domingo, 29 de septiembre de 2019
Historias de Santocabrero (VI). El tiempo.
Los días en Santocabrero discurren extraños. No
parece que el tiempo tenga importancia y a nadie parece que eso le importe. Jup
viene de la ciudad. Allí el tiempo lo es todo, todo está programado, todo está
medido, contabilizado en minutos, en segundos. Nada se escapa al transcurrir de
las horas y quien pretende huir de ellas es porque no es de allí. Jup no tenía
reloj en la ciudad, aun así, el tiempo determinaba su vida. Aquí, en
Santocabrero, todo es diferente, aquí, en Santocabrero, tampoco tiene reloj. El
tiempo se ha visto relegado a una posición no preeminente que en Jup se ha
convertido en un ápice de felicidad. Jup huía del tiempo, pero el tiempo no la
dejaba escapar. Aquí Jup no necesita huir del tiempo porque este no se atreve a
perseguirla. Los días y las noches transcurren sin más, las prisas no existen,
pero, a pesar de ello, todo se hace y nada falta.
Hoy, como ayer, y como mañana, es la luz la
que despierta a Jup. Es temprano, todavía no hay gallos cacareando, incluso
ellos parecen no tener prisa por amanecer. Jup se levanta, se asea, se dirige a
la cocina, va descalza, el suelo está frío, pero eso no la incomoda. Abre el
frigorífico y saca la leche. El recuerdo de un vaso de leche recién ordeñada le
viene a la mente como un relámpago. Añora su infancia, la que transcurrió allí
en Santocabrero. Ahora que ha regresado quiere revivirla, pero para eso el
tiempo es implacable. Ahí Jup no puede vencerlo, pero ella no lo sabe y lucha
por ser la niña que fue y que se perdió entre prismas de acero y hormigón
cuando tuvo que abandonar su hogar. A veces, por las noches, cuando Jup se va a
la cama dejando a su madre sentada en el sofá de la sala de estar, arropada con
la falda de la camilla, adormecida, intenta recordar, pero su memoria falla, no
consigue hallar explicación para las emociones que vive cada día por las calles
de Santocabrero cuando va a por el pan, cuando va a por leche, cuando pasea
junto a su madre sujetas del brazo. Esas emociones tienen su historia, pero Jup
no la recuerda, pregunta a su madre, pero ella tiene sus propias emociones y
ella sí recuerda sus historias. Jup quiere que se las cuente para comprobar si
esas historias pueden ser también las suyas. Jup le pide que le hable de su
abuela, del Abuelo, de las calles empedradas que ya se perdieron, de las
puertas de madera decolorada por los años a la intemperie. Jup quiere todos los
detalles para revivir la infancia que olvidó. Su madre la consuela, le cuenta
lo que pide, pero sobre todo la consuela. Se siente culpable por no haber
permitido a Jup completar la niñez que comenzó a vivir. Ella sabe que ya es
tarde, sabe que Jup tiene que asumir que dejó de ser niña y que no puede volver
a serlo. Sabe que al final Jup lo asumirá, ella también pasó por esa etapa, en
su caso no fue el abandono prematuro de su hogar, su historia fue diferente,
pero también la tuvo, también sufrió, también encontró el consuelo de su madre
y también lo superó. Es cuestión de tiempo, qué gran paradoja que sea
precisamente el tiempo, de lo que se huye, el que le permita a uno recuperar la
cordura de una locura transitoria.
Hoy, como ayer, y como mañana, Jup sale a la
calle, desayunada. Sale para buscarse, para encontrarse entre los rincones de Santocabrero,
bajo sus soportales, junto a la iglesia, cerca del ayuntamiento, al lado del
cementerio, en la montaña, tal vez allí está la respuesta que no encuentra, busca
por todos aquellos lugares que intuye que recorrió cuando niña para comprobar si
su memoria le ofrece algo más allá de la sensación de saberse de regreso. Camina
incansable buscando y buscando. Fracasará, pero aprenderá a valorar esas
emociones. Su frustración se compensará con el estremecimiento que cada rincón
le provoca. Jup se para a beber en la fuente, es de piedra como el resto del
pueblo, una piedra que los años han coloreado de un marrón térreo. La toca, está
húmeda, pero no ha sido salpicada, es el agua que impregna cada poro de la roca
con su sola presencia. El musgo crecido en el rebosadero no ofrece lugar a
dudas, nadie la usa desde hace mucho tiempo. Jup bebía de la fuente cuando
niña, así lo siente, aunque no lo recuerde, ahora, vuelve a beber, se agacha
sobre el caño transformado en grifo fluxor y lo aprieta. Está duro, pero su
determinación es grande, lo pulsa con las dos manos hasta que consigue liberar
la presión del agua que fluye cristalina a borbotones, la salpica, está fría.
Jup sonríe. Jup bebe: es maravillosa. Su cuerpo agradece el refresco tras la
caminata. Se siente feliz en su tristeza y por primera vez desde que regresó
olvida que no recuerda. Sonríe. Mira hacia arriba y el cielo azul la consuela. Mira
hacia abajo, hacia la fuente. Hay gotas de agua por todos lados, no quieren
caer, no quieren dejarse llevar por la gravedad, que es quien determina su porvenir, no quieren llegar al suelo,
alcanzar un final que ellas, en su irracionalidad, desconocen, pero al que están
avocadas irremediablemente, por mucho que quieran aferrarse a su condición más
etérea, por mucho que quieran adherirse cualquier cosa. Al final se desplomarán
y no podrán eludir su destino, y si caen entre las suyas se fundirán indisolubles
perdiendo su identidad en una masa informe que se amolda de forma milimétrica
al recipiente que las cobija, pero si caen al suelo, conservando su idiosincrasia,
el tiempo las hará desaparecer, perdiéndose para siempre.
Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.
En Mérida a 26 de septiembre de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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