Historias de Santocabreo (VIII). El agua.




Jup está en la calle. Hace frío, más del que esperaba, menos del que debería. El sol la ha engañado, sus rayos calientan, pero el aire la enfría. Espera sentada en la plaza. En los soportales, en un umbral que ya fue asiento para ella hace mucho tiempo. También para él que llega cuando las campanas anuncian la hora en punto en que habían quedado.

—¿Llevas mucho tiempo esperando?
—Solo un instante. —Jup no quiere confesar que está congelada desde hace rato porque no quiso permanecer más tiempo en su casa, nerviosa, desesperada porque el tiempo, ese del que Santocabrero le permite renegar, transcurriese para que las agujas del reloj del ayuntamiento marcasen la hora de la cita. Se había dado un paseo por el pueblo, había pasado por delante de su casa en varias ocasiones. También lo hizo por delante de la casa de su abuela. Acarició su puerta. Pensó que debía pedirle a su madre la llave de nuevo. Quería entrar. Quería ver la casa donde pasó gran parte de su infancia. Quería buscar su pasado. Cuando se cansó de dar vueltas se sentó a esperar.
—Bien —indica escueto él—. Vamos.

Jup se incorpora enseguida. No lo había hecho antes, tal vez esperando que él se sentase a su lado, tal vez deseando que le ofreciese la mano, una mano que regresará a ella, para ayudarla a levantarse. Ninguna de las dos cosas aconteció. Ambos comenzaron a andar. Se dirigieron a la montaña. Él le enseñaría el camino que lleva a la cumbre. Ella lo seguiría. Ascenderían durante un rato, no mucho, porque el frío los ateriría. Lo justo para encontrar el lago en el que de pequeños ambos se bañaban, como se contaron en su encuentro tras el regreso de Jup, aunque ninguno recordase haberlo hecho junto al otro, incluso a pesar de que sus edades parecían coincidir y Santocabrero es un pueblo pequeño en el que es difícil no coincidir con la gente; conocerla ya es harina de otro costal. Ella se marchó y dejó de bañarse, él siguió y sigue haciéndolo, aunque no cree que hoy sea un día apropiado para el baño porque el agua debe estar casi helada.

El camino está lleno de naturaleza, la naturaleza está llena de vida, la vida que Jup desea, la que siempre estuvo dentro de ella y su mente no quiso olvidar, la que la unía a Santocabrero, la que la unía a su abuela. Jup iba acariciando cada hoja, cada tronco que se le presentaba. Cada hoja, por su parte, intentaba acariciar a Jup cuando ella se acercaba, movidas al compás del viento que, con su vaivén infinito en los bosques de Santocabrero, le susurraban el camino hacia la felicidad. Ese camino apenas era visible y solo gracias a que su acompañante lo conocía, podían seguirlo, aunque cada paso que daba provocaba en Jup una sinfonía de recuerdos que sonaban maravillosamente presentes en su memoria. Si le hubieran preguntado, habría respondido que la última vez que recorrió ese sendero fue ayer mismo, pero la realidad es que habían transcurrido muchos años, demasiados para Jup, muy pocos para el camino que llevaba allí toda la vida y que reconocía el caminar de cada caminante como solo los caminos pueden hacerlo.

Casi sin esperarlo se les apareció el lago. Ambos estaban agotados por el esfuerzo, pero la umbría del bosque no les había permitido sudar, así que cuando llegaron al claro en el que el lago prorrumpía liberando un amplio espacio de la espesura de los árboles, ambos comenzaron a sudar. Él se quitó el antiguo zamarro, herencia de generaciones pasadas; ella la chaqueta, adquirida no hacía mucho en un centro comercial. Jup se acercó al agua. Se agachó. La tocó y se refrescó la cara, ya sudorosa. Se desnudó sin mirar hacia atrás, arrojó la ropa tras de sí y se metió. Fue un instante apenas lo que duró su gesto, pero a él se le hizo una eternidad. No dejó de mirarla ni un segundo a pesar de su pudor. Estaba asombrado y asustado, aunque no habría sabido decir por qué. Jup era una mujer. La primera mujer que él veía desnuda. Se excitó. No pudo evitarlo. Sintió vergüenza. Desde el agua, ella lo invitó a unirse a él. «No está fría», gritó. Él negaba con la cabeza. «Vamos», insistió. Él se levantó. Se dio la vuelta y desapareció. Jup lo contempló mientras se iba. Se sintió mal, le dio pena. Quiso salir para retenerle, pero fue el agua quien la retuvo a ella. Se quedó. Se acarició. Se sintió libre. Se sintió limpia, transparente. Miró hacia el fondo y vio como entre sus piernas merodeaban algunos pececillos. El fondo parecía no existir y, sin embargo, según avanzaba hacia el interior del lago una fina arena de color blanco se levantaba. Comenzó a nadar. Pronto el cansancio acumulado durante el camino hizo mella y se detuvo a descansar. Flotaba. Flotaba boca arriba. Creyó que estaba en el mismísimo centro del lago. Miró alrededor: agua, árboles, montaña, nieve, sol... Azul. Deseó convertirse en lo que veía. Deseó formar parte de esa naturaleza que la embriagaba, pero su condición humana, su razón, su propio ser, la desengañó y la tristeza envolvió su alma. Nadó todo lo rápido que pudo, quería huir de su deseo, salir de allí, estupefacta como estaba por la belleza que sus ojos contemplaban y de la que no podía formar parte. Deseó morir, pero no quería dejar de vivir para poder seguir percibiendo en cada momento lo que aquel paisaje le mostraba, pero que ella no comprendía, no quería dejar de sentir aquellas maravillosas sensaciones, quería formar parte de ellas. No quería ser Jup.

Salió del agua. Las gotas resbalaban por su cuerpo como si quisiesen regresar al lago: escapar de la prisión que para ellas era Jup y que las había alejado de su hogar, de su verdadero hogar. Así se sentía Jup. Buscó un lugar soleado en el que secarse. Los escasos rayos de sol que salvaban el cerco de las nubes recién llegadas alumbraban una pequeña franja verde de apenas el tamaño de una persona en el que Jup se resguardó ofreciendo su cuerpo al sol para que la calentase. Jup se sentía feliz. El sol desapareció escondiéndose tras las nubes cada vez más densas y oscuras y el frío regresó. Jup se vistió. La luz casi desapareció. Pareciera que la noche hubiera adelantado su venida como si tuviese prisa por llegar por más que conociese su trágico destino. Jup no sabía si sabría encontrar el camino de regreso. No se había movido demasiado del lugar al que ambos llegaron hacía no mucho tiempo, así que pudo localizar el sendero por el que habían aparecido en el lago, pero tenía miedo de no poder seguirlo. Se adentró nuevamente en la espesura del bosque, aún más oscuro que antes y comenzó a caminar. Pasados escasos minutos se detuvo. Las hojas ya no la acariciaban y la sinfonía que el viento tocaba para ella se había transformado en un tronar amenazador y tenebroso. Sintió miedo. Estaba asustada, muy asustada. Entonces apareció él. No había regresado, sino que no se había ido. Estaba esperándola a poca distancia del lago, lo suficientemente lejos como para evitar la tentación de ir a contemplarla, pero lo suficientemente cerca como para verla aparecer por el camino. Sin embargo, en ese preciso instante estaba regresando al lago preocupado por las nubes amenazadoras. Cuando se vieron, ella sonrió. Él también, pero con timidez. Él le tendió la mano. Ella se aferró a ella con fuerza. Se creyó niña por un instante. Él se creyó hombre. Regresaron al pueblo en silencio. La lluvia fue el único sonido que los acompañó.




Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.


Mérida a 3 de noviembre de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera