El comandante Rovira no dejaba de dar
órdenes, pero eran pocos los que le escuchaban porque eran pocos los que tenía.
No era estúpido. Sabía lo que había: era cuestión de tiempo y de interés por
parte de sus enemigos —que nunca habían sido del todo amigos— que sus escasas
tropas cayeran. Aún no lo sabía, pero con lo que quedaba de su brigada, un par
de años después, se enfrentaría con poca relevancia a la sublevación de Casado
que terminaría con la rendición de Madrid, negociada entre espías, pero
incondicional de facto. Nada nuevo. La crueldad se viste de militar cuando no
se oculta bajo camisa y pantalón de civil. Tras la rendición, ya como coronel,
fue condenado a fusilamiento por su “adhesión a la rebelión”, cosas de la vida
y de los vencedores, pero la pena le fue reducida gracias a antiguos compañeros
de milicia, otros —con las uñas de los dedos negras, el estómago vacío y el
esqueleto queriéndose salir del pellejo— no tuvieron esa suerte. Finalmente, Rovira
logró huir con la connivencia de excompañeros y cierta astucia que no mostró
como militar, iniciando un periplo por países latinoamericanos. Otros muchos
tampoco tuvieron esa oportunidad.
Sonaron unos disparos. A Esteban Rovira le
resultó extraño. Era diciembre. Hacía frío. La cosa estaba tranquila y no tenía
noticias de posibles escaramuzas: ese era su juego y eso le permitía conservar
la vida y la de los que tenía a su cargo. Un miliciano, que no soldado, anotaba
algo en su diario: Rovira solía acercarse a él cuando lo veía escribir para
preguntarle qué hacía. Normalmente le respondía con un escueto «Nada». A Rovira
no le gustaba —más cosas de la vida—: un escueto y tímido «Nada», un
malentendido, la maldita jerarquía y te ponen un fusil en la mano y te mandan a
investigar por qué mueren los soldados en la guerra, solo su muerte responderá
la pregunta.
Volvieron a sonar unos tiros. Rovira se le
acercó. El miliciano, Roberto Sánchez, murciano emigrado a Madrid con la
ilusión de ganarse la vida, no se había inmutado. A Roberto poco le importaba
el color de su camisa. Quería vivir para regresar. El militar le tocó el hombro
y le dijo «Ve». «¿Yo?», preguntó incrédulo. Rovira no repitió la orden. Roberto
se levantó extrañado, compungido; sabedor de que podría ser la última vez que
escribiese le dejó un diario con más garabatos que letras en el que malescribió
un nombre y una dirección a un camarada —así les gustaba llamarse, pobres
ilusos—: José de Benito, “Pepe”, avilés, también emigrante, también luchador,
pero no con balas, con esfuerzo, con sudor y con el espinazo doblado para poder
mandar a su casa siquiera una perra gorda. No tuvieron que decirse nada. Era
costumbre entre ellos, resultaba algo habitual. Demasiado habitual. Solían
esperar un día o dos transcurridos los cuales, si el enviado no regresaba,
contactaban con el correo, cada vez más escaso e inseguro, e intentaban
convencerle de que hiciese llegar el paquete al destino, normalmente alejado de
la capital. La respuesta siempre era la misma: «Que llegue allí ahora es
imposible». Pero todos sabían que con cierta mano izquierda y algún que otro
paquete de cigarrillos, cada vez más exiguos, todo se podía conseguir. La mayor
parte de los envíos terminaba en las brasas para atenuar el incipiente invierno
o interceptados por los nacionales que los quemaban sin ni siquiera comprobar
qué decían. Fueron muchos «Te quiero» los que se perdieron, muchos «No me
olvides» los que se extraviaron, muchos «¿Y los niños?» los que no llegaron.
Otros, por fortuna, sí alcanzaron su destino, pero a veces el destinatario ya
no estaba, había huido, se había unido a la causa más favorable para conservar su
vida sin comprender su significado, o incluso había muerto.
Roberto se levantó, cogió su fusil que casi
no sabía disparar y se caló una suerte de quepis que le había regalado su mujer,
hecho con cariño y con tesón para «resguardarse del frío de la capital» y se
dirigió a una tierra de nadie de donde no sabía si volvería. Muchos de los que
así marchaban decidían desertar. Ni les iban ni les venían los tejemanejes que
les contaban los unos y los otros, las falsedades y mentiras con las que
excusaban sus peroratas. Se guiaban por lo que oían de lo que estaba ocurriendo
en el frente, por su intuición y por su necesidad de sobrevivir a un conflicto
en el que no creían y que no sabían por qué se estaba produciendo. Roberto apenas
sabía leer o escribir, sin embargo, tras recibir una breve instrucción militar,
había firmado un manifiesto en el que se comprometía a defender con su sangre
la causa republicana, así lo haría. Su hermano el pequeño, Juan Sánchez, que no
se movió de su casa, había hecho lo propio con los nacionales. Juan tampoco
sabía leer demasiado bien. Roberto y Juan compartían ideales, palabra eminente
de significado desconocido para ellos, pero que para ellos suponía
supervivencia, sacrificio y sudor, solo eso: sin política, sin políticos, sin
reyes, sin repúblicas, sin dirigentes, solo siervos, solo mandados, solo
sacrificados por una miseria inhumana que les permitía atenuar el hambre. Juan
sobreviviría a la guerra sin terminar de saber por qué había estado disparando contra
los del otro bando. Juan sobreviviría a la represión, a pesar de haber matado “rojos”,
cuando, preguntado por su hermano cuyos papeles firmados fueron hallados, tuvo
que renegar de él para conservar su vida. Después, a fuerza de escuchar una y otra
vez el mismo mensaje, a fuerza de interiorizar las soflamas para no cometer
ningún desliz que le comprometiese sin que esa fuese su intención, su mente
prefirió convencerse. Agotado se rindió y se unió a una causa que su corazón no
comprendía, pero que sus manos asumieron para poder comer.
Roberto, taimado, avanzaba pausadamente,
pegado a las fachadas de las calles desiertas, ligeramente agachado para no
colocarse a la altura de las ventanas de las casas de donde, ya lo había visto
en alguna ocasión, podía recibir un disparo a bocajarro que le reventase la
cabeza. De vez en cuando se metía en algún portal abierto solo para calmar su
ansiedad, solo para aliviar la tensión que le producía la incertidumbre de lo
desconocido sin reparar que allí dentro podía encontrar cualquier cosa, lo
mismo que en la calle o peor. Pero se sentía resguardado, aquella casa había
sido un hogar, nada malo podría pasarle allí, eso prefería pensar. No era
infrecuente, sin embargo, tropezar con algún cadáver en esas mismas casas, tal
y como ocurría en las calles. Los de fuera había recibido balas, los de dentro
no habían recibido pan. Roberto paró. Había oído algo. Se resguardó en un
zaguán. Se sentó y asomó ligeramente la cabeza. En medio de la calle había
alguien.
Imagen: Nationalist soldiers raiding a suburb of
Madrid during the Spanish Civil War. March 1937, Narodowe Archiwum Cyfrowe, Poland.
En Mérida a 15 de diciembre de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera