Había una vez un político que decía la verdad:
le preguntaban y respondía lo que sabía, confesaba sus dudas y reconocía sus errores.
Duró en el puesto apenas tres meses. Era un cargo importante, de relevancia, al
que había llegado con esfuerzo y tesón, enamorado, como estaba, de su trabajo,
de su labor social, de su compromiso con la ciudadanía, pero eso no sirvió para
protegerle. Al poco tiempo de comenzar su periplo por los escenarios de la
sociedad en los que mostraba su visión confesa de la política recibió varias
llamadas consecutivas de distintos personajes con más peso —mucho más— que él.
Alguno de ellos era considerado por él como su padre político. Las llamadas fueron
benevolentes al principio, pero se tornaron en beligerantes según mostraba su
negativa a rectificar. Todo transcurría de forma soportable hasta que la presión
se convirtió en amenaza y no le quedó más remedio que anunciar que se retiraba,
que la política ya no le gustaba, que cesaba en su responsabilidad porque quería
dedicarse a su familia. Fue la primera vez que mintió. Al poco tiempo le
repescaron —había superado la prueba de la obscenidad pública— y le devolvieron
a un puesto similar al que tuvo en su primera vez, pero ahora, con la experiencia
vivida, ya no tenía inconveniente en mentir para salvaguardar sus decisiones. Ese
político, de exigua inocencia pueril, se acostumbró rápidamente a su sillón y a
las ventajas que le ofrecía tamaño poder, así que supo recibir prebendas por
doquier a su nombre, a nombre de sociedades pantalla, a nombre de sociedades
ubicadas en paraísos fiscales –terrenales que no divinos—, el caso es que la
avaricia le pudo y la aplicó con la misma obscenidad con la que había mentido
para cubrir la salida previa del partido. Se vio rodeado de una opulencia y un
lujo que no supo controlar y que envidiaba porque era lo que quería para él y
para su familia. Pronto olvidó su compromiso con los demás que limitó a su
imagen política y lo redujo a un compromiso consigo mismo y, en las ocasiones
en que le parecía apropiado, con su partido. En absoluto era un político que no
trabajase o hiciese aquello que, groso modo, se le supone a un cargo público. Cumplía
con su responsabilidad de forma equilibrada —ese término era suyo— y procuraba
en ese equilibrio altamente inestable satisfacer sus necesidades sin olvidar,
al menos en apariencia, la de los demás compañeros y hasta las de sus votantes.
Reflexionaba, en ocasiones, en la soledad de
su cuarto durante viajes de carácter puramente profesional cuando no lograba
compaginarlos con el retorno de favores debidos, acerca de la realidad en la
que se había visto involucrado. Deseaba no haber dado ciertos pasos, pero no se
veía capaz de desdeñar lo que su poder le había conferido. En definitiva, no
existía en su comportamiento un verdadero propósito de enmienda, antes bien, sus
atribuciones, cada vez mayores le predisponían a alcanzar mayores niveles de satisfacción
de sus necesidades materiales. Su error —cayó en esa cuenta demasiado tarde—
fue traspasar esas aparentes necesidades materiales hasta llegar al ego, hasta desear
con fruición un reconocimiento personal que rozaba, sino superaba, la megalomanía.
Nadie le reprochaba nada, todos sabían lo que
ocurría porque todos los que lo hacían, lo hacían en mayor o menor grado y los
que no lo hacían, porque su conciencia o su responsabilidad no se lo permitía,
preferían mantenerse al margen para evitar problemas o, en el caso de sus
amigos aparentes, preferían hacer caer en él la futurible responsabilidad de
dar cuentas y quienes eran amigos verdaderos —sí, incluso él tenía amigos
verdaderos— solo se atrevían, en ocasiones, a insinuarle que tal vez se excedía—.
Él, entretanto, satisfacía sus deseos de opulencia y se permitía, según iba
alcanzando cotas superiores de poder en su ascenso meteórico hacia la cúpula,
extralimitarse algo más introduciendo y derramando sobre quienes lo rodeaban, circundaban
y, también a veces, sobre quienes le superaban, cotas de delirio de grandeza
que resultaban, cuanto menos, impúdicas. Sin embargo, aún sabía contenerse a
tiempo, y, sobre todo, resultaba un político querido por las bases de su
partido y por la ciudadanía, lo que lo convertía prácticamente en intocable. A pesar
de todo, no quiso abrir los ojos cuando aún estaba a tiempo de hacerlo, por más
que quienes le querían le recomendaron cautela y una discreta retirada para
evitar males mayores. No quiso atender las peticiones de quienes podían pedirle
moderación. La abnegada actitud de antaño para con su trabajo había quedado en
el olvido. Comenzó a decir Digo, Diego y Digo sin miramientos, más aún, lo decía
casi enfadado con quienes le preguntaban por qué había dicho Digo, luego Diego
y finalmente Digo. Parecía que les estaba aleccionando como si fuesen estúpidos,
su soberbia se convirtió en insoportable para quienes creían en él sin conocer
sus tejemanejes. No quiso asumir que la política requiere habilidad, estrategia,
sagacidad, astucia y gobierno; y pululando entre todos esos factores está la
contradicción implícita —y necesaria— en cada una de las decisiones que debía
tomar, y eso, precisamente eso, hace de la política un arte complejo, muy
complejo que él llegó a dominar, pero que prefirió relegar a un segundo plano
anteponiendo su personal idilio con la riqueza y la altivez que le conferían las
grandes cotas de poder que ostentaba. No supo contenerse en ese doble exceso,
no vio que aquello no era más que un espejismo que él mismo había construido y
que, en realidad, nada de aquello le pertenecía, todo formaba parte de un trueque
no tenía razón de permanencia más allá de las transacciones interesadas que
percibía y que, antes o después, debería devolver con creces.
Y entonces llegó el batacazo electoral del
partido y, consecuentemente, el ansia de renovación de la nueva —y todavía límpida
y cristalina— sabia, que consideraba que quienes formaban el núcleo duro —entre
los que se encontraba él— estaban más que amortizados. Ese fue el nuevo
detonante, al igual que su compromiso con la política lo había sido hacía ya más
de una década. Entonces le repescaron cuando mintió, aquí, en este nuevo
escenario, esa repesca no era posible. Tenía mucho poder, pero otros tenían más
y le querían fuera del partido o en la cárcel. Por primera vez sintió miedo, ya
no se creía inmune ni era impune. Eso le produjo una profunda depresión que debía
disimular a diario frente a las cámaras y frente a sus compañeros, esto último
le producía mayor sufrimiento porque frente a las cámaras había aprendido a
actuar y no era malo con el personaje que había creado y que creía ser. La
realidad le había vuelto a abofetear con toda su fuerza. La contundencia del
golpe le había dejado tocado. Buscó entre sus protectores, pero estos ya no lo
querían cerca, buscó entre sus amigos, pero ya no quisieron escucharle pues él
los había denostado y despreciado. Su familia estaba rota con las filtraciones
que algún rencoroso y con motivos probablemente más que justificados —si cabe
justificación en la venganza— había trasladado a la prensa que se había revuelto
contra él por su insolencia, a pesar de que durante mucho tiempo los había
tenido de su mano, pero «Las cosas cambian porque tú has cambiado» le dijo un
periodista al que tenía en gran estima, a pesar de que esta estima no era recíproca.
Con perspicacia —no hacía falta demasiada— entendió que no tardaría demasiado
en llegar su citación judicial. Debía obrar con rapidez si quería escapar con
cierta dignidad. Se sabía tocado, pero lucharía por no hundirse. Sabía mucho,
tal vez demasiado para algunos, pero esa era su única y última baza y debía
jugarla con astucia, la que no había mostrado en los últimos tiempos en los que
se había dejado llevar por la exuberancia y la impudicia.
A estas alturas ya no podía congraciarse con nadie
ni con nada. Estaba solo, absolutamente solo y «La soledad es muy dura» pensaba
cada día cuando se levantaba en el dormitorio de su flamante mansión. Su vida
en los últimos tiempos había sido vertiginosa, ahora entraría en una etapa que
quería evitar a toda costa. Era conocedor de lo que les había ocurrido a otros antes
que él, otros que, como él, habían cometido los mismos fallos, pero no quiso abrir
los ojos a esas historias, pensaba que a él eso nunca le ocurriría. La historia
se repite una y otra vez, y una y otra vez caemos en los mismos errores, pero
ya era tarde para esa reflexión. La Guardia Civil llamó a su puerta un domingo
por la mañana, venían de su despacho en las oficinas del partido, allí no habían
obtenido nada. Hacía mucho que no iba a misa, pero precisamente ese día había
decidido acercarse para buscar algo de tranquilidad en su espíritu que llevaba demasiado
tiempo preocupado. No pudo. Registraron su casa en busca de pruebas que él ya
se había encargado de hacer desaparecer. Había borrado todo aquello que
consideraba que podía comprometerle, se había preocupado muy mucho de buscar el
silencio cómplice de quienes sabían de sus artimañas y participaban de ellas en
alguna medida y había procurado el silencio amenazante de quienes sabían lo
suyo, pero permanecían alejados de sus prácticas: «Siempre se encuentra algo» les
decía para salvaguardar su futuro si es que le quedaba algo.
Costó mucho, muchísimo obtener su foto
entrando en la cárcel, pero entendió que formaba parte del precio que tenía que
pagar, sin embargo, solo estuvo un par de días. La fianza la tenía preparada
desde hacía algún tiempo, para pagarla tuvo que vender casi todas sus propiedades
—esas que había conseguido mediante prebendas—, luego llegó a un acuerdo
judicial que le eximió de entrar en prisión. Tuvo que dar algunos nombres
relacionados con otra trama de mayor trascendencia para la Justicia «Qué sabrán
ellos…», pensaba. La opinión pública despotricó contra él. La prensa se desquitó
con alevosía. Él sencillamente aguardó y se mantuvo en silencio. Siguió el último
consejo que le ofreció su padrino político cuando ya todo era inevitable: «No
hagas nada, no digas nada, … está, pero no estés» y eso hizo además de buscarse
un buen abogado, uno muy bueno y muy caro que vivía en la opulencia que sus honorarios
le habían proporcionado y que él siempre había querido emular. A pesar de lo
vivido seguía envidiando esa vida a la que tendría que renunciar si no quería
engrosar el número de presos de las instituciones penitenciarias.
Alquiló un piso con lo que tenía ahorrado e
intentó vivir con cierta normalidad. Al cabo de un año recibió una llamada
curiosa. Le ofrecían contar sus memorias en un libro. Les importaba poco la
verdad, querían algo que fuese «comercialmente atractivo»; todo lo que le había
pasado en los últimos años era comercialmente atractivo, pensó. Aceptó. En el
texto no aparecían nombres, solo siglas, la información era tan suculenta para
la prensa que estuvo en la mesa de las tertulias cerca de un mes. Luego, como
había ocurrido con su caso hacía algo más de un año, todo pasó al olvido, nada
trascendió más allá de algunas portadas y editoriales de periódicos. Los emolumentos
que obtuvo por la venta del «Éxito editorial del año» como lo habían
denominado, le sirvieron para vivir con solvencia. Después una película le
regaló algo más de dinero que recibió con suma alegría. Había desfalcado varios
millones de euros, había promovido contrataciones orientadas a quienes pagaban
mordidas, había prevaricado con fondos públicos. No había tenido reparos en
mostrarse insolente y cínico con todos los que le rodeaban burlándose de
propios y extraños con sus mentiras. Y ahora, años después, escribía un libro —mejor
dicho, le escribían—, le hacían una película y finalmente podía vivir como
siempre había querido sin necesidad de seguir mintiendo. «Complejidad y contradicción
en política», ese sería su próximo título si encontraba a alguien que quisiera
escribírselo…
Imagen: www.diariocordoba.com
En Plasencia a 16 de febrero de 2020.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera