—Estamos resistiendo, ¡seguid así! —gritó con
marcado acento genovés el general a sus tropas, a pesar de que sabía que no
lograrían aguantar mucho tiempo más. Aquello no era como años antes, recordó,
en 1343, cuando recibieron la ayuda de tropas aliadas italianas para deshacerse
del asedio de la Horda Dorada.
Jani Beg, el kan de Kipchak, sucesor de Öz
Beg, su padre, llegó al trono tras asesinar a sus dos hermanos. Corría el año
1341 y los mongoles, bajo el mandato de su nuevo kan, iniciaron una serie de
campañas bélicas contra las colonias genovesas asentadas en la península de
Crimea opuestas a la política de confraternización, tensa, eso sí, — la historia
reciente no había sido precisamente pacífica—, llevada a cabo por Öz Beg, quien
llegó a ceder tierras a los genoveses en Tana para mejorar sus conexiones
comerciales de las que obtenía buena tajada. Caffa, se había convertido en una
ciudad próspera y cosmopolita que amenazaba el control que ejercían los
musulmanes en la zona. Jani Beg no toleraba ese impulso comercial que comenzaba
a escaparse de su dominio y atacó Tana de donde huyeron los comerciantes
italianos hacia Caffa que resistió gracias al apoyo de sus aliados italianos.
El sitio de 1343 fue un terrible fracaso que el kan no podía consentir y repitió
el asedio en 1345 con numerosas tropas, a pesar de que las pérdidas sufridas en
el sitio anterior—cerca de 15.000 mongoles perdieron la vida— habían sido
considerables. «Caffa no resistiría» era el pensamiento que Jani Beg tenía
grabado a fuego en su mente. Habían tomado toda suerte de medidas para evitar
un nuevo fracaso, incluso contaban con un aliado inesperado, pero interesado en
las posibles consecuencias comerciales de la derrota genovesa: los venecianos.
Además, la determinación del kan era tal que sus tropas confiaban plenamente en
la victoria. Sin embargo, los genoveses encontraron un socio fortuito: la
peste. Entre las tropas mongolas, seguramente a consecuencia de la falta de
higiene y de la presencia de ratas contagiadas provenientes del Medio Oriente,
se propagó la enfermedad con las picaduras de las pulgas. La Yersinia pestis,
una enterobacteria anerobia, comenzó a hacer de las suyas y los soldados
mongoles fueron muriendo por cientos con la piel azulada entre altas fiebres y
pútridas purulencias que surgían amorfas en sus ingles y axilas, doblegando las
fuerzas del kan. Los mongoles decidieron deshacerse de los cadáveres lanzándolos
en sus catapultas sobre la ciudad. La lluvia de muertos debió crear un profundo
estado de conmoción entre los habitantes de Caffa. Los rostros amoratados de
los fallecidos provocaron el pánico entre los pobladores, algunos huyeron en
barco sin saber que los cadáveres no podían contagiarlos, por más que
considerasen que dichos cuerpos putrefactos emitían miasmas cuyos vapores podían
provocar la enfermedad al ser inhalados. Los genoveses intentaron deshacerse de
los cuerpos lanzándolos al mar y probablemente eso provocó su contagio al
facilitar las picaduras de las pulgas, verdaderas artífices de la transmisión
de la enfermedad, que se encontraban entre los pliegues de las ropas de los
fallecidos. Las pulgas, por tanto, hicieron de las suyas y contagiaron a muchos
que con su huida propagaron la enfermedad al resto de Europa.
Caffa finalmente se salvó, pero el precio que
pagó la humanidad como consecuencia de la guerra bacteriológica iniciada por
Jani Beg fue terrible. Durante la expansión de la enfermedad se estima que murieron,
atendiendo a estadísticas conservadoras, al menos la mitad de la población
europea, que se acercaba a los ochenta millones de habitantes por aquel entonces.
El origen real de la expansión de la enfermedad fue la guerra comercial que
surgió entre los mongoles de la Horda Dorada y la colonia genovesa, aunque como
es lógico pudieron existir otras fuentes de propagación. La transmisión de la enfermedad
por Europa se produjo a través de las rutas comerciales existentes de las que
se aprovecharon las pulgas y las consecuencias devastadoras provocaron una
desorganización socioeconómica tan profunda que Europa, que estaba iniciando su
salida de la oscura época medieval, recayó nuevamente en ella. Solo
consiguieron salvarse aquellos que pudieron huir de la ciudad al campo, es
decir, las familias acomodadas que tenía propiedades rurales aisladas de los
focos de contagio que se encontraban en las ciudades donde el hacinamiento y la
falta de higiene facilitaban el contagio de la enfermedad. Curiosamente, muchos
habitantes de pequeñas poblaciones e incluso campesinos abandonaron por miedo
sus más o menos seguras localizaciones para buscar auxilio en la ciudad,
provocando un incremento de mortalidad.
Las consecuencias económicas de esta profunda
carestía de mano de obra fueron muy variadas y en cada país se manifestó de
forma diferente, pero, en términos generales, puede afirmarse que provocó el
aumento de salarios al ponerse en valor el trabajador cualificado frente al peón
ordinario, pues los rentistas y empleadores no conseguían mano de obra suficiente
para el desempeño de las labores requeridas. Por tanto, el incremento de la
demanda de trabajadores se disparó y consecuentemente su precio, es decir, su
salario, lo que redundó positivamente en la calidad de vida de estos que mejoraron
su alimentación al ver incrementado su poder adquisitivo y descubrieron algo
parecido al ocio con la aparición, entre otras cosas, de las tabernas.
Desgraciadamente esta mejoría trajo como corolario la prolongación intencionada
de los conflictos bélicos, pues la empobrecida nobleza carente de la
servidumbre que le proporcionaba el feudalismo solo veía en el reclamo de impuestos
de guerra la fuente de ingresos suficiente para salvaguardar su anhelado nivel
de vida. Además, sirvió de excusa para el multitudinario y multinacional pogromo
judío incentivado por la nobleza y la alta jerarquía eclesial endeudada que vio
una magnífica oportunidad de limpiar sus créditos al deshacerse de sus
prestamistas acusándoles de propagar la enfermedad. De otra parte, la religión,
siempre atenta a las cuestiones socioeconómicas, encontró en la propagación de
la enfermedad una magnífica fuente de ingresos que hicieron crecer
exponencialmente sus arcas, gracias al negocio de la venta de indulgencias. Los
pingües beneficios obtenidos por la venta de estos documentos que protegían, como
si de un sistema profiláctico se tratase, frente a la enfermedad a quienes podían
pagarlos, facilitó el acceso a nuevas propiedades, terrenos y todo tipo de
bienes a la Iglesia, además de constituir fuentes de ingresos capaces de
costear la construcción de sus inmuebles, no solo los templos.
Junto al informe de la peste del siglo XIV,
se encontraban sobre la mesa otros extensos informes, escritos por reputados historiadores,
sociólogos y economistas, referentes a la Gripe Española de 1918, a la Plaga de
Justiniano que diezmó el Imperio Romano de Oriente durante el siglo VI y la
gran peste China originada en Yunnan en 1885. También había varios informes de
transmisiones de enfermedades más recientes en el tiempo. Todos esos documentos
tenían un extenso capítulo final de consecuencias económicas. Cada uno de los
presentes alrededor de la gran mesa de caoba tenía una copia de cada documento.
Las últimas páginas de estos, las correspondientes a las conclusiones económicas,
estaban profusamente subrayadas y presentaban numerosas anotaciones hechas a mano.
Nadie se atrevía a hablar.
Imagen: El triunfo de la Muerte, Bruegel El
Viejo, Pieter, 1562 - 1563. Óleo sobre tabla, 117 x 162 cm
En Mérida a 1 de marzo de 2020.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera