Tuve un profesor de Historia hace ya un
cuarto de siglo, allá por BUP, que me dijo, en realidad nos lo dijo a todos los
que aprendíamos con él más de la vida que de su asignatura, que deberíamos
meternos a políticos, que deberíamos afiliarnos a un partido, a uno de los vencedores,
a uno de los del bipartidismo de entonces —idéntico al de ahora— sin analizar
demasiado cuál y sin necesidad de rebuscar en nuestro ideales —por aquel entonces
aún no los teníamos demasiado definidos y si así hubiera sido cambiarlos no habría
supuesto un serio problema— una correspondencia entre lo que pregonaban los
partidos y lo que nosotros, en aquella imberbe y tierna juventud,
podríamos pensar. No nos lo dijo porque considerase que nuestro pueril
pensamiento político fuese espurio, vano o inmaduro —que lo era—, sino porque la
ideología del partido político que eligiésemos cambiaría tanto que en el futuro
mirar atrás nos acarrearía llevarnos las manos a la cabeza del profundo asombro
provocado por la evolución interesada de esos credenciales políticos. También
nos lo decía —confesaba a menudo— para que tuviésemos la seguridad de poder
vivir bien. Nos lo dijo, dando por hecho, que la mayoría de nosotros, estudiantes
en un colegio de curas, terminaríamos teniendo una carrera universitaria. En
eso acertó. En su consejo, no. No le hicimos caso ninguno de los que recibimos con
entusiasmo, y en ocasiones con perversa malicia, sus charlas. Nos lo repetía
con frecuencia. Seguramente lo hacía porque nos tenía cierta estima o tal vez porque
quería pensar que, si le hacíamos caso, alguno de nosotros —a los que nos acusaba
de ser defensores de causas perdidas y de enrevesarnos en la dialéctica
bizantina— podría mejorar la realidad política del futuro español. Ni lo uno, ni
lo otro; al menos en nuestro caso. En esa generación a la que pertenezco
nosotros habríamos sido adalides de una vivencia política en la que nos hubiésemos
coronado como altos cargos en gobiernos nacionales o regionales. Con seguridad.
No todos, claro está, pero sí algunos. Hoy me pregunto por qué no le hicimos
caso. Me pregunto qué fue lo que nos llevó por la senda del estudio, de la
carrera, del título y por qué no vimos en la política una alternativa —o un
complemento— a esa irreverente impertinencia estudiantil que nos ha convertido
a muchos en auténticos esclavos de un sistema desequilibrado en el que los
formados trabajadores de lo privado apenas tenemos tiempo para respirar y los
otros, también formados, pero en lo público, se han convertido en títeres
corresponsables de la mediocridad que nos invade por doquier y que la propia
administración fomenta con su actitud. Esa pregunta tiene una respuesta: el
deseo de nuestros padres de alcanzar lo que ellos no lograron. Veníamos de una época
en la que era un lujo al alcance de pocos privilegiados obtener un título
universitario que, además, te aseguraba un futuro muy estable y cómodo económicamente
hablando. Pero con nosotros y alguna generación posterior arrastrada aún por
nuestra inercia, la situación se reveló falaz. Las generaciones más preparadas
de la historia de España son las más desgraciadas, las más miserables, las más
mediocres. Y no porque lo sean —seamos— per se, sino porque la realidad
cruel y sistémica nos ha llevado a semejante situación. Es imposible cambiarlo,
al menos en el corto plazo y a la vista de lo tenemos, en el largo plazo
tampoco tendría yo demasiadas esperanzas.
Frente a esta situación tenemos a aquellos
despabilados, astutos que, tal vez, sin tener un profesor como aquel que nos
amenizaba las mañanas frías de invierno con historias de las depravaciones de algunos
personajes, fueron capaces de ver en la política —igual no servían para otra
cosa— una salida para su mediocridad. Cuánto rencor hay en estas mis palabras
que supongo compartido con muchos. Resulta extraño y paradójico que los
mediocres alcancen la excelencia y los llamados a ser excelentes caigan en la
mediocridad. La culpa es de la sociedad, así que asumo mi parte, pero no puedo
ceder sin más, sin dejar algún esputo que caiga en los ojos de alguien para que
tenga la necesidad de restregarse y al limpiarse vea con más claridad una
verdad vergonzante que no debería dejarnos indiferentes a ninguno.
Cómo es posible, me pregunto, que alguien
suplante con total impunidad la titulación que tanto esfuerzo ha costado sacar
a muchos, por mucho que puedan llenarse hojas y hojas de excusas y justificaciones
o de silencios impertinentes y que no pase nada. La respuesta es sencilla —aunque
antes confieso mi decepción con el tiempo perdido estudiando que bien podía haber
dedicado a desarrollar mis dotes como charlatán o directamente ladrón, de los
discretos, eso sí, nada de asaltar bancos o similar—: la desvergüenza se ha
asentado entre nosotros y la asumimos con total naturalidad. El problema es —tal
vez nadie se haya parado a pensarlo, o tal vez sí— que en este escenario a nadie
le extrañe si alguien —yo mismo, ¿por qué no?— ofrece sus servicios
o, mejor aún, directamente firma —aunque no sea exactamente debajo del título—
prescripciones como médico cirujano vascular, proyectos como ingeniero de
minas, decretos ratificados como presidente del gobierno o leyes sancionadas como rey de España. Que nadie se asombre.
Imagen: elpais.es
En Mérida a 30 de noviembre de 2019.
Francisco
Irreverente.