»Como resultado de todo esto, es evidente que el equilibrio de fuerzas geopolítico habrá cambiado —prosiguió el profesor casi sin respirar intentando atraer la atención de sus oyentes y, tal vez, en un último esfuerzo conmoverlos para convencerlos—, pero también la sociedad y esto es importante, trascendental si lo prefieren, tanto que las consecuencia de esta metamorfosis social son difícilmente predecibles porque cada vez que acontece un cambio tan radical como este, una revolución, las previsiones políticas se ven superadas por la realidad social, por la reacción de las gentes, y la política termina retorciéndose para adaptarse al nuevo escenario… aquí, tal vez, consigan controlar el cambio, pero hay naciones en las que esto no será posible incluso aunque ustedes las subyuguen económicamente.. Y entonces no habrá régimen capaz de someter la revolución. Ustedes darán un gran golpe. Es indudable. Además, lo harán con suma brillantez, porque doy por hecho que su decisión no dependerá de mi discurso, ya que no habrá derramamiento de sangre directo bajo el auspicio de una declaración de guerra, más bien sometiendo económicamente a los pueblos. Convertirán en serviles a quienes hasta hace poco servían. Repito: brillante. Pero tengan en cuenta que esta guerra mundial no se desarrollará en la única batalla que ustedes contemplan. Perdurará. Y la gente resistirá. Y las consecuencias de este reto para la humanidad ni ustedes ni yo podemos anticiparlas. Son demasiados los factores que intervienen y demasiados los parámetros a analizar. Probablemente mis estimaciones son acertadas solo en el corto plazo, en lo que casi no hace falta predecir porque es coherente en sí mismo, pero más allá de eso, nadie sabe ni puede saber... Conseguirán, estoy seguro de ello, momentos de gloria que enaltecerán el espíritu nacional para su pueblo y posiblemente sirva para justificar su permanencia alguna que otra generación más, ya ven que no se me escapa que solo ustedes serán los favorecidos. Obtendrán su recompensa y la disfrutarán posiblemente durante el resto de sus vidas, pero no estén seguros de que sus hijos o los hijos de sus hijos puedan disfrutar esta transformación del mismo modo. La revolución conlleva sangre y la que se derrame en esta pandemia que ustedes quieren provocar no será la única. Ténganlo por seguro.
El profesor se sentó. Estaba cansado, muy cansado. Se sentía culpable. Los rostros impasibles que le rodeaban le miraban impertérritos. Eran rostros duros, serios, severos. El suyo era un rostro afable, lo sabía porque su nieta siempre se lo decía: «Abuelo, tu cara es bondadosa…». No quería que su nieta sufriese las consecuencias de la pandemia, no quería que enfermase a causa de ella, pero tampoco quería, si la superaba, que se viera sometida a la dura realidad económica que sobrevendría. Él no llegaría a conocer esa nueva realidad, antes o después moriría, si no era el virus, sería la edad, pero su fin estaba cerca y sus previsiones mostraban indicios de recuperación tras varias, dos o tres, décadas. Sabía, además, que, transcurrido ese tiempo, otra gran crisis acontecería, no sabía de qué tipo sería, aunque estaba seguro de que llegaría, pero para entonces ya no estaría intentando aconsejar a quienes quisieran oírle. Dijo en voz queda:
—Qué estúpidos somos los humanos, incapaces de aprender de nuestros propios errores por más que los cometamos una y otra vez, pero qué maravillosa es nuestra capacidad de sobreponernos a ellos, aunque suponga el sacrificio de muchos a los que alabaremos por su valentía, entrega y coraje, pero que morirán por la ineptitud de algunos y la codicia de unos pocos.
Ya nadie le oía. El profesor se echó hacia atrás reclinando el respaldo de su sillón que apenas sonó. Todos miraban a los dos presidentes que estaban susurrándose al oído algunas cuestiones mientras el profesor miraba desinteresadamente el techo de la gran sala de reuniones.
—Gracias profesor. Puede retirarse.
Esa fue la única frase que escuchó tras su extensa exposición. Solo eso. Se levantó visiblemente apesadumbrado. Rodeó la mesa sin mirar a nadie y se acercó a la puerta. La abrieron desde fuera. Alguien estaba esperándole. Miró el reloj. Eran las doce en punto. Llevaba demasiado tiempo hablando. Estaba muy cansado. El joven le invitó a seguirle. Llegaron al vestíbulo. Sus maletas estaban hechas. Miró sorprendido al joven, quien le ignoró, y se las llevó al taxi que estaba en la puerta. Le dijo al taxista unas palabras ininteligibles para él y le dio un fajo de billetes. Luego con una reverencia se despidió del profesor y le entregó un sobre y un pequeño maletín de mano.
—¿Qué es esto? —preguntó el profesor sujetando de la mano al asistente.
—Guárdelo usted bien y cuando llegue al aeropuerto ábralo y utilícelo siguiendo las instrucciones —le respondió con un perfecto acento británico acompañado de una mirada desinteresada.
No dijo más. Le invitó a entrar abriéndole la puerta del vehículo y volvió a despedirse inclinando leventemente la cabeza, menos que antes. Cerró la puerta. Se dio la vuelta y regresó al edificio. Llovía. Pero el profesor no fue consciente de ello hasta que el vehículo se puso en marcha y salieron del ostentoso porche del complejo. Abrió el sobre. Había un billete de avión a su nombre y el resguardo de una transferencia con un inesperado segundo pago por su trabajo. El texto que acompañaba le daba las gracias por sus servicios. Estaba impreso. Lo firmaba el presidente de la corporación que le ofreció el trabajo. La firma también estaba impresa. «Probablemente —pensó— ni siquiera exista». Abrió el maletín. Allí dentro estaba su móvil: sin batería. También una bolsa de plástico de color negro con una tira elástica anudada. Deshizo el nudo. Abrió la bolsa. Dentro había una mascarilla y un pequeño frasco en el que estaba escrito el texto «monodosis». Cerró la bolsa y se echó hacia atrás abatido. Sacó un pañuelo y se enjugó las lágrimas.
Imagen de la red de origen desconocido.
En Mérida a 11 de abril de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera