El futbolista. Historias de un encierro (IV).



Estaba solo. Completamente solo. Como muchos. Desde hacía tiempo, desde antes del encierro. Solo que no me había dado cuenta. Posiblemente lo percibí al tercer o cuarto día de confinamiento. Vi cuán grande era mi casa, mi jardín, mi piscina, pero no había nadie, nadie conmigo. Estaba acostumbrado a vivir una vida lleva de vaguedades, de futilezas, la gente me agasajaba, me reía las gracias, me hacían fotos, me grababan vídeos, me pedían autógrafos; en el campo, el público me aplaudía, me vitoreaba y mis detractores me silbaban, me pitaban, incluso me insultaban, y yo me reía,… de todos. Llegué a enfrentarme a mis propios rivales, y no quiero decir que fuera precisamente de forma deportiva, y alguna que otra vez, incluso me peleé con mis propios compañeros, y me seguía riendo,… de todos. Sin embargo, esto no era más que una falsedad, una pantalla que ocultaba mi vacío, mi soledad, la mentira en la que vivía, en la que vivo. Todo formaba parte del espectáculo, aunque yo me lo había creído. Y sé que muchos como yo también lo creyeron. Bueno, al fin y al cabo, que yo me lo creyese tampoco tiene demasiado mérito, pues formo parte de todo este entramado, pero los aficionados, ellos,… ellos me daban pena antes de ser consciente de mi propia realidad. Hacían cosas absurdas, sin sentido, verdaderos sacrificios por un espectáculo en el que no ganaban nada, en el que solo ganaba yo y cada vez más. Hacía tiempo que darle patadas a un balón había dejado de ser la excusa, había dejado de ser deporte, se había convertido en una fanfarria constante, permanente, una distracción que permitía a la gente olvidar sus penas. Eso era lo que me gustaba pensar, al menos para tranquilizar mi consciencia y eso era lo que ellos creían. Pero la realidad es que ni siquiera para eso servíamos, ni yo, ni los afortunados como yo.

 

A la semana de encierro la gente se había olvidado de este dichoso espectáculo, el fútbol había desaparecido y nadie parecía echarlo de menos. Sí, es cierto que seguía habiendo programas radiofónicos y televisivos que hablaban de nosotros, de mí, algunos incluso me llamaban para preguntarme qué hacía. No sabía qué decirles, porque me daba vergüenza confesar que les echaba de menos puesto eran lo único que llenaba mi vida, aunque en el fondo sabía que eso no era más que una distracción, un pasatiempo que yo protagonizaba para poder olvidar mi propio vacío. Era protagonista y espectador de la misma ficción, del mismo entretenimiento, pero cuando todo paró, ya nada tuvo sentido.

 

«Pobres infelices», pensaba continuamente cuando veía a los padres esperarme a la puerta de los estadios con los hijos en brazos rogándome un autógrafo en su camiseta, en su pelota o en su gorra que yo firmaba sin ni siquiera mirarlos a los ojos, porque me importaban una mierda, tanto los hijos como los padres, quienes, probablemente, deseaban más mi firma que sus propios niños. No eran nada para mí, excepto una molestia necesaria que justificaba mi sueldo millonario. Ahora me doy cuenta de que, en realidad, tampoco yo era nada para ellos, al menos, nada más allá del rato que duraba su exaltación. Tal vez ellos no fueran conscientes de mi poca utilidad y de su necesaria servidumbre para mí, y puede que ahora tampoco lo sean, pero, con toda probabilidad, no porque se hayan dado cuenta, sino porque soy totalmente prescindible, yo y lo que represento. Sé que no me han olvidado y sé que, si en algún momento volvemos a vivir de forma parecida a como lo hacíamos antes, volveré a firmar autógrafos y las niñas me gritarán al verme pasar, tal vez, incluso alguna se desmaye, pero ya nada será lo mismo, al menos para mí. No puede serlo, porque este encierro, esta soledad, me ha despertado de mi letargo, de mi fábula. No somos nada, nada hacía que sirviese para nadie, en realidad, la mierda soy yo mismo. Eso es así. Enciendo la tele y veo lo que hace la gente, gente desconocida, anónima, que cada día se entrega a ayudar a los demás, sin esperar un reconocimiento mayor que el agradecimiento o, probablemente, ni tan siquiera eso, una sonrisa cómplice les sirve. Yo, mientras, aquí, encerrado en mi casa, saltando en mi jardín, nadando en mi piscina, haciéndome fotos en distintas posturas que envío a mis cientos de miles de fans para que me aplaudan, para que me digan lo guapo que soy y la buena forma que tengo, en definitiva, para que no me olviden. No puedo permitírmelo, no puedo permitírselo. Mientras, otros, infinitamente menos afortunados económicamente que yo, sufren en sus casas minúsculas, sin poder apenas moverse, atendiendo a sus hijos, buscándose la vida, luchando por sobrevivir, peleando por conseguir lo que a mí me sobra por hacer algo que ahora a nadie sirve. Pero ahí estoy, intentando seguir presente en sus vidas, en su día a día para no perder mi fama, mi popularidad,… mi dinero, ese que ellos me hacen valer, ese que ellos me hacen ganar, no por hacer deporte, sino por formar parte de un espectáculo lleno de mugre y suciedad, turbio, oscuro, y a veces esperpéntico del que ahora me arrepiento, pero del que no puedo renegar y que solo sirve para que ni ellos ni yo podamos pensar.

 

 

 

 

Imagen de origen desconocido.

 

 

En Mérida a 10 de mayo de 2020.

Rubén Cabecera Soriano.

@EnCabecera

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