Palabra y cojones.




Falta, desgraciadamente falta, y no es algo que esté comprobando en los últimos tiempos. Es algo que viene de antiguo: falta gente que dé su palabra y tenga cojones para mantenerla —disculpen aquellos que se sientan ofendidos si intuyen connotaciones machistas en la expresión “cojones”; está lejos de ser mi intención, pues refiero con esa palabra la interjección que expresa un estado de ánimo de enfado al tiempo que determinación—.

Fue su abuelo, como podría haber sido el mío, quien lo dijo. Yo se lo escuché a su nieto y comprendí al instante su verdadero significado. Por si hubiera dudas entre ambos lo comentamos, lo aclaramos y convinimos su ilustre sentido. La gente es incapaz de comprometer su palabra y, llegado el extraño caso de hacerlo, termina careciendo de la valentía necesaria para conservarla. Por desgracia esto se ha convertido en un mal endémico de la sociedad actual difícil de atajar y más difícil de eliminar, aunque admito que todos hemos terminado asumiéndolo con bastante naturalidad, seguramente por adaptación, tal vez por costumbre y con toda probabilidad como consecuencia de su normalización.

Es tan sencillo encontrar gente en todos los sectores sociales que no tengan la valentía de dar su palabra o que falten a ella por su propio beneficio que produce repugnancia. Encuentras personas de toda índole y escala social —me atrevería a decir que predominan los de alta alcurnia o condición— que mienten y falsean la verdad para alcanzar su espurio objetivo malogrando sin remordimiento el esfuerzo de otros y sin menoscabo, aparente, de su propia dignidad. Resulta aterrador comprobar como el beneficio logrado e incluso a veces el éxito alcanzado llega a aquellos que obran de este modo y terminan siendo reconocidos, venerados e incluso envidiados por alcanzar el deseado fin sin que nadie ponga reparos al camino recorrido para hacerlo. Tanto es así que termina siendo una actitud naturalizada e indefectiblemente envidiada internamente, aunque no siempre sea así y, a veces, se vanaglorien públicamente algunos de haber actuado de esta forma ruin siendo aceptada su advocación por muchos otros. El problema, por obvio que parezca no debemos obviarlo, disculpen la redundancia, radica en que la sociedad —y especialmente las personas— acostumbrada a este comportamiento termina desconfiando de todo y de todos y recuperar esa confianza, si es que así se quiere, no es asunto baladí que se resuelva en tiempo breve.

Si ejemplificamos estos comportamientos dentro de nuestro entorno inmediato nos veremos avocados a revelar esta actitud —esperemos que nunca se convierta en aptitud— en muchas personas y no parece apropiado, debido a la escasa extensión de este texto, pues caeríamos en el error de quedarnos cortos o, como se dice en la entrega de premios, olvidarnos de alguien con la emoción del momento. El caso es que no queremos que el escarnio o, visto lo visto, el reconocimiento, nos despoje de la visión crítica que todos tenemos y deberíamos ejercer soslayando el análisis que irremediablemente nos llevaría a comprender la ausencia de palabras y cojones generalizada entre quienes conformamos la sociedad. Y es una pena. Lo es porque, utilizando términos menos agresivos y contundentes, la falta de verdad y compromiso nos hace peores como personas y como sociedad.   

Imagen: Página 72 del Códice Emilianense 60 de San Millán de la Cogolla. Alonso de Mendoza


En Mérida a 2 de febrero de 2020.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera