Un soldado sin bandera (V).



—¿Quiénes sois?

 

Roberto reflexionó antes de contestar. En aquella maldita tierra eran tan peligrosas las palabras como las armas. No estaba seguro de qué responder para no levantar las sospechas de la mujer que por aquel entonces estaba más que convencida de qué eran. Roberto guardó silencio, como si su mudez provocase el olvido. Pero ella insistió.

 

—No quiero saber qué sois, solo quienes sois, pero si así lo quieres puedo llamaros alto y bajo, o fuerte y flojo, o … —La mujer tenía un cerrado acento castellano.

 

—Está bien, está bien... —Todo lo que había dicho era verdad, aunque Roberto no se lo había planteado así desde que estaba con Juan, pero era cierto que a su lado parecía un enclenque.

 

Roberto cogió la taza que le había ofrecido la mujer con algo parecido a café que no era más que agua caliente y algún extraño polvo disuelto que tal vez en algún momento pudo haberlo sido y le dio un sorbo, más por sentir el calor del líquido que por degustarlo.

 

—Yo soy Roberto. Él es Juan. Él es… especial. —No se le ocurrió mejor cosa que decir acerca de su compañero de viaje.

 

—¿Acaso tú no lo eres? —le reprendió la mujer.

 

—Bueno, quiero decir que él es diferente… —según lo decía se daba cuenta de lo inapropiado que resultaba el calificativo—. Es difícil.

 

—Ya veo lo que es —le interrumpió—. Tengo ojos en la cara y no estoy ciega. ¿Qué hacéis juntos? No parecéis hermanos y desde luego no eres su padre.

 

—No, no… —sonrió Roberto—, no es mi hijo y no soy su hermano. Digamos que, sencillamente, lo encontré.

 

—¿Lo encontraste? ¿Y te lo llevaste? No parece un pañuelo.

 

Roberto estaba comenzando a sentirse incómodo y guardó silencio. La mujer le miró de reojo mientras calentaba algo parecido a unas gachas en el fuego.

 

—Lo siento —dijo—. Es solo curiosidad. Suelo pasar mucho tiempo sola y las compañías que aparecen no son buenas. Vosotros no parecéis malos y solo quería conversar.

 

Un silencio algo incómodo invadió la única habitación de la casa. Una pequeña puerta comunicaba con el pesebre donde había dejado a la vaca atada. No había ventanas, solo la chimenea y la puerta de entrada. La mujer se incorporó y cogió un tazo. Lo llenó con el cazo que estaba usando para remover la sopa y se lo ofreció a Roberto. Roberto la miró extrañado, como esperando un segundo plato para Juan.

 

—Solo tengo ese.

 

—No pasa nada —la excusó Roberto y se lo pasó a Juan que comenzó a sorber del plato haciendo gestos de dolor porque se estaba quemando la lengua. La mujer sonrió, Roberto también. Juan pidió agua señalándose la boca. La mujer le acercó un cuenco. Juan se lo bebió de un trago y volvió al plato.

 

—No tengo mucho más que ofreceros. Mañana recogeré algo del huerto y podremos comer algo más.

 

—Muchas gracias, de verdad, muchas gracias. Todo esto es más que suficiente. — Roberto se percató que les estaba ofreciendo la posibilidad de pasar allí la noche.

 

Cuando Juan terminó, Roberto cogió el cuenco y se acercó a la olla para echarse él mismo algo de la sopa que había preparado la mujer. Llenó el plato y antes de tomar nada, se dio cuenta de que ella tampoco había comido, así que se lo ofreció. Ella lo miró agradecida y lo tomó. Dio unos sorbos y se lo devolvió. Roberto quiso entender que estaba compartiéndolo, así que hizo lo mismo. Dio un par de sorbos y sintió cómo el caldo bajaba por su garganta hasta el estómago. Hizo ademán de devolverle el plato a la mujer, pero esta lo rechazó. Roberto no esperó mucho y se bebió lo que quedaba de un trago. Señaló la olla pidiendo más. La mujer asintió. Roberto rellenó el plato y se lo pasó de nuevo a Juan que se lo tomó de un trago. Roberto también repitió. Cuando terminó, se ofreció para rellenarle el plato a la mujer que respondió moviendo la cabeza agradecida. Ella también se tomó el caldo rápidamente. El hambre había hecho mella en los tres. Ahora, algo más calmado gracias a la sopa, les permitiría descansar algo.

 

Roberto se levantó de la banqueta de madera en la que estaba sentado. Llevaban un rato en silencio. Se acercó al fuego y avivó las ascuas. Su rostro estaba acalorado y parecía haber recuperado algo del color que, desde que se había incorporado como miliciano, había perdido. Juan no dejaba de bostezar y los ojos se le iban cerrando cada vez más.

 

—Juan —le dijo la mujer ofreciéndole la mano—. Ven, vas a dormir ahí al lado.

 

Le acompañó hasta el establo. La vaca dormía. Puso una manta sobre la paja y le invitó a tumbarse. Luego le arropó con otra manta. Juan se quedó dormido al instante. Ni siquiera hizo por quitarse los zapatos.

 

Cuando ella regresó, Roberto estaba colocando las cosas, recogiendo el plato, la olla, la taza con los restos del café.

 

—Yo también estoy cansado. Llevamos varios días… caminando. —Pensó decir huyendo, pero se contuvo—. Así que creo que me iré a dormir también.

 

Según lo dijo se encaminó a la puerta por la que la mujer había acompañado antes a Juan.

 

—Me llamó María —le dijo mientras ponía su mano sobre la de Roberto y le impedía abrir la puerta.

 

 

 

 

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Mérida a 31 de julio de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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