Historias de Santocabrero (V). El regreso.




Cuando crecemos son muchas las cosas que ocurren, demasiadas, pero hay una atroz, inhumana. Es la pérdida de la inocencia, su desnaturalización, que en los niños es consustancial a su propia existencia, y la peor consecuencia que ello trae es la aparición del rencor. El crecimiento introduce cambios físicos y mentales tan acelerados que es difícil que no queden secuelas en quien deja de ser niño y pasa a ser adulto, por más que entre medio se interponga la adolescencia con su batiburrillo anímico.

Jup es una mujer. Regresa a su pueblo, Santocabrero, por primera vez desde la muerte de su abuela. El pueblo no ha cambiado, ella sí. Ella no tenía interés en regresar, la lucidez de la madurez consiente olvidar, aunque los sentimientos queden arraigados, incrustados en el alma por más que un tenue y nubloso velo de tiempo los cubra, pero su madre le pidió que la acompañase y ella aceptó. El viaje fue largo y fueron pocas las palabras que se dijeron a pesar de que ambas, madre e hija, hablaban mucho con frecuencia. Todo se lo contaban. La madre escuchaba los desamores de la hija y la hija escuchaba las penas de la madre. Cambia el discurso con la edad, pero la confianza no se ve mermada. Siempre habrá secretos, nadie es libre para contarlo todo, es su propio yo quien establece el límite entre lo que uno debe, puede y quiere decir, pero lo que ellas solo intuyen es que no pueden esconderse los sentimientos. Tanto una como otra saben siempre si algo les ocurre, desconocerán el qué, pero percibirán que está ahí.

La llave, oxidada de tiempo, casi no pudo abrir la puerta. Ambas mujeres empujaron, tiraron y forzaron. Agarraron la aldaba para intentar ajustar la puerta a la cerradura y conseguir desecharla. Les llevó un buen rato logra el primer cuarto de giro. Estuvieron a punto de desistir. Entonces llegó él. Las vio a lo lejos. No las reconoció al principio. El tiempo había hecho su labor. Les preguntó si necesitaban ayuda. Ellas se asustaron, no le vieron llegar enfrascadas como estaban en desatrancar la puerta. Al girarse ambas guardaron silencio durante un instante. Fue la madre la que se atrevió a hablar.

—Sí, estamos intentando abrir la puerta, pero parece que está atascada. La llave apenas si gira.
El hombre, que antes fue joven, se acercó y pidió la llave. Ambas mujeres se apartaron. Metió la llave y empujó, tiró y forzó la puerta, no hizo más que lo que antes hicieron las mujeres. Agarró la aldaba para intentar ajustar la cerradura, pero nada consiguió.

—Sí que está atrancada —sonrió—, puedo traer un poco de aceite y echarlo en las bisagras y en la cerradura, a ver si así conseguimos abrirla.
—Puede ser de ayuda —dijo la madre.

El hombre se volvió. La madre miró a Jup, sin decirle nada le preguntó si conocía a ese hombre. Jup, sin decir nada, no contestó. Jup lo había reconocido, era el joven que visitaba al Abuelo y que le pedía que le contase cómo subir a la montaña de Santocabrero. La madre sabía que su hija lo había reconocido, pero nada dijo al respecto. Siguieron intentando abrir la puerta hasta que el hombre regresó con una aceitera de latón y un trapo roído por el uso. La madre de Jup tendió la mano y recibió la aceitera sin que mediase palabra alguna. La casa era suya, ella sería quien la abriese. Derramó algo de aceite por todas partes. Los tres quisieron oír como las duelas de madera descoloridas crujían, como si se estuviese desperezando, adormecidas después de tantos años, pareció que solo entonces la puerta consintió ser abierta y la madre de Jup fue la primera en entrar. No esperó a que nadie la invitase, no lo necesitaba, era su casa. Después lo hizo Jup. El hombre se quedó en el umbral a la espera de recibir una invitación que no obtuvo, buscando en la penumbra del hogar ajeno un relato que narrase la historia de un regreso que sabía que no podría encontrar. La madre de Jup abrió la puerta del final del pasillo. Justo la que comunicaba la cocina con el patio trasero. Una ráfaga de luz inundó la casa que, como el portón de la entrada, pareció despertar de su letargo. La madre de Jup regresó a la entrada atravesando halos de polvo que se esparcían con cada pisada. Jup entró con las dos maletas en las que la madre llevaba lo que necesitaba. Ella no tenía equipaje; la madre no le preguntó por qué. Las dejó en el suelo del zaguán y se dio la vuelta para mirar al hombre. La contraluz le impidió percibir su rostro.

—Gracias —le dijo mostrándole la mano para despedirse.
—De nada —respondió el hombre que no hace demasiado había sido muchacho y al que aún le quedaba tiempo para ser señor.
—Gracias —dijo también la madre que le ofreció la mejilla. Un beso escueto sin contacto, sin sonido sirvió como adiós.


El hombre se dio la vuelta para marcharse. La madre entornó la puerta echando la cadena por dentro y condenando el acceso a quienes no supieran que con un simple gesto del dedo índice podían sacar el gancho de la anilla y penetrar en una casa hasta no hace mucho desesperanzada por su soledad.

  

Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.


En Mérida a 15 de septiembre de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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