Estaba solo. Completamente solo. Como muchos. Pero no era porque estuviese separado de su familia a consecuencia del confinamiento. Era porque no tenía familia. No la tenía desde hacía muchos años, así que el aislamiento para él no era nuevo. Nada nuevo, sin embargo, antes paseaba. Todos los días lo hacía. Tal vez le servía para olvidar su soledad, tal vez solo era la forma que había elegido para conservar algo de su agilidad de antaño. Cuando oyó que tendría que quedarse en casa, supo que sufriría. Los primeros días decidió hacer su compra en una de las escasas tiendas del centro que quedaban abiertas, no por el virus, sino por la realidad económica que se había impuesto en los últimos años y que había provocado el cierre de las pequeñas tiendas familiares. «No se habían reinventado», tenían la osadía de criticar algunos. «¿Quién puede reinventarse cuando lo que te toca es descansar después de años dedicados a servir a los demás?», pensaba él. El caso es que ese paseo matinal le ayudaba a mantenerse en forma, pero un día le pidieron su identificación y comprobaron que su pequeño domicilio se encontraba en el otro extremo de la ciudad. El agente le pidió por favor que no volviese a esa zona para evitar problemas de carácter sanitario. Él asintió en silencio, aunque no terminó de entender por qué debía obrar así, pues llevaba guantes y mascarilla como habían recomendado las autoridades. Regresó a su casa sin completar la exigua compra que pretendía hacer para excusar su paseo. Subió las escaleras con esfuerzo, sabía que no era lo mejor para su rodilla, pero no quería desistir en su afán por hacer algo de deporte. Llegó a su piso. El tercero. Abrió la puerta y entró. Era una casa pequeña, muy pequeña. Suficiente para una sola persona. Siempre había soñado con tener una gran casa, en el campo. «Donde pudiera vivir mucha gente o, al menos, donde mucha gente pudiera quedarse algún que otro fin de semana, que luego pueden ser muy pesados», sonreía para sí. Pero no tuvo suerte, la vida no le doy lo que buscó. Y no había sido por falta de esfuerzo que bien que había trabajado, en cualquier sitio y bien que había hecho lo posible por prosperar, con los medios a su alcance, que no fueron, muchos, eso sí. Nunca tuvo éxito. A veces reflexionaba sobre qué podía haber hecho mal durante su existencia para haber terminado así. Tenía una ridícula pensión que apenas le daba para tomar un vaso de vino el sábado a mediodía en el pequeño bar del barrio, el de abajo, en la esquina. No tenía caprichos, no solo porque no los necesitase, sino porque no podía permitírselos. Y, sin embargo, sentía que le faltaba algo. Deseaba saber cuál había sido su error.
No solo había fracasado en lo económico, en lo personal, tampoco había obtenido grandes satisfacciones. Nunca tuvo una pareja con la que compartir experiencias. Conoció chicas, claro, pero tal vez fue demasiado exigente, tal vez no consiguió congeniar con ninguna de ellas por su carácter amargo, el caso es que sus relaciones fueron breves. Ni siquiera era capaz de rememorar alguna mujer que le hubiese satisfecho más allá de los placeres carnales para los que, como a veces pensaba, no las necesitaba. No era mal hombre, «No soy mal hombre», pensaba. No tenía vicios, sabía valerse por sí mismo, nunca fue demasiado guapo, pero tampoco era feo, era habilidoso, amable, por supuesto, en su cabeza no cabía la posibilidad de hacerle daño a nadie por más que alguna situación pudiese complicarse. «La violencia no es la solución», recordaba a veces cómo había separado a dos jóvenes que estaban discutiendo muy acaloradamente en un parque cuando el chico comenzó a empujar a la chica y él se levantó inmediatamente de su banco para interponerse. También recordaba como ambos comenzaron a reírse de él cuando les espetó la frase. Seguramente su problema era la profunda amargura que le llenaba el alma. Nunca supo averiguar si siempre tuvo esa aflicción o si fue la vida la que provocó en él con sus ingratos —e injustos según pensaba él— devenires tan profunda tacha. «¿Quién podría quererme así?», no dejaba de pensar en su amargura.
Se sentó en el único sillón del salón que hacía las veces de comedor unido a la cocina, que no era más que un fogón y un fregadero colocados en uno de los rincones de la estancia junto a una pequeña nevera. Estaba frente a la tele que hacía años que no encendía desde que se estropeó. La luz de baño estaba encendida. Había olvidado apagarla. Pensó en la factura, por más que hubiera oído en la radio que el gobierno aseguraba que nadie sin recursos se quedaría sin medios para subsistir y que tendrían cubiertas sus necesidades básicas. Recordaba la frase así, más o menos. Era mucho más larga y enrevesada, pero venía a decir eso. Y eso era lo que querían que la gente pensase. Cuando la oyó, sonrió, no podía hacer otra cosa. Se levantó, se acercó a la nevera. La abrió. Estaba vacía, como siempre. No buscaba nada en concreto, solo quería ver su luz. Amarillenta, casi enfermiza. Deseó morir. Ya no iba a hacer nada. Entonces recordó. Se dirigió a su dormitorio. Apenas la cama y un destartalado armario de un cuerpo en el que guardaba un par de camisas y pantalones, algo de ropa interior y un abrigo para invierno. No había zapatos, los que tenía eran los que llevaba puestos. La ropa no estaba excesivamente limpia, pero no porque fuera descuidado, sino porque procuraba no encender la lavadora que tenía en el baño para reducir gastos. También estaba la maleta. Era lo que buscaba. La sacó y la colocó sobre la colcha que tapaba la cama. Allí estaba lo que buscaba: papeles. Folios en blanco con el membrete de una de las empresas para las que trabajó. Se los llevó el día que le despidieron. Fue su venganza. Luego, absurdamente arrepentido, regresó para intentar devolverlos, pero no le dejaron pasar. Regresó con ellos a su casa y allí estaban desde entonces. Cogió varias hojas y uno de los bolígrafos que también les había hurtado. Se los llevó al salón. Se sentó y comenzó a escribir y a escribir. Contaba su vida, sus amarguras. Contaba cuentos, historias inventadas. Contaba cómo habría deseado vivir. Contaba las lecciones de historia que recordaba de cuando iba a clase. No le importaba que en su mente bailasen fechas y personajes, él lo escribía todo. En cuatro o cinco semanas había gastado los paquetes de folios que conservaba, pero aún necesitaba seguir escribiendo. Bajó, sabía que todo lo que no era primera necesidad no podría encontrarlo. Preguntó al tendero: nada. Después al estanquero: le dijo que intentaría hacerle llegar un paquete. Entonces recordó el gran esfuerzo que le supondría pagarlo. Tendría que hacer algún sacrificio. Le preguntó si sabía de algún lugar en el que ayudasen a la gente necesitada. Era orgulloso, no quería reconocer su situación y mendigar estaba fuera de lugar para él. Siguió sus indicaciones y avergonzado llegó a la recepción de un centro de acogida. No le dejaron pasar hasta que fue desinfectado. «Solo quiero papel», les dijo, «Folios, hojas en blanco, por favor. No las encuentro en ningún sitio». Extrañados, al cabo de una breve conversación, le facilitaron un paquete de folios. Mientras esperaba observó el lugar. Estaba vacío, pero el personal que allí trabajaba iba de un sitio a otro llevando carritos con bandejas de comida, ropa, incluso libros. Los residentes estaban encerrados en sus habitaciones. Confinados. Tomó el paquete y regresó a su casa. Se sentó en el sillón y siguió escribiendo hasta que no le quedaron fuerzas.
Meses más tarde descubrieron el cadáver. Nadie había dado la voz de alarma porque nadie había que pudiese echarle de menos y durante el confinamiento, a pesar de que el olor fue durante un tiempo intenso, no resultaba prioritario comprobar la procedencia de esa pestilencia. Fue un trabajador de una de las empresas de suministros básicos el que sospechó. Había ido varias veces a reclamar el pago para su compañía. Había dejado varias notificaciones y finalmente dio el aviso a la policía que con una orden judicial abrió la puerta. Lo encontraron recostado en su sillón. A pesar de la descomposición, parecía feliz, estaba feliz, sonriente. Sobre la mesa, ordenadas había cientos de hojas escritas. Eran cartas, cartas escritas desde lugares donde no estuvo a gente que nunca conoció. Eran cartas a nadie porque a nadie conocía para mandárselas, pero así lo hizo y así murió, escribiendo cartas.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 19 de abril de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera