Maldito perro. Historias de un encierro (II).



Estaba solo. Completamente solo. Como muchos. Nunca le habían gustado los perros y desde que habían decretado el confinamiento los odiaba. En el fondo sentía algo de envidia, no tanto por los perros como por sus dueños, y, aunque seguramente podía conseguir uno para, al menos, salir a pasear un rato, no los soportaba, les tenía un miedo atroz, irracional tal y como es habitualmente el miedo. Era incapaz de estar con ellos. De pequeño, le habían contado muchas veces sus padres, un gran perro se acercó donde él estaba jugando y comenzó a ladrarle. Muy cerca, demasiado. Probablemente no quería hacerle nada, pues nada le hizo, probablemente solo era curiosidad, pero la impresión que le causó fue tal que desde entonces no podía estar cerca de ninguno de ellos. Ya no recordaba la anécdota, pero algunas noches sufría pesadillas en las que notaba, esa era su sensación, el aliento de un inmenso perro frente a él, inmóvil, ladrándole. Él, paralizado, solo deseaba despertarse del sueño para que el maldito perro desapareciese.

Por desgracia, su edad y su delicada salud no le permitía más que salir a hacer la compra escasamente una vez a la semana para evitar el contacto con posibles contagiados, por más que frente a su casa tuviese un magnífico parque, que tanto echaba de menos y del que hasta no hacía mucho disfrutaba cada día y que ahora, en horas punta, se llenaba de dueños con sus perros paseando, porque nadie podía negarle el hecho de que eso era lo que hacían: nada de sacarlos a hacer sus necesidades y regresar a su casa. Él se limitaba a contemplar con desazón desde su casa el desfile diario de animales. Uno de esos dueños con uno de esos perros resultaba ser vecino de su bloque. Era un chico joven, bueno, probablemente de mediana edad, pero a su lado bien pasaba por mozuelo, que hasta donde sabía debía vivir solo con su perro una planta por encima de él. En alguna ocasión, antes de la pandemia, se lo había encontrado en el portal, incluso en el parque y el joven, procurando mantener sujeto a su perro, pues le había notado el miedo, al igual que el animal, siempre le había ofrecido un amable saludo al que respondía con un leve movimiento de cabeza más preocupado por evitar el contacto con el perro que por responder al chico. Le gustaba, aunque con la debida distancia, porque nunca le había soltado la manida frase «Si no hace nada…» que tanto le fastidiaba, además, el perro, cuya raza desconocía, aunque era de pequeño tamaño y pelo corto color marrón clarito, parecía comportarse de forma educada y se mantenía cerca del dueño, incluso tras él, cuando se le acercaban.

Cada día, asomado a la ventana del salón, que era su forma de disfrutar del parque, los contemplaba dando su paseo matutino y al regresar, el dueño del perro le hacía un gesto con la mano saludándole al que él respondía moviendo ligeramente la cabeza con una sonrisa mezcla de forzada amabilidad y cierto rencor por verse en su situación mientras que él, ellos, podían disfrutar del parque como hacía él hacía ya demasiados días.

Una mañana se cruzaron, él regresaba de hacer su compra semanal. Llevaba guantes y mascarilla. El dueño del perro no. «El perro tampoco», pensó guardándose una sonrisa para él mientras se saludaban.

—¿Está usted bien? —le preguntó mientras ordenaba sutilmente a su perro que se mantuviese quieto.
—Sí, gracias, muy amable. Un poco cansado de estar encerrado…
—Le comprendo. Si necesita algo solo tiene que pedírmelo.
—Muchas gracias —respondió mientras se dio cuenta de que el perro lo miraba, al menos esa fue su impresión. Le pareció que el perro lo observaba fijamente, incluso tuvo la sensación de que sentía pena por él. Fue un instante, solo un segundo, pero no pudo evitar pasarse el resto del día con esa imagen del animal contemplándole.

Los días siguieron discurriendo con pausada anormalidad. Escuchaba las noticias por la radio, leía, hacía algo de ejercicio siguiendo las instrucciones de un programa de televisión en el que una señora entrada en años, pero claramente más joven que él, explicaba unas tablas básicas para no perder la forma, preparaba sus comidas con cierta solvencia, pues había encontrado un libro en su casa en el que enseñaban «Recetas básicas de supervivencia», ese era el título, todo para intentar olvidar, en la medida de lo posible, la imperiosa necesidad de disfrutar de su querido parque.

Una mañana, otra más, asomado como ya era costumbre en él a la ventana de su salón contempló a su vecino con el perro de regreso al bloque, al menos eso pensó. Por un instante sintió que el animal lo miraba, como había ocurrido la semana anterior. Acto seguido, de un tirón, el perro salió corriendo y su dueño, llamándole al principio y gritándole después, comenzó a perseguirle al ver que no obedecía. Al cabo de un instante los perdió de vista y él prosiguió la meditativa contemplación de su querido parque. Pasados unos minutos unos golpes sonaron en la puerta de su casa. No era el timbre y le resultó extraño, pero resultaba obvio que estaban llamando a su puerta. Se dirigió a ella. Se asomó a la mirilla. No vio a nadie y la abrió. Allí estaba el perro, el perro de su vecino. Sentado sobre sus patas traseras. Con la correa en la boca. Jadeando. Hubiera jurado que estaba sonriéndole, como ofreciéndose para que lo que necesitase. Al principio se asustó y su impulso fue cerrar la puerta de un portazo, de hecho, la sujetó con firmeza para hacerlo, pero el perro giró su cabeza y dirigió su mirada a la mano como indicándole que no tuviera miedo. Él respiró profundamente y haciendo de tripas corazón se mantuvo firme. El perro repitió el gesto ofreciéndole la correa. Se agachó y la cogió. No pudo evitar acariciar la cabeza del animal. Sonrió. El perro también. Y salieron a pasear.


Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 26 de abril de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera