Estaba solo. Completamente solo. Como muchos. Se había dado cuenta hacía no demasiado. Fue una sensación extraña, al principio no le dio demasiada importancia, pensó que era algo del momento, de la situación, de la “coyuntura” como decían quienes ejercían de cultos en su entorno, normalmente sin serlo. Después percibió de que se trataba de algo más serio, algo que estaba afectándole de forma traumática y que le estaba llevando a replantearse ciertas cuestiones que afectaban a su vida, en todos sus aspectos, incluido el profesional, si es que podía llamársele profesión a lo que él ejercía, sobre todo teniendo en cuenta que se jactaba de forma persistente en recordar antes los medios y frente a sus compañeros que lo que él hacía no era sino «…una labor social de representación de quienes le habían elegido y también de aquellos que no habían confiado en él». Evidentemente no recordaba quién le había dicho la frase o donde la había leído, lo que sí recordaba era que cuando la oyó quiso hacerla suya y cada vez que tenía la oportunidad de hacerlo, la soltaba, como quien lanza un chiste en medio de un funeral. No le importaba demasiado el contexto, le servía para salir del paso con cierta elegancia, o, al menos, eso creía él.
Tenía sobre la mesa una larga lista de nombres. La había ido pidiendo poco a poco. No quería levantar sospechas ni tampoco deseaba que nadie le preguntase el motivo. No los había contado, pero serían cerca de 80 personas con sus nombres y apellidos. Eran aquellos que, de forma más o menos directa había podido colocar, y “colocar” era precisamente el término con el que se refería a ellos cuando los iba leyendo: «A este lo coloqué de director de esta entidad, a ese de presidente de aquella fundación, a este lo tengo en el gabinete de asesor, a este no lo conozco, de este me suena el nombre, pero no estoy seguro de saber quién es». Así, uno tras otro, iba leyéndolos y subrayando, con un lápiz amarillo que tenía impresas las siglas de su formación, aquellos sobre quienes tenía consciencia de haber ejercido cierto nivel de nepotismo de forma directa. Revisó la lista varias veces y al final contó cuántos nombres tenía subrayados: 37. «Son 23 mujeres y 14 hombres», pensó sonriendo al recordar una frase muy ingeniosa acerca de la paridad que había soltado el presidente en el último Consejo de Ministros que se había celebrado de forma virtual con medios telemáticos y con cada ministro en su casa a excepción de aquellos que formaban parte del gabinete de crisis. También recordó como todos “y todas” se habían reído tras una incómoda pausa inicial. En realidad, lo que habían hecho era reírle la gracia al presidente, pero fue unánime y bastante bien orquestada, como si lo hubieran ensayado antes. Ahí fue donde comenzó a preocuparse. Se dio cuenta de que llevaba mucho tiempo haciendo eso y permitiendo que otros lo hicieran con él. Releyó la lista. No fue capaz de encontrar a nadie que hubiese sido crítico con él de forma abierta, directa, no halló a ninguno que le hubiese contradicho o discutido alguna de sus órdenes, de sus decisiones. Acaso en alguna ocasión, alguno podía sutilmente referirle alternativas, pero poco más. Nadie se oponía a sus órdenes con firmeza como tampoco él lo hacía a su presidente: ese que debía serlo de todos, de aquellos que le votaron y de los que no. Eso no podía ser bueno. Esa realidad no era más que una mentira, una falsedad a la que se habían acostumbrado y en la que se veían sumidos sin capacidad, y probablemente sin ganas, de salir. Habían perdido la visión crítica. No eran capaces de analizar con objetividad la realidad. No discutían, incluso aunque esto pudiera ser objeto de críticas por supuesta desunión cara al exterior. Recordaba como otro ministro había estado comentando instantes antes de una rueda de prensa los datos que ofrecería acerca de la reducción en las apuestas deportivas desde que se había decretado el confinamiento y se habían paralizado las actividades deportivas profesionales susceptibles de las mismas. Todos los que estaban a su alrededor aplaudían los datos, incluso se recordaba a sí mismo dándole la enhorabuena. Pero aún peor, cuando comenzaron las críticas nada más terminar su «Percibimos que al no haber competiciones deportivas, las apuestas se han reducido de forma extraordinaria, pero ha subido el consumo de juegos de azar online como casinos, ruletas y póquer…», los miembros de su gabinete se preocuparon más en justificar ante el ministro una supuesta campaña de descrédito contra él —que, estuviera orquestada o no por quien fuese, él mismo había iniciado con sus desafortunadas declaraciones— que en reconocer la falta de perspicacia en la forma de transmitir la información ya que, incluso podía ser ofensiva, pues atentaba contra la inteligencia de cualquiera que lo oyese con cierto intelecto y aptitud invectiva. Ayer mismo, antes de una rueda de prensa de otro ministro en la que se estaba barajando datos acerca de la reducción de accidentes de tráfico durante el confinamiento, se vio obligado a intervenir pidiendo que se obviase esa información o se facilitasen de forma extremadamente cuidadosa. Se recordaba así mismo comentándole al ministro: «Joder, cualquiera sabe, ministro, que, si no circulan coches, no puede haber accidentes». El otro ministro, sorprendido porque un colega le dijese que no debía lanzar esos datos ante los medios, le dijo: «Bueno, no sé, son datos positivos y la gente necesita buenas noticias, ¿no?» Él le miró un tanto desconcertado. Sonrió y se marchó. Afortunadamente el ministro no dio esos datos durante la rueda de prensa. Tampoco le agradeció la recomendación. Lo que resulta obvio es que se libró de una buena crítica gracias a é. «Tal vez —recapacitó— me estoy volviendo un díscolo por decir lo que pienso».
Volvió a mirar la lista. Los 37 eran demasiados. No podía llamarlos uno a uno esa tarde. Además, era domingo y, aunque estaba convencido de que le cogerían el teléfono en el mismo instante en que viesen que era él quien llamaba, le parecía de mal gusto hacerlo con ellos para lo que necesitaba, pues era una cuestión de índole personal, así que decidió reducir la lista. Quedaron 5: 4 hombres y una mujer. En esta ocasión, la paridad fallaba… sonrió. A los 5 los vería al día siguiente, ya en el ministerio. Para ellos el confinamiento no había sido doméstico. Todos trabajaban como negros, al menos hacían cosas… como negros. De eso no tenía ninguna duda y estaba convencido de que no paraban y lo daban todo por él e intentaban sacar para adelante cada ocurrencia sin rechistar. El ministro intentó discernir dónde se detenía ese sinsentido. Dónde comenzaba la cordura y desaparecía la ceguera que les impedía ver la realidad. Porque estaba convencido de que en la calle, donde ya no se debían esa espuria fidelidad que ahora mismo le hacía sentirse sumamente solo, la gente pensaba con mayor o menor acierto, con mayor o menor objetividad y podía entender con la mayor o menor influencia de los medios de comunicación de un color u otro, o de otros políticos de un signo u otro, o de los cuñados, cuál era la realidad a la que se enfrentaban. El ministro pensó que habría sido mejor haber recibido una negativa a tiempo que verse inmerso en la terrible catarata de medias verdades con la que tenía que enfrentarse cada día, asumiendo aquellas que caerían sobre él y que sobrellevaría con la escasa dignidad que le quedaba a la espera de un pronto olvido, frente a otras que, reconocidas como falsedades, no era capaz de asumir por más que supiese que siempre habría alguien que se la recordaría, pero a esas alturas ya había perdido la vergüenza y no le importaba, hasta entonces, el recuerdo de la falsedad.
Cogió el teléfono. El primero de la lista era amigo de la infancia. Marcó el número. Tenía claro qué le iba a preguntar: «¿Confías en mí?» El problema para él era que ya sabía la respuesta.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 17 de mayo de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera