Jup no recuerda cuándo fue la última vez que
amó. Sabe que amó porque sus cicatrices perduran, las ve cada día, pero ha preferido
olvidar, aunque no puede cubrir las suturas de su alma por más que quiera
hacerlo, por más que quiera ocultarlas. Jup no sabe cuándo ni cómo amó por última
vez. Jup sabe que puede volver a amar, pero no quiere. El amor solo le ha traído
sufrimiento. A Jup no le gusta sufrir. No puede decir que nunca haya amado, aunque
a veces desearía no haberlo hecho. Nunca ha hablado de amor con su madre. Nunca
su madre le preguntó, a pesar de que supo que amó y supo que sufrió. Ahora, tal
vez, ya es tarde para hablar de amor, tal vez también es tarde para amar por más
que el amor llame a la puerta del corazón de Jup.
Él es el culpable. Últimamente Jup solo puede pensar en él. Aún no es
amor, pero Jup no quiere conceder a su corazón el capricho del deseo porque
sabe que sufrirá. Siempre se sufre porque el amor no perdura: invade tu ser y
lo colma de felicidad para abandonarte sin aviso diluyéndose entre recuerdos
incomprensiblemente lejanos, aunque acontecieran ayer, que quieren aferrarse a
una realidad presente, temible, que escupe en tu rostro flemas de dolor que no
desaparecen ni se olvidan. Jup lo sabe. No tiene dudas, pero ¿quién es capaz de
controlar sus emociones? Jup no puede por más que quiera. Sabe, sin embargo,
que marcharse es la solución, la huida es el mejor aliado que puede encontrar
porque el tiempo y la distancia procuran el olvido previo al amor, también el posterior. Son los
mismos elementos que, tras el amor, atenúan el dolor, pero no borran las
cicatrices. Esas son para siempre. Son un gentil obsequio de la mente para afrontar
la servidumbre de un nuevo el amor. Cuando lo hace, cuando Jup piensa en él,
cuando le sobreviene su nombre, sonríe. No puede evitarlo. Es el más sutil indicio
de su incipiente enamoramiento. Jup sabe qué significa eso, pero también sabe
que no huirá. Vino a Santocabrero para quedarse, no volverá a marcharse de allí.
Esa es su casa. Es su sino. Si el amor aparece, deberá afrontarlo como sabe. Con
resignación. Con esperanza. Con miedo. Con alegría. Porque todo, absolutamente
todo eso llegará sin el menor atisbo de duda.
Su madre la llama:
—Ven, Jup. La comida está lista.
Jup pasa ahora mucho tiempo en su habitación. Su madre sabe por qué.
Jup también y desearía que no fuese así, pero es su naturaleza la que manda por
más que su mente quiera oponerse. Su madre a veces le dice que salga a dar un
paseo, pero Jup, desde su silencio, se niega a salir. No quiere encontrarse con
él. No quiere sentir calor en su pecho. Sin embargo, Jup sale de su habitación
decidida, resuelta a cambiar lo que no se puede cambiar. Resuelta a asumir las
consecuencias de sus emociones. Eso es la madurez: Jup entiende que no puede
luchar contra sus sentimientos, pero que debe afrontarlos acontezca lo que
acontezca. Jup se sienta a la mesa, pero antes se acerca a su madre, la abraza
y le da un beso en la mejilla. Su madre se extraña, pero no pregunta. Sabe. Sabe
perfectamente. Y se alegra. Y entristece. Ambas se sientan a la mesa. Jup toma
la sopa del tazón con las manos. Le encanta su sabor.
—Está muy rica.
—Gracias.
—¿Hay más?
—Claro. —Su madre se levanta y coge el cazo, todavía humeante, del hornillo.
Le sirve a su hija.
—Ya, gracias.
Jup se levanta a por más pan y le pregunta a su madre si quiere. Su
madre asiente. Ambas están sentadas una frente a otra. Ambas sonríen. Jup está
contenta porque ha decidido no luchar contra ella misma. Su madre está contenta
porque Jup ha decidido no luchar contra ella misma. Recuerda su lucha. Recuerda
que perdió. No quiere que su hija pierda la batalla, aunque sabe que en esa
pelea habrá sufrimiento y dolor, pero quiere que su hija sienta la felicidad
del amor. Ese que sabe que sintió y que perdió, pero que desea que recupere por
más que esté convencida de que lo volverá a perder. Ese que ella misma perdió y
que renunció a volver a buscar.
Ambas terminan de cenar. El sol se cuela por la ventana dejando pasar
los últimos rayos del día como estertores ansiosos que predicen la llegada de
una noche brillante, luminosa. De esas que Jup y su abuela pasaban en el patio
mirando las estrellas, mientras su madre sufría en su cuarto. Pero hoy no, hoy
serán ellas, madre e hija, quienes disfruten del fulgor de la luna. Recogen la
mesa en silencio. Jup friega los platos. La madre los seca y los coloca en la
alacena que está en las traseras de la cocina, tras la gran chimenea que domina
la estancia.
Han terminado. La madre quiere marcharse. Le da un beso a Jup. Jup la
agarra de la mano. «Salgamos», le dice la hija señalando el patio. La madre
sonríe. Ambas salen. La noche ha caído. Cogen dos sillas de madera con el
asiento de mimbre. El cielo está despejado. Sobre el fondo negro relucen las
estrellas. Una especialmente. Se sientan. Cogen sendas mantas y se arropan con
ellas. Miran la estrella. Lo hacen hasta que el sueño las vence. El frío de la
noche despierta a la madre. La madre despierta a la hija.
—Vamos, hace frío.
Ambas se levantan embozadas en sus mantas. Se van a dormir. La estrella sigue allí.
Imagen: Fotografía de Rubén Cabecera Soriano.
Mérida a 30 de noviembre de 2019.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera