—Ha
nacido. Por fin ha nacido. Es una niña. ¡Una niña!
La abuela grita encantada. Jup está cansada,
postrada en su cama. En Santocabrero los niños nacen en sus casas. Esta niña,
la hija de Jup, también. Jup está con su madre que la ha atendido en el parto igual
que su abuela lo hizo con su hija. También está la matrona. Ha venido desde la
ciudad. Dieron el aviso y acudió enseguida. Santocabrero está lejos de todo,
pero cuando la vida llama no hay distancias imposibles. En la habitación solo
hay mujeres. Son ellas las que dan la vida, así que son ellas las que la
reciben. El padre está fuera. Espera paciente. Oye los gritos, pero no
distingue las palabras. Está preocupado. No reconoce la voz. No sabe si es
alegría o llanto. Quiere entrar, pero otras mujeres se lo impiden por más que les
diga, que les grite que es el padre. Hay tradiciones contra las que nadie puede
luchar. Al cabo, sale la madre de Jup, contenta, llorando. Abraza al padre.
—Es preciosa —le dice—. Es preciosa —llora—.
Puedes pasar. —Y se aparta dejando libre el hueco de puerta doble de la alcoba.
Dentro huele a sudor y a sangre. La luz es
escasa, casi inexistente. La madre está ligeramente incorporada. Varios almohadones
ofrecen algo de alivio a su dolorida espalda. Tiene a la niña en brazos. Todavía
está manchada con las entrañas de la madre. El padre se acerca con timidez. Le
pregunta con un susurro que cómo está. Ella no responde, solo asiente mostrando
cansancio, sufrimiento y felicidad. A veces no son necesarias las palabras. Los
padres se miran un instante y enseguida dirigen sus miradas a la recién nacida.
No hay nada en el mundo que pueda arrebatarle al padre la sonrisa de su rostro.
Tiene ante sí a su hija. Alarga los brazos para cogerla, para abrazarla, para
acurrucarla, para sentirla cerca de sí, para protegerla, para alimentarla, para
dar su vida por ella… La madre se la entrega con suma delicadeza, la misma con la
que el padre la recibe. Nadie nunca le enseñó a coger a un recién nacido. Nunca
antes lo hizo. Sin embargo, no duda. Recoge a su hija entre sus brazos y le mira
el rostro. Es tan pequeña, piensa mientras le acaricia con las yemas de sus
dedos la frente. De repente, es consciente de que es padre, es consciente de su
aportación a la creación de una nueva vida, de repente, le pesa la
responsabilidad, de repente, no sabe quién es. Se angustia, pero no puede dejar
de sonreír. Devuelve la hija a la madre. Le da un beso en la frente y sale. Cierra
las puertas tras de sí.
Las mujeres han visto la escena en silencio,
enternecidas porque es lo que deben sentir, pero desconocen los pensamientos
del padre, desconocen los de la madre. Todos lo han visto, pero nadie es capaz
de entenderlo, cegados como están, por la emoción, tampoco él entiende lo que
siente. La abuela entra, una de las mujeres coge a la niña. La van a la lavar.
La abuela se acerca a la madre y se sienta a su lado en la cama. Le coge la
mano. Está fría. Se miran. La hija sonríe a la madre. La abuela sonríe a la
hija. Nada se dicen porque nada necesitan decirse. La abuela se levanta. Hay mucho
que hacer. La hija cierra los ojos. Necesita descansar, pero antes pide un poco
de agua. Se moja los labios. Se refresca la frente con un paño húmedo que le
ofrece otra de las mujeres. Ya no puede más, cae rendida.
En la habitación, alrededor de Jup hay un
gran ajetreo silencioso. Las mujeres se mueven de un sitio para otro como si
estuviesen representando una perfecta coreografía dirigida por la madre de Jup.
No importa que ella sea la más joven, es la madre de la madre y eso la
convierte en la conductora del baile. Obedecen sin rechistar y solo la matrona
osa cuestionar algunas decisiones, aunque lo hace de forma sutil y a su oído,
como si no quisiese despertar a Jup, aunque más bien se trata de no contradecir
a su madre delante del resto.
Todo parece estar ya en orden y las mujeres
se van retirando. Queda la abuela con la nieta en su regazo balanceándose en la
mecedora procurándole a la niña un sueño que aún no quiere porque es el hambre
quien manda. La vuela no quiere despertar a la madre. Sabe que necesita
descansar, pero el hambre de la nieta conmueve el corazón de la abuela que se
levanta con la niña en brazos y se la acerca a la madre despertándola con suavidad.
—Tiene hambre —le dice al oído.
Jup se incorpora, descubre su pecho y recibe
a su hija que se aferra a él para saciar su hambre. Un breve gesto de dolor de
Jup recompone su rostro hasta que madre e hija comienzan a hacerse una a la
otra. Abuela, madre e hija. Dos madres y dos hijas. Tres generaciones, una única
historia y Santocabrero como testigo de una nueva vida.
Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.
Mérida a 19 de enero de 2020.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera