Ese alguien no se movía. Estaba de pie. Mirando desorientado a un lado y a otro. Vestía con un pantalón color caqui de paño roído en los bajos y una camisa que en algún momento debió ser blanca y que estaba mal abotonada. Giraba sobre sí mismo hasta que el ruido de un disparo —otro más— lo detuvo, aunque no parecía preocupado por su vida, más bien parecía que quisiera saber la procedencia del sonido. Gritó, chilló, aulló «Mamá», lo hizo desgarrando su garganta, intentando que le oyesen hasta en el cielo o en el infierno, si es que allí estaba su madre. Lo hizo hasta que ya no le quedaron fuerzas y el alarido se convirtió apenas en un susurro. Roberto se acercó sigilosamente. Sabía que era la peor decisión posible, sabía que aproximarse allí lo convertía en una potencial víctima de algún desalmado, como él, que luchaba por sobrevivir matando a quien podía matarle. Cuando estuvo cerca, el muchacho, pues no era más que eso, se había detenido y sentado sobre el barro del suelo. Los pantalones estaban empapados y Roberto pudo comprobar como el color caqui se iba transformando en marrón oscuro. Su rostro asustado descubrió una realidad más dura para Roberto que la suya propia. Un hilillo de baba caía por la comisura de sus labios y, de vez en cuando, con el antebrazo se la recogía. Su tez morena, probablemente de campo, contrastaba con los restos blancos de la camisa. Roberto le llamó sigilosamente… «Shsss, Shsss; oye, tú, quítate de ahí», el muchacho lo vio y se dirigió a él «Tú no eres mamá», «Cállate y ven aquí; vas a conseguir que nos maten». El muchacho se levantó tranquilamente y se dirigió hacia donde estaba Roberto caminando con suma parsimonia. Dando pasos cortitos, casi trastabillados, con sus alpargatas deshilachadas. Cuando llegó a la altura de Roberto, esté le agarró por el brazo y tiró de él hacia el suelo. Entonces fue consciente de la fuerza que tenía el muchacho porque apenas pudo moverle. Casi necesitó colgarse de él para lograr que se agachase. «Baja aquí y túmbate», le dijo. El muchacho se agachó más por su propia voluntad, fuese la que fuese, que por el tirón de Roberto. Cuando estuvieron frente a frente el muchacho retomó su retahíla para llamar a su madre. Pero Roberto se puso el índice de la mano derecha delante de sus labios y el muchacho, imitándolo, se calló. Roberto respiró.
—¿Qué hacías ahí fuera? —le pregunto en voz baja.
—Mi madre me mandó a por pan —respondió nervioso inclinando
la cabeza hacia delante y hacia atrás.
—Pero cómo se te ocurre gritar. Han podido pegarte un tiro.
—Mi madre me mandó a por pan.
—Ya, ya me lo has dicho. ¿Es que no me has escuchado?
El chaval le miraba atentamente mientras seguía balanceando la cabeza
y asentía sin dejar de decir que su madre lo había mandado a por pan. Roberto
le zarandeó buscando en él una respuesta que no podía ofrecer. Entonces rompió
a llorar gritando de nuevo. Roberto le soltó asustado. Le pidió que callase, que dejase de hacer
ruido porque los descubrirían y los matarían. El chico siguió llorando
nerviosamente. Cada vez más alto. Roberto le apuntó con su fusil y le pidió que
se callase «O te mato», le dijo. El muchacho siguió llorando. Roberto se asomó
por una ventana destartalada de la casa en la que se habían metido. Oyó voces
no muy lejanas, tal vez eran soldados republicanos, «De los míos», pensó, más
bien, deseó. Regresó al lado del muchacho que seguía desconsolado. Entonces
Roberto comprendió, algo se iluminó en su mente y abrazó al chico que, al
instante, dejó de llorar. Roberto respiró, pero no soltó al chaval. Los
soldados pasaron haciendo ruido. Serían 6 o 7, no más, dedujo Roberto por las
voces cuyos acentos sonaban lejanos a los de la capital, pero cercanos a los de
su tierra. Estuvo tentado de asomarse, estuvo tentado de unirse a ellos y dejar
allí a su nuevo compañero, pero como no estaba seguro de quiénes serían, Roberto
no quiso arriesgarse y decidió guardar silencio junto al muchacho, sin dejar de
abrazarlo. Al cabo de un rato, dejó de oír a los soldados. Entonces se asomó.
Escuchó unos tiros lejanos que le hicieron encogerse. Pero supuso que el
peligro había pasado.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—Mi madre me mandó a por pan —respondió.
—Sí, eso ya lo sé, pero dime cómo te llamas.
—Mi madre me mandó a por pan.
—Bueno, veo que va a ser difícil saber tu nombre… Juan, como mi
hermano, te llamaré Juan, ¿qué te parece? —le dijo señalándole e indicando su
nombre para después señalarse él diciendo el suyo.
El muchacho sonrió. Le tocó y le llamó por su nombre. Se tocó y se
llamó a sí mismo por el nombre que acababa de ponerle Roberto. Roberto sonrió.
El muchacho, ahora Juan, sonrió y le abrazó. Roberto se echó un poco atrás ante
el ímpetu de Juan, pero consiguió retenerle antes de que ambos cayesen al suelo
a pesar de estar agachados, tal fue el arrebato. Roberto se puso de pie e invitó
a Juan a que hiciera lo mismo. Juan le sacaba casi una cabeza a Roberto quien,
de otra parte, era menudo como todos en su familia. Roberto volvió a llevarse
el índice a los labios y le indicó a Juan que le siguiese. Abandonaron la casa
y tomaron dirección al acuartelamiento de Roberto, cuando cayó en la cuenta de
lo que le habían hecho a un niño meses antes. «Es subnormal, o ¿es que no lo
ves?», le increparon cuando intentó defenderle de los golpes que estaba
recibiendo. Le habían vestido de nacional y lo usaban como diana tirándole
piedras. Un par de ellas le acertaron en la cabeza haciéndole sangrar
copiosamente. Perdió el conocimiento y lo dejaron allí tirado, mientras el
batallón se movilizaba algunas posiciones para ayudar a la vanguardia. Roberto
supuso que el niño habría muerto por las heridas o rematado por algún soldado
rezagado que, viéndolo con la ropa nacional, decidiría acabar con él. Roberto se
detuvo y Juan, que le seguía diligentemente a corta distancia con su andar
presuroso pero de pasos cortos, también se paró. Roberto reconsideró su
decisión mientras Juan se balanceaba con los pies fijos en el suelo. Su
problema era adónde ir, pero había decidido no abandonar a Juan.
Imagen: BNE (El Hospital Clínico
de Moncloa estaba en la línea del frente)
Entre Barcelona, Palermo y Mérida a 23 de enero
de 2020.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera