Jup está en la calle. Hace frío, más del que
esperaba, menos del que debería. El sol la ha engañado, sus rayos calientan,
pero el aire la enfría. Espera sentada en la plaza. En los soportales, en un
umbral que ya fue asiento para ella hace mucho tiempo. También para él que
llega cuando las campanas anuncian la hora en punto en que habían quedado.
—¿Llevas
mucho tiempo esperando?
—Solo un instante. —Jup no quiere confesar
que está congelada desde hace rato porque no quiso permanecer más tiempo en su
casa, nerviosa, desesperada porque el tiempo, ese del que Santocabrero le
permite renegar, transcurriese para que las agujas del reloj del ayuntamiento
marcasen la hora de la cita. Se había dado un paseo por el pueblo, había pasado
por delante de su casa en varias ocasiones. También lo hizo por delante de la
casa de su abuela. Acarició su puerta. Pensó que debía pedirle a su madre la
llave de nuevo. Quería entrar. Quería ver la casa donde pasó gran parte de su
infancia. Quería buscar su pasado. Cuando se cansó de dar vueltas se sentó a
esperar.
—Bien
—indica escueto él—. Vamos.
Jup se incorpora enseguida. No lo había hecho
antes, tal vez esperando que él se sentase a su lado, tal vez deseando que le
ofreciese la mano, una mano que regresará a ella, para ayudarla a levantarse.
Ninguna de las dos cosas aconteció. Ambos comenzaron a andar. Se dirigieron a
la montaña. Él le enseñaría el camino que lleva a la cumbre. Ella lo seguiría. Ascenderían
durante un rato, no mucho, porque el frío los ateriría. Lo justo para encontrar
el lago en el que de pequeños ambos se bañaban, como se contaron en su encuentro
tras el regreso de Jup, aunque ninguno recordase haberlo hecho junto al otro,
incluso a pesar de que sus edades parecían coincidir y Santocabrero es un
pueblo pequeño en el que es difícil no coincidir con la gente; conocerla ya es
harina de otro costal. Ella se marchó y dejó de bañarse, él siguió y sigue
haciéndolo, aunque no cree que hoy sea un día apropiado para el baño porque el
agua debe estar casi helada.
El camino está lleno de naturaleza, la
naturaleza está llena de vida, la vida que Jup desea, la que siempre estuvo
dentro de ella y su mente no quiso olvidar, la que la unía a Santocabrero, la
que la unía a su abuela. Jup iba acariciando cada hoja, cada tronco que se le presentaba.
Cada hoja, por su parte, intentaba acariciar a Jup cuando ella se acercaba,
movidas al compás del viento que, con su vaivén infinito en los bosques de
Santocabrero, le susurraban el camino hacia la felicidad. Ese camino apenas era
visible y solo gracias a que su acompañante lo conocía, podían seguirlo, aunque
cada paso que daba provocaba en Jup una sinfonía de recuerdos que sonaban
maravillosamente presentes en su memoria. Si le hubieran preguntado, habría
respondido que la última vez que recorrió ese sendero fue ayer mismo, pero la
realidad es que habían transcurrido muchos años, demasiados para Jup, muy pocos
para el camino que llevaba allí toda la vida y que reconocía el caminar de cada
caminante como solo los caminos pueden hacerlo.
Casi sin esperarlo se les apareció el lago.
Ambos estaban agotados por el esfuerzo, pero la umbría del bosque no les había
permitido sudar, así que cuando llegaron al claro en el que el lago prorrumpía
liberando un amplio espacio de la espesura de los árboles, ambos comenzaron a
sudar. Él se quitó el antiguo zamarro, herencia de generaciones pasadas; ella
la chaqueta, adquirida no hacía mucho en un centro comercial. Jup se acercó al
agua. Se agachó. La tocó y se refrescó la cara, ya sudorosa. Se desnudó sin
mirar hacia atrás, arrojó la ropa tras de sí y se metió. Fue un instante apenas
lo que duró su gesto, pero a él se le hizo una eternidad. No dejó de mirarla ni
un segundo a pesar de su pudor. Estaba asombrado y asustado, aunque no habría
sabido decir por qué. Jup era una mujer. La primera mujer que él veía desnuda.
Se excitó. No pudo evitarlo. Sintió vergüenza. Desde el agua, ella lo invitó a
unirse a él. «No está fría», gritó. Él negaba con la cabeza. «Vamos», insistió.
Él se levantó. Se dio la vuelta y desapareció. Jup lo contempló mientras se
iba. Se sintió mal, le dio pena. Quiso salir para retenerle, pero fue el agua
quien la retuvo a ella. Se quedó. Se acarició. Se sintió libre. Se sintió
limpia, transparente. Miró hacia el fondo y vio como entre sus piernas
merodeaban algunos pececillos. El fondo parecía no existir y, sin embargo,
según avanzaba hacia el interior del lago una fina arena de color blanco se
levantaba. Comenzó a nadar. Pronto el cansancio acumulado durante el camino
hizo mella y se detuvo a descansar. Flotaba. Flotaba boca arriba. Creyó que
estaba en el mismísimo centro del lago. Miró alrededor: agua, árboles, montaña,
nieve, sol... Azul. Deseó convertirse en lo que veía. Deseó formar parte de esa
naturaleza que la embriagaba, pero su condición humana, su razón, su propio
ser, la desengañó y la tristeza envolvió su alma. Nadó todo lo rápido que pudo,
quería huir de su deseo, salir de allí, estupefacta como estaba por la belleza
que sus ojos contemplaban y de la que no podía formar parte. Deseó morir, pero
no quería dejar de vivir para poder seguir percibiendo en cada momento lo que
aquel paisaje le mostraba, pero que ella no comprendía, no quería dejar de
sentir aquellas maravillosas sensaciones, quería formar parte de ellas. No
quería ser Jup.
Salió del agua. Las gotas resbalaban por su
cuerpo como si quisiesen regresar al lago: escapar de la prisión que para ellas
era Jup y que las había alejado de su hogar, de su verdadero hogar. Así se
sentía Jup. Buscó un lugar soleado en el que secarse. Los escasos rayos de sol
que salvaban el cerco de las nubes recién llegadas alumbraban una pequeña
franja verde de apenas el tamaño de una persona en el que Jup se resguardó
ofreciendo su cuerpo al sol para que la calentase. Jup se sentía feliz. El sol
desapareció escondiéndose tras las nubes cada vez más densas y oscuras y el
frío regresó. Jup se vistió. La luz casi desapareció. Pareciera que la noche
hubiera adelantado su venida como si tuviese prisa por llegar por más que
conociese su trágico destino. Jup no sabía si sabría encontrar el camino de
regreso. No se había movido demasiado del lugar al que ambos llegaron hacía no
mucho tiempo, así que pudo localizar el sendero por el que habían aparecido en
el lago, pero tenía miedo de no poder seguirlo. Se adentró nuevamente en la
espesura del bosque, aún más oscuro que antes y comenzó a caminar. Pasados
escasos minutos se detuvo. Las hojas ya no la acariciaban y la sinfonía que el
viento tocaba para ella se había transformado en un tronar amenazador y
tenebroso. Sintió miedo. Estaba asustada, muy asustada. Entonces apareció él.
No había regresado, sino que no se había ido. Estaba esperándola a poca
distancia del lago, lo suficientemente lejos como para evitar la tentación de
ir a contemplarla, pero lo suficientemente cerca como para verla aparecer por
el camino. Sin embargo, en ese preciso instante estaba regresando al lago
preocupado por las nubes amenazadoras. Cuando se vieron, ella sonrió. Él
también, pero con timidez. Él le tendió la mano. Ella se aferró a ella con
fuerza. Se creyó niña por un instante. Él se creyó hombre. Regresaron al pueblo
en silencio. La lluvia fue el único sonido que los acompañó.
Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.
Mérida a 3 de noviembre de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera