todas ellas estaban consignadas a cumplir la misión que se le había encomendado para asegurar el destino de sus súbditos en la Historia. Lo hizo con el terrible sacrificio de la sangre de sus vasallos sin que le temblase la mano en ningún instante pues sabía que el fin último perseguido bien merecía semejante altruismo. Lo hizo rodeado de medido oprobio y contenida opulencia ya que su sangre azul, que no es perceptible a simple vista, nunca debe ser contemplada por los mortales y era necesario demostrar su distinción sobre los plebeyos que le debían reverencia.

 

Nadie como Él podría haber desempeñado su misión con igual éxito; nadie porque nadie es como Él, nadie posee su gracia divina que solo Él transmite con su simiente a sus vástagos entre quienes el primogénito varón es llamado a sucederle como digno heredero y solo este es semejante en valía y mérito y, por tanto, capaz de hazañas afines. Gracias a esta semilla incorruptible y sublime podemos estar tranquilos porque generación tras generación tendremos asegurado el buen gobierno para la Historia por mucho que las decisiones tomadas puedan resultarnos incomprensibles y en ocasiones injustas, pero recordemos que el Rey solo debe responder ante Dios y será este quien lo juzgue cuando llegue la hora. Ningún hombre —ni, por descontado, mujer— podrá nunca juzgar las decisiones del Rey y serán los hombres —y, por descontado, las mujeres— quienes, con su sangre, diezmos y pernadas deberán someterse a los designios marcados por el Soberano y serán sojuzgados por Él, llegado el caso de que algún incauto se atreviese a desobedecer o cuestionar sus decisiones. Al Rey se le debe abnegada obediencia y sumisión, entrega y sacrificio, de sangre llegado el caso. Sus designios son incuestionables pues están fuera de nuestro pobre y humilde intelecto y es necesario defenderlos con nuestra vida. El Rey no se equivoca pues sus decisiones atañen a lo humano y su origen es divino, ergo, no cabe su error, solo cabe su infalibilidad y nuestra ineptitud al no saber descifrar sus decisiones. Y por esto debemos pedirle perdón si en algún momento nos atrevimos a cuestionar sus aparentes arbitrios y deberíamos sufrir alguna suerte de castigo corporal —el espiritual ya nos lo dará Dios— para hacer cundir el ejemplo entre el resto de sus siervos y evitarle semejantes afrentas que, aunque no alcancen a poner en cuestión su solemne dignidad, enturbian su imagen y perturban su persona. Nadie jamás debería atreverse a cuestionar sus decisiones, pero si algún incauto se atreviera a hacerlo, solo un buen número de latigazos constituiría una respuesta proporcional a su osadía.

 

Dios guarde al Rey, que está visto que algunos de sus súbditos no somos capaces de hacerlo.

 

 

 

 

 

Imagen: Felipe VI y Juan Carlos I en 2019. (EFE).

 

 

En Plasencia a 8 de agosto de 2020.

Francisco Irreverente.

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