Pues en esas andaban los sapiens ancestrales enseñando a sus crías todo lo que sabían porque eran conscientes de que la vida, literalmente, les iba en ello. Primero lo hicieron a través del lenguaje oral, fabuloso don de la naturaleza que quiso ofrecérnoslo —por mor del azar, que quede claro que en esto dios nada tuvo que ver, ese llegará después— en lugar de fuerza, rapidez o espesa pelambrera como ocurrió con otras especies. Después, cuando las condiciones les fueron propicias, gracias a su propia inteligencia y al auspicio de su don comunicativo, y no tuvieron que preocuparse de subsistir día a día porque habían aprendido a almacenar comida cosechada en forma de trigo, arroz o maíz —cultivos que, por cierto, siguen siendo la base de la alimentación de la especie en la actualidad—, pudieron transcribir los conocimientos que les habían sido transmitidos y escribir aquellos nuevos conocimientos adquiridos con su afán investigador. La memoria empezó a no ser imprescindible para subsistir porque podía uno consultar aquello que otro había escrito y sí se convirtió en imprescindible para avanzar, para desarrollarse. Eso sí, era necesario que alguien —ni siquiera era preciso que tuviese vocación— enseñase a otro —que aprendiese, tampoco era imperioso que quisiese hacerlo— a leer, a adquirir conocimientos y a ser capaz de aplicarlos. También empezaron a desaparecer los errores producidos por la imprecisión en la transmisión de la información. Y la investigación avanzó y avanzó y avanzó y en poco tiempo —estamos hablando de poco más de 4.500 años, teniendo en cuenta que la antigüedad de la Tierra se estima en 4.500 millones de años— el desarrollo científico y tecnológico produjo innumerables mejoras que permitieron al sapiens aventajar a cualquier otra especie en su lucha por la supervivencia. Poco después y, alcanzado cierto nivel tecnológico, la especie se permitió olvidar el problema de la preservación y se centró en su propia existencia olvidando la visión natural de su propio ser relegando su idiosincrasia a un plano secundario y centrándose en ellos mismos. Con esto la sociedad tomó una deriva antropocéntrica, egoísta e indolente que terminó orientada a exterminar las razas de su propia especie, pues aparentemente suponían una amenaza, no tanto para su existencia, como para su riqueza.
Sin embargo, esta triste, objetivamente hablando, nueva realidad de la especie humana a la que le había llevado su incapacidad física para adaptarse al medio en contraposición a su extraordinaria capacidad mental para adaptar el medio a sus necesidades no detuvo el avance tecnológico fundamentado en el principio básico de reciprocidad entre enseñanza y aprendizaje que, con cada generación, estaba más al alcance de todos. Tanto es así que los grandes imperios y naciones, cualquiera que fuese el régimen político de gobierno en que se fundamentase y fuese cual fuese su carácter, siempre bebió de la ciencia para imponer su dominio, y expandió su influencia fundamentando su crecimiento en la tecnología. Aquel que estaba en disposición de los medios más avanzados se imponía indefectiblemente al menos desarrollado y cuando alcanzaba su objetivo y arrasaba —si era menester— la civilización conquistada, siempre preservaba su cultura, su conocimiento y su ciencia para enriquecer la propia. Quienes no obraron así perduraron poco, muy poco, en la historia. Quienes tuvieron dirigentes algo más capaces o fueron asesorados convenientemente más allá de la aplicación práctica del miedo y la fuerza que nuestra génesis animal nos imprime, lograron perdurar en el tiempo marcando su impronta en la historia de la historia. Hay ejemplos por miles en la antigüedad, pero también los tenemos en épocas más recientes, aunque algunos puedan resultar vergonzantes, pues el conocimiento no siempre se ha utilizado para el bien común ni para alcanzar la prosperidad absoluta —si es que hay algún filósofo capaz de encontrar una definición consensuable de estos términos— como parte de esos valores e ideales que la moralidad, intrínsecamente unida al sapiens social en sus distintas formas —entre ellas la religión—, ha inculcado en nuestras mentes. El caso es que el desarrollo de una sociedad o civilización, entendida, a consecuencia de esa retrógrada concepción de la sociedad casi como agrupación de miembros de una raza, en la historia actual como nación, por más que este término resulte ya anacrónico, no prosperará salvo que sustente su desarrollo en el conocimiento.
De otra parte, la sociedad de los sapiens, sea cual sea la forma en que sea considerada, conlleva intrínsecamente una serie de peligros para sus dirigentes por varios motivos, obvios, pero tal vez no evidentes si no forma parte uno de esa “élite”. Los dirigentes en forma de mandatarios, políticos, sacerdotes, emperadores, reyes, dictadores, etc., no son productivos per se. No aportan al resto de la sociedad nada que coadyuve a la mejora de la misma. De hecho, históricamente estos perfiles individuales no surgen sino con la aparición de los primeros excedentes alimenticios a partir de la revolución agrícola. Antes, simplemente no eran necesarios en las distintas comunidades formadas y precisamente por eso no existían. El caso del anciano sabio, consejero, probablemente mago y seguramente científico sin saberlo es bien distinto puesto que, aunque su capacidad productiva innata estaba realmente mermada por la edad, sin embargo, se le consideraba casi un icono pues aglutinaba toda la sabiduría de la comunidad y su consejo, sumamente valorado y estimado, suponía en gran medida la base de la supervivencia de dicha comunidad. De hecho, las primeras manifestaciones religiosas del neolítico corroboradas por restos arqueológicos aún hoy en estudio, como los aparecidos en las excavaciones de la década de 1960 en Çatalhöyük, al sur de la península de Anatolia, ponen de manifiesto la advocación a la mujer a la que se loaba y alababa como dadora de vida y a los antepasados que eran enterrados y venerados.
Por tanto, el equilibrio que mantenía en la cumbre de la sociedad a algunos privilegiados era sumamente inestable hasta el punto de que era necesaria —aunque no siempre suficiente— una suerte de alianza entre dichas clases para preservar esas concesiones que habían adquirido y que se fundamentaban, a saber: en el miedo inculcado por la existencia de fuerzas sobrenaturales que solo algunos decían que podían predecir —y si eran lo suficientemente temerarios o atrevidos incluso afirmaban que las podían controlar— y que adquirieron características humanas con la invención de los dioses dentro de las religiones; y de otra parte, en cuestiones de pureza de sangre, determinadas por un origen apócrifo vinculado a los mismos dioses creados ex profeso durante la creación de las religiones. Era una suerte de «yo te cuido, tú me cuidas», muy rentable y duradero, tanto que algunas de estas manifestaciones perduran en la actualidad. En cualquier caso, todas estas demostraciones sociales requerían súbditos nada ínclitos y muy abnegados con conocimientos limitados pues en esos conocimientos se encontraban muchas de las respuestas que los dirigentes querían evitar dar a conocer.
En un momento dado, algunas comunidades, donde el conocimiento alcanzó cotas casi universales, se rebelaron contra esas condiciones impuestas por las clases dirigentes y comenzaron a tomar decisiones para todos por cuenta de la totalidad del pueblo libre –a sabiendas de que solo se consideraban libres algunos hombres oriundos y con cierta capacidad económica, algo es algo…—. Pero esta revolución social acaecida en la Atenas del siglo V a. C. no fue una invención exclusivamente griega, aunque sí que probablemente se trate de una reinterpretación, no intencionada por descontado, del funcionamiento de las comunidades previas a la revolución agrícola —y que como forma de gobierno también apareció en otras civilizaciones— que se había producido unos 9.000 años antes. En estas la organización tribal, el gobierno, en definitiva, era gestionado de forma comunitaria. Hay que reconocerles a los griegos, eso sí, una encomiable resiliencia lo que les permitió preservar su historia en la historia. Habrá quien piense que fue el azar, pero, tal vez, por qué no, también pudo ser decidieron escribieron su historia.
Imagen: Escultura de Sócrates realizada por Leonidas Drosis (1885).
En Mérida a 24 de mayo de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera