Un soldado sin bandera (III).





Caminaron, caminaron y caminaron. Roberto quería alejarse, escapar de la guerra, de una guerra sin sentido para él que le había colocado en las manos un fusil que no sabía manejar y que le había separado de su mujer y de su hermano, de su familia —sus padres ya murieron y de su hijo, aún no nacido, solo sabía por algunas cartas que su mujer dictaba al párroco del pueblo y que a él le leían en los cafés—. No los volvería a ver, a su hijo no llegaría a conocerlo, pero tenía claro que no quería morir. No al menos sin luchar por sobrevivir, profunda paradoja la que enfrenta mente y cuerpo de este miliciano no creyente e inculto por mor de las circunstancias. Quiere comprender por qué debe matar a unos y no a otros, pero siente que eso le puede, vence sus ideales que se reducen al trabajo, al esfuerzo y al sudor para ganar un pan que no quiere comer, que quiere para su mujer y su fututo hijo y que deseaba mandar desde la capital, como mucho otros compañeros suyos del campo ya hicieron, para paliar el hambre de su familia. Pero la guerra, la maldita guerra terminó con su cuento. Lo había imaginado miles de veces, lo habló con su mujer, incluso con su hermano. Ninguno quería su sacrificio, pensaban que podrían subsistir allí, en el campo, con la pequeña parcela que les había dejado su padre y que con su hermano trabajaban cuando el sol se ponía, antes trabajaban las tierras del señor, del señorito, porque aún era un jovenzuelo, pero apuntaba maneras. Allí los explotaban, en sus exiguas tierras se remataban. En la cama, de paja, descansaban sus huesos maltrechos y sus músculos agarrotados. Su mujer siempre le dejaba preparada la cena, cuando había. Si no estaba el plato en la mesa, él jamás se enfadaba, sabía que no había qué dejar. La miseria los acompañaba, pero la sobrellevaban con lo poco de dignidad humana que les quedaba. Ahora, la guerra los había separado para siempre.


La guerra no sabe de fronteras, ni de límites, arrasa con la pobreza ya sea allí o aquí, separa a quienes estuvieron unidos por el hambre y solo unos pocos creen en los ideales que defienden unos u otros, pero a ellos la guerra les afecta menos y salvaguardan sus vidas —a pesar de sus férreas convicciones— escondiéndose tras los pobres que, sin entender los motivos, se matan pensando que tras la muerte del contrario está su libertad. Pobres ilusos que no saben que si sobreviven a la guerra su penuria no hará más que prolongarse y persistirá su pobreza hasta que la muerte les llegue, sea en guerra, sea en paz.

Roberto se detiene. Está cansado. Juan se detiene tras Roberto. Él no parece cansado. Casi se tocan, la espalda de Roberto roza el pecho de Juan. Roberto mira hacia atrás, molesto, incómodo. «Sepárate un poco, por favor». Juan obedece. Da un paso atrás sin dejar de mirarle. «Creo que vamos a parar», Roberto no pregunta, no espera respuesta de Juan más allá del «Mi madre me mandó a por pan», sin embargo, Juan asiente. Se sienta en el suelo, allí mismo, en medio de la nada, en medio de la meseta vacía, inerme, inculta, alejada de la capital, lejos de cualquier vestigio de vida humana, animal y casi vegetal. Nada más pararse siente el frío. Están ateridos. Roberto le dice a Juan que se levante, que van a buscar un refugio antes de que la noche se les eche encima. Roberto levanta la vista. Mira hacia atrás. Ve humo. El perfil de la ciudad ha desaparecido, pero las señales de la guerra siguen ahí. Deben seguir huyendo. Atravesando esos campos antes heridos por el arado, ahora abandonados por la guerra. Parece que quemaron la cosecha. Hay restos de ceniza esparcidos por el suelo y el aire levanta pavesas que les provocan fuertes ataques de tos. «Debe haber algún refugio por aquí», piensa Roberto en voz alta. Juan le mira a los ojos. Sigue sentado, Roberto sabe que hasta que no se ponga a caminar no conseguirá que se levante. Otea el horizonte buscando indicios de algo que pueda serles de utilidad. Nada, aquello es la nada. Cuánto echa de menos de su tierra. Pero sabe, aprendió de pequeño a orientarse, que su tierra está al sur y él, ellos, se dirigen al norte, lejos de su hogar, más lejos aún. Decide proseguir, «Vamos» le dice a Juan. Juan se levanta y comienza a caminar con sus pasos cortos y rápidos. Se acerca a Roberto, se coloca detrás, muy cerca. Roberto le mira. Siente pena, una profunda pena. Le ofrece la mano. Juan le mira. Siente miedo, un profundo miedo. Pero finalmente se la da. Roberto tira de él. Juan le sigue. Van agarrados. Uno casi al lado del otro.

Al cabo de un buen rato, con la noche ya sobre ellos, Roberto intuye una construcción cercana. Parece abandonada, pero que no haya luz no es garantía de nada como bien sabe. El miedo hace que la gente se esconda y no manifieste su presencia. Querría acercarse dejando atrás a Juan, pero intuye que eso no es buena idea, tampoco le parece que puedan acercarse ambos con suficiente sigilo como para que no sean descubiertos si hay alguien malintencionado dentro. Poco importa, en realidad, la buena o mala intención del que esté dentro, porque no conoce la mala o buena intención del que se acerca, otra incoherencia que la guerra inculca en los cerebros de la gente. El miedo aflora por doquier y cualquier gesto puede ser interpretado como acción de guerra y recibir como reacción un disparo que acabe con la vida de alguien sin que medie mala intención alguna.

Roberto se lleva el índice de la mano derecha a los labios. Juan repite la acción, ya la conoce, la han repetido un par de veces a lo largo del día, así que sonríe, le resulta familiar. Es la primera vez que Roberto le ve sonreír. Él aún no lo ha hecho. Pero el gesto de Juan reblandece su corazón y responde también con una sonrisa. «Vamos», le dice.

Se acercan discretamente, agachados, casi tumbados, apoyando de vez en cuando las manos en el suelo para atenuar el dolor de los lomos. Nadie enseñó a Roberto la suficiente instrucción militar como para saber que deberían acercarse arrastrándose, procurándose el avance con los codos y antebrazos, sin importarles la suciedad de sus ropas. «Es la forma más segura de llegar sin ser visto», le habrían dicho durante su entrenamiento, pero no alcanzó a recibir esa formación. Cuando estuvieron pegados a uno de los muros de la especie de cabaña comprobaron que las otras paredes estaban derruidas, que no tenía techo, que estaba abandonado, pero para ellos aquello servía de refugio, era más que suficiente para esconderse y descansar unas horas, las que pudieran, e intentar soportar como les fuera posible la pelona que estaba por caer. Roberto se levantó y se asomó por la ventana para comprobar la procedencia del viento. Eso también lo aprendió de pequeño. Buscaron la protección del muro colocaron unas tablas a modo de cubrición y las taparon con los restos de paja que encontraron por allí. Roberto le dijo a Juan que se metiera dentro de aquello. Roberto dudaba que ambos cupiesen, pero no había más material para hacer un refugio mayor. Cuando Juan estuvo dentro, Roberto se dio una vuelta removiendo los escombros con la esperanza de encontrar algo para comer. Allí no había nada. Regresó y se metió. Juan dormía profundamente. Roberto no consiguió conciliar el sueño hasta bien tarde.


Imagen: https://www.lathamseeds.com/  recortada y pasada a blanco y negro


Mérida a 23 de febrero de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera