domingo, 15 de septiembre de 2019
Historias de Santocabrero (V). El regreso.
Cuando crecemos son muchas las cosas que
ocurren, demasiadas, pero hay una atroz, inhumana. Es la pérdida de la
inocencia, su desnaturalización, que en los niños es consustancial a su propia
existencia, y la peor consecuencia que ello trae es la aparición del rencor. El
crecimiento introduce cambios físicos y mentales tan acelerados que es difícil
que no queden secuelas en quien deja de ser niño y pasa a ser adulto, por más
que entre medio se interponga la adolescencia con su batiburrillo anímico.
Jup es una mujer. Regresa a su pueblo,
Santocabrero, por primera vez desde la muerte de su abuela. El pueblo no ha
cambiado, ella sí. Ella no tenía interés en regresar, la lucidez de la madurez
consiente olvidar, aunque los sentimientos queden arraigados, incrustados en el
alma por más que un tenue y nubloso velo de tiempo los cubra, pero su madre le
pidió que la acompañase y ella aceptó. El viaje fue largo y fueron pocas las
palabras que se dijeron a pesar de que ambas, madre e hija, hablaban mucho con
frecuencia. Todo se lo contaban. La madre escuchaba los desamores de la hija y
la hija escuchaba las penas de la madre. Cambia el discurso con la edad, pero
la confianza no se ve mermada. Siempre habrá secretos, nadie es libre para
contarlo todo, es su propio yo quien establece el límite entre lo que uno debe,
puede y quiere decir, pero lo que ellas solo intuyen es que no pueden
esconderse los sentimientos. Tanto una como otra saben siempre si algo les
ocurre, desconocerán el qué, pero percibirán que está ahí.
La llave, oxidada de tiempo, casi no pudo
abrir la puerta. Ambas mujeres empujaron, tiraron y forzaron. Agarraron la
aldaba para intentar ajustar la puerta a la cerradura y conseguir desecharla.
Les llevó un buen rato logra el primer cuarto de giro. Estuvieron a punto de
desistir. Entonces llegó él. Las vio a lo lejos. No las reconoció al principio.
El tiempo había hecho su labor. Les preguntó si necesitaban ayuda. Ellas se
asustaron, no le vieron llegar enfrascadas como estaban en desatrancar la
puerta. Al girarse ambas guardaron silencio durante un instante. Fue la madre
la que se atrevió a hablar.
—Sí, estamos intentando abrir la puerta, pero
parece que está atascada. La llave apenas si gira.
El hombre, que antes fue joven, se acercó y
pidió la llave. Ambas mujeres se apartaron. Metió la llave y empujó, tiró y
forzó la puerta, no hizo más que lo que antes hicieron las mujeres. Agarró la
aldaba para intentar ajustar la cerradura, pero nada consiguió.
—Sí que está atrancada —sonrió—, puedo traer
un poco de aceite y echarlo en las bisagras y en la cerradura, a ver si así
conseguimos abrirla.
—Puede ser de ayuda —dijo la madre.
El hombre se volvió. La madre miró a Jup, sin
decirle nada le preguntó si conocía a ese hombre. Jup, sin decir nada, no
contestó. Jup lo había reconocido, era el joven que visitaba al Abuelo y que le
pedía que le contase cómo subir a la montaña de Santocabrero. La madre sabía
que su hija lo había reconocido, pero nada dijo al respecto. Siguieron
intentando abrir la puerta hasta que el hombre regresó con una aceitera de
latón y un trapo roído por el uso. La madre de Jup tendió la mano y recibió la
aceitera sin que mediase palabra alguna. La casa era suya, ella sería quien la
abriese. Derramó algo de aceite por todas partes. Los tres quisieron oír como
las duelas de madera descoloridas crujían, como si se estuviese desperezando, adormecidas
después de tantos años, pareció que solo entonces la puerta consintió ser
abierta y la madre de Jup fue la primera en entrar. No esperó a que nadie la
invitase, no lo necesitaba, era su casa. Después lo hizo Jup. El hombre se
quedó en el umbral a la espera de recibir una invitación que no obtuvo,
buscando en la penumbra del hogar ajeno un relato que narrase la historia de un
regreso que sabía que no podría encontrar. La madre de Jup abrió la puerta del
final del pasillo. Justo la que comunicaba la cocina con el patio trasero. Una
ráfaga de luz inundó la casa que, como el portón de la entrada, pareció
despertar de su letargo. La madre de Jup regresó a la entrada atravesando halos
de polvo que se esparcían con cada pisada. Jup entró con las dos maletas en las
que la madre llevaba lo que necesitaba. Ella no tenía equipaje; la madre no le
preguntó por qué. Las dejó en el suelo del zaguán y se dio la vuelta para mirar
al hombre. La contraluz le impidió percibir su rostro.
—Gracias —le dijo mostrándole la mano para
despedirse.
—De nada —respondió el hombre que no hace
demasiado había sido muchacho y al que aún le quedaba tiempo para ser señor.
—Gracias —dijo también la madre que le
ofreció la mejilla. Un beso escueto sin contacto, sin sonido sirvió como adiós.
El hombre se dio la vuelta para marcharse. La
madre entornó la puerta echando la cadena por dentro y condenando el acceso a
quienes no supieran que con un simple gesto del dedo índice podían sacar el
gancho de la anilla y penetrar en una casa hasta no hace mucho desesperanzada
por su soledad.
Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.
En Mérida a 15 de septiembre de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera
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