María. Historias de un encierro (III).



Estaba sola. Completamente sola. Como muchos. Su madre le preguntaba en ocasiones el porqué. Ella reusaba contestar. Era una pregunta que le incomodaba. Su padre guardaba silencio. Tal vez lo hacía por no molestar. Tal vez para no saber. María tampoco sabía. Ahora sus padres ya no estaban. Primero fue madre, el contagio se complicó. Poco después su padre. Nunca supieron si murió a consecuencia del virus o de pena por haber perdido a su mujer. La quería y eso era lo que él deseaba para su hija, que pudiera estar con un hombre que la quisiese como él había querido a su madre. Apenas pudo asistir a los funerales, consiguió estar presente gracias a su trabajo en el hospital. «Nadie debería pasar por esto», pensaba continuamente y, sin embargo, sabía que mucha gente estaba sufriéndolo. No podía hacer nada más, excepto entregarse a su trabajo como lo estaba haciendo.

Muchas compañeras enfermeras habían sido contagiadas y habían caído enfermas. Todo el personal médico estaba afectado en mayor o menor medida, pero el área de enfermería era la que más bajas estaba sufriendo con gran diferencia. Estaban bajo mínimos. Sabía las consecuencias que podría tener en ella si se infectaba porque padecía de una enfermedad respiratoria crónica, pero nunca quiso retirarse. Sus jornadas laborales eran eternas, pero María, abnegada y entregada, nunca parecía cansarse y jamás abandonaba. Nunca tuvo un mal gesto o malas palabras, ni siquiera cuando, reventada como estaba por el esfuerzo diario, por el cansancio acumulado, sentía que ya no podía más.

Cuando terminaba en el hospital y llegaba a su casa, se derrumbaba. Lloraba, era lo único que hacía. Su pequeño piso se había convertido en un valle de lágrimas en el que María intentaba desahogarse: rabia, sufrimiento, dolor, impotencia, también alegría cuando alguien se marchaba ya curado. Cualquier pensamiento que le recordase algo que había acontecido en el hospital durante el día o la noche, la hacía llorar y no intentaba contenerse. Sabía que esa era la única manera de aliviar el cúmulo de emociones que colmataban su alma. Le costaba dormir. No ya tanto por el caos de horario que tenía, haciendo sus guardias y las de compañeras enfermas, sino porque no podía dejar de pensar en el sufrimiento de los demás, de los enfermos y de los familiares. Había visto cosas que a nadie, por duro que fuese, podían dejar indiferente. Aquello era desmedido, pero la intensidad del día a día, evitaba que pudiese pensar demasiado en lo que estaba ocurriendo, por eso se ofrecía a seguir trabajando en el hospital, porque sabía que en el momento en el que cruzase el umbral de su casa se desmoronaría.

Ella no había estado en la guerra. En realidad, ninguno de sus compañeros había estado, pero todos utilizaban ese símil, en especial cuando les pidieron que comenzasen a seleccionar, que si no podían atender a todos los pacientes, tendrían que desatender a algunos. Eso supondría desestimarlos, dejarlos morir. Se negaron. Nadie obedeció. Se multiplicaron, se machacaron físicamente. No abandonarían a nadie. Estaban exhaustos. Todos. No era una cuestión de personal. Faltaban medios para poder cuidar de forma adecuada a los enfermos, aún así, nunca abandonaron a nadie. Nunca.

Una mañana, recién llegada de su casa, su jefa la llamó al improvisado despacho que habían habilitado para el control de enfermería. Estaba en un oscuro almacén de planta. Seguía usándose como tal, pero compartía su función gracias al escritorio que habían trasladado allí. El despacho original había sido ocupado por un paciente.

—María, voy a trasladarte.

No hubo un «Buenos días», ni un «¿Qué tal estás?» o un «¿Has descansado?». En el hospital ya no había sitio para las formalidades, ni tan siquiera cuando mediaba verdadera amistad, como era el caso. María ante semejante frase pronunciada con tal vehemencia se sobrecogió. Su rostro se descompuso, sus labios temblaron. No esperaba eso. Podría haber intuido una reorganización de horarios, un descanso forzado, la eliminación de una guardia, cualquier cosa menos eso. No entendía por qué la quería trasladar. Guardó silencio, no tanto por esperar una explicación, sino porque era incapaz de expresar las palabras que su mente lanzaba como ráfagas a su boca.

—Ya no puedes seguir aquí. Es demasiado arriesgado y no podemos permitirnos perderte. Necesito trasladarte. Sé que no es lo que quieres. Sé que deseas quedarte aquí, al pie del cañón, pero ya no puedo mantenerte durante más tiempo.

—Pero… —Ella misma se interrumpió y enmudeció. Entendía perfectamente lo que le estaba diciendo su jefa a pesar de que no quería asumirlo.

Ambas se pusieron de pie. Las mascarillas impedían que pudiesen contemplarse sus rostros, pero llevaban tanto tiempo trabajando juntas que habrían reconocido perfectamente las expresiones de una y otra. Se miraron a los ojos. María asintió. Las lágrimas quisieron romper la sequedad de su piel, pero se contuvo. Ambas se contuvieron. No podían abrazarse, aunque María lo deseaba, lo necesitaba.

Llegó a maternidad en cuanto se hubo cambiado y desinfectado a conciencia. Lo último que quería era contagiar a los recién nacidos. María conocía a gran parte del personal médico de allí. El obstetra ante el que se presentó le pidió que se incorporase a un parto que estaba teniendo algunas dificultades. María se dirigió al paritorio. Entró y comenzó a ayudar tal y como se le había pedido. El parto llevaba ya cerca de seis horas. Todos estaban agotados. En cuanto la vieron llegar respiraron aliviados porque necesitaban manos y eran pocas las disponibles. María sujetó, empujó, limpió, movió,… hasta que finalmente la niña salió. María la tenía entre sus brazos. La miraba fijamente mientras la limpiaba y arrullaba. Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que tenía a alguien tan cerca. Era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que abrazaba a alguien. Su corazón latía emocionada y sentía como el corazón del pequeño bebé que sujetaba también latía con fuerza. Se acercó a la madre que la miraba expectante y se la entregó. La madre lloró. María lloró.  


Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 3 de mayo de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera