Ngul ya no se levantó. Su mente quería
hacerlo, pero en su cuerpo no quedaban fuerzas. Permaneció tumbado bajo unos plásticos
de colores. Eran su casa, lo había sido desde siempre, desde que recordaba. No
estaba solo en aquel basurero. Otros muchos niños y ancianos estaban allí, pero
no con él. Cada uno de ellos hacía todo lo posible por sobrevivir y eso incluía
matar a otro si, llegado el caso, era necesario. Ngul también había matado. Lo había
hecho para no morir él. Existía una suerte de regla no escrita —de poco habría
servido que lo hubiera estado pues ninguno de los que allí vivía sabía leer—
que decía que quien encontraba comida debía comérsela antes de que otro llegase
si no quería tener que pelear por ella. La comida escaseaba y las luchas eran
muy frecuentes. Casi siempre moría alguien en estos enfrentamientos porque si
uno no mataba a otro significaba darle la oportunidad de vengarse. A pesar de
lo que allí ocurría era bien conocido en la ciudad, no dejaba de llegar gente,
especialmente niños huérfanos o abandonados que creían que solo allí podrían
sobrevivir. La naturaleza del ser humano se aferra a la vida, aunque sea la desesperanza
lo que le rodea. Quienes vivían allí buscaban entre los escombros cualquier
cosa que llevarse a la boca o que vender en el mercado negro. Algunos se habían
especializado en electrodomésticos y aparatos electrónicos de los que sacaban
aquellos componentes que consideraban que podrían funcionar para llevarlos a las
industrias de la ciudad e intentar sacar algo por ellos o bien extraían algunos
de sus metales para venderlos. Esta mercadería estaba controlada por las mafias
de la basura que explotaban a los niños a cambio de comida y un poco de agua limpia.
Otros sencillamente vagaban entre la inmundicia con la esperanza de encontrar
algo que pudiera servirles para calmar el hambre. Ngul pertenecía a estos últimos,
pero debía sobrevivir a los primeros.
Los camiones de basura llegaban dos veces al
día al gigantesco basurero. Los más fuertes se arremolinaban alrededor para poder
elegir entre los residuos que descargaban aquello que consideraban más valioso.
Nadie se oponía. Los demás esperaban pacientes a que se marcharan para poder
acercarse e intentar sacar algo de los restos que habían dejado. La basura
procedía de la ciudad, pero también de otros lugares lejanos, muy lejanos. Aquella
ciudad vendía su tierra para que los más ricos pudieran depositar allí sus desechos.
Era un negocio muy lucrativo del que se beneficiaban solo unos pocos a costa de
la propia ciudad en la que cada vez era más difícil respirar y los árboles morían,
habían dejado de dar sombra. El sofocante calor y la falta de agua los había
convertido en esqueletos de madera que ni siquiera los niños utilizaban para
jugar. Tan solo una zona de la ciudad ofrecía un entorno más amigable para vivir,
pero esa zona era inaccesible para la mayoría de la gente. A pesar de ello, ese
barrio tampoco se libraba, cuando el viento soplaba en la dirección propicia,
del hedor que desprendía aquel inmundo lugar al que se podía llegar desde
cualquier sitio con la nariz. Los que vivían allí se habían acostumbrado —si es
que alguien puede llegar a acostumbrarse a eso— a esa pestilencia y campaban a
sus anchas por la extensa superficie colmatada de todo tipo de basuras, había
absolutamente de todo. No era extraño encontrar cadáveres de animales e incluso
de personas, algunos llegaban en los camiones y otros pertenecían a los más débiles
del vertedero, aquellos que no lograban sobrevivir a la miseria o a las
enfermedades que, como muchos de ellos, también campaban a sus anchas. A veces también
aparecían envases de comida sin abrir. El que tenía la fortuna de hacerse con
uno de estos hallazgos se convertía en la persona más feliz del mundo.
Procuraba esconderlo rápidamente y llevárselo a su guarida —llamarlo hogar sería
una exageración imperdonable—, pero siempre al final del día para no levantar
sospechas. En la oscuridad de la noche, bajo algún tenue fuego encendido con restos
de plásticos que desprendían un terrible humo negro, el afortunado abría el
paquete y engullía lo que el azar le había ofrecido. Poco importa si está caducado
cuando uno se alimenta de comida putrefacta y en descomposición.
Ngul caminaba descalzo por el vertedero y sus
pies estaban llenos de úlceras supurantes que le causaban un terrible dolor. Ya
no podía ponerse en pie. Sabía qué significaba eso. Cuando el olor de su cuerpo
en descomposición llamase la atención de sus compañeros, terminaría sepultado
por la basura, esa misma que le había permitido sobrevivir unos años, ya que
cuando alguien moría, los demás se encargaban de darle sepultura enterrándolo
bajo la inmundicia. Así se olvidaba al muerto y evitaban problemas con las
autoridades. Solían pedirles a algunos camioneros que depositaran su carga en
la zona en la que estaba el cadáver. Los conductores sabían qué significaba eso
y se limitaban a adentrarse algo más en el vertedero para convertir sus
desechos en improvisados mausoleos olvidados a los que nadie iría nunca a rezar
y sobre los que nadie depositaría nunca flores. Ngul morirá abrazado a un osito
de peluche. Lo encontró ayer.
Imagen: Cristian Ávila Jiménez, EL TIEMPO.
En Mérida a 24 de noviembre de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera