Historias de Santocabrero (III). Las lágrimas de una niña.





Jup todavía es una niña. Solo el tiempo la convertirá en mujer, pero aún queda mucho para eso. Y es ese mismo tiempo el que hará que esta niña acepte lo que pasó por más que el dolor no desaparezca… a pesar del tiempo.

La abuela de Jup falleció a finales de la primavera; antes de que Jup cumpliera siete años; después de que Jup aprendiera a leer y escribir perfectamente; antes de que Jup pudiera regalarle el cuento que le estaba escribiendo; después de que Jup, cada tarde desde hacía algo más de un mes, le leyese un capítulo de un libro que no entendía, pero que su abuela deseaba escuchar; antes de que Jup lo terminase; después Jup lo terminó, pero ya nadie lo escuchaba y Jup siguió sin entenderlo hasta que el tiempo quiso que Jup se convirtiese en mujer. Jup leyó el libro cada verano desde entonces.

Cuando la abuela de Jup falleció, Jup estaba en el colegio. Su madre fue a por ella. Habló con la maestra. Jup recuerda que su madre, mientras conversaba con su profesora fuera de la clase, comenzó a llorar. Jup pensó que había hecho algo mal y que recibiría un castigo por ello, pero no recordaba qué podía haber sido. Luego la maestra entró, habló con Jup y le pidió que saliera a ver a su madre. Ella la abrazó con fuerza. Seguía llorando, Jup no entendía nada. Su madre, al fin, consiguió hablar:

—La abuela ha fallecido.

Jup no sabía qué quería decir aquella palabra tan fea; no imaginó ni por un instante que podía significar que había muerto. La tarde anterior, como la anterior y la anterior a la anterior, había estado con ella, leyéndole un capítulo de ese extraño libro que no entendía, cuando lo terminó comenzó a hacer sus deberes, merendó, jugó un rato en la calle y al anochecer regresó a su casa ya cenada justo después de que su madre volviese del trabajo. Jup sonrió:

—No pasa nada, mamá. Ahora iremos a verla.

Su madre la miró con una profunda pena, pero sonrió. Se enjugó las lágrimas. La abrazó de nuevo:

—Sí, iremos a verla, pero ahora ya no está con nosotros. Se ha marchado.

—Bueno, pero volverá pronto. La abuela siempre regresa pronto.

—No, esta vez no.

—Al menos, habrá dejado la dirección.

La madre de Jup sonrió.

—No sé dónde ha ido, pero está cerca, muy cerca. Está aquí. —La madre de Jup le tocó el corazón y ella misma se lo tocó después.

Jup la miró. Comenzó a entender sin comprender.

—Entonces, ¿la abuela ha muerto? ¿Ya no la voy a ver más? No puede ser, no he terminado aún de leerle el libro.

La madre de Jup volvió a llorar. Abrazó a su hija tan fuerte que Jup comenzó a sentir que le hacía daño, sin embargo, no quiso que la dejase de abrazar. Jup también comenzó a llorar. Sus lágrimas caían desconsoladas por su rostro, surcaban su labio, bordeaban su barbilla y recorrían su cuello hasta que se entremezclaban con las lágrimas de su madre.

—Ve a recoger tus cosas —le dijo señalando la puerta de la clase.

Jup entró, se dirigió a su pupitre, cogió su mochila y metió en ella su cuaderno. Sus compañeros la miraban fijamente, en silencio. La maestra intentaba disimular su pena con un pañuelo de papel. Jup salió sin mirar hacia atrás. Fue la última vez que pisó ese colegio; la última vez que vio a sus compañeros, a Mateo, a María, a Vicente, a Andrés, a Elena, a Roberto y a Graciela; y la última vez que vio a su profesora. La maestra explicó lo que había ocurrido. Después la clase prosiguió. Jup y su madre salieron caminando muy despacio. Iban dadas de la mano. Jup buscaba de vez en cuando el rostro de su madre mientras se dirigían a su casa. Su madre miraba hacia delante, casi con los ojos cerrados, sin dejar de llorar, permitiendo que cada lágrima hiciese su viaje hasta el suelo; respiraba profundamente, cada suspiro era un recuerdo de su madre. La vida iba a cambiar mucho para ella, pero sobre todo para Jup.

Jup no fue al entierro. Su madre no quiso. Prefirió que se quedase en casa, con su tío, hacía mucho tiempo que Jup no le veía. Sus tías asistieron al funeral, hacía mucho tiempo que Jup no las veía. Después, todos se juntaron en la casa de su abuela. A Jup, por primera vez, le pareció una casa inmensa. No la recordaba tan grande y, al tiempo, tan vacía, a pesar de que estaban allí todos sus tíos y sus primos, a los que también hacía mucho tiempo que no veía. Jup se sentó en la mecedora de su abuela, donde se recostaba sobre ella cuando estaba cansada y le pedía que le contase un cuento. De eso hacía mucho, pensaba Jup. Jup creía que ya era mayor. El tiempo se permite el lujo de engañar a los jóvenes haciéndoles pensar que son viejos; a los viejos, sin embargo, no les permite ese lujo para que se sientan más jóvenes, solo les recuerda, eso sí, su vejez. Pareciera que el tiempo se regodea estampando en la mente de los seres humanos el recuerdo de su edad.

Cuando todo hubo terminado y todos se habían marchado, Jup y su madre se quedaron en casa de la abuela. Ahora era la madre la que estaba sentada en la mecedora y Jup la que estaba recostada sobre ella. Jup se quedó dormida. La madre también. Al cabo de unas horas la madre se despertó. Estaba dolorida, pero había descansado, al menos eso pensaba. Cogió en brazos a Jup que amoldó su cuerpecito al de su madre para seguir durmiendo tras el pequeño desvelo que provocó el movimiento de su madre y salieron de casa de su abuela. Jup tardaría mucho tiempo en regresar allí. Era una noche oscura, sin estrellas. Se dirigieron a casa de su madre, abrió la puerta como pudo y dejó en la cama a Jup. La madre se tumbó junto a ella. Jup abrió los ojos. «Descansa, mi niña», le dijo la madre; eso era lo que siempre le decía la abuela. Se durmieron.


Imagen de origen desconocido.


En Mérida a 1 de agosto de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

No hay comentarios:

Publicar un comentario