domingo, 4 de agosto de 2019
Historias de Santocabrero (III). Las lágrimas de una niña.
Jup todavía es una niña. Solo el
tiempo la convertirá en mujer, pero aún queda mucho para eso. Y es ese mismo
tiempo el que hará que esta niña acepte lo que pasó por más que el dolor no
desaparezca… a pesar del tiempo.
La abuela de Jup falleció a
finales de la primavera; antes de que Jup cumpliera siete años; después de que
Jup aprendiera a leer y escribir perfectamente; antes de que Jup pudiera
regalarle el cuento que le estaba escribiendo; después de que Jup, cada tarde
desde hacía algo más de un mes, le leyese un capítulo de un libro que no entendía,
pero que su abuela deseaba escuchar; antes de que Jup lo terminase; después Jup
lo terminó, pero ya nadie lo escuchaba y Jup siguió sin entenderlo hasta que el
tiempo quiso que Jup se convirtiese en mujer. Jup leyó el libro cada verano
desde entonces.
Cuando la abuela de Jup falleció,
Jup estaba en el colegio. Su madre fue a por ella. Habló con la maestra. Jup recuerda
que su madre, mientras conversaba con su profesora fuera de la clase, comenzó a
llorar. Jup pensó que había hecho algo mal y que recibiría un castigo por ello,
pero no recordaba qué podía haber sido. Luego la maestra entró, habló con Jup y
le pidió que saliera a ver a su madre. Ella la abrazó con fuerza. Seguía llorando,
Jup no entendía nada. Su madre, al fin, consiguió hablar:
—La abuela ha fallecido.
Jup no sabía qué quería decir aquella
palabra tan fea; no imaginó ni por un instante que podía significar que había
muerto. La tarde anterior, como la anterior y la anterior a la anterior, había
estado con ella, leyéndole un capítulo de ese extraño libro que no entendía,
cuando lo terminó comenzó a hacer sus deberes, merendó, jugó un rato en la
calle y al anochecer regresó a su casa ya cenada justo después de que su madre volviese
del trabajo. Jup sonrió:
—No pasa nada, mamá. Ahora
iremos a verla.
Su madre la miró con una
profunda pena, pero sonrió. Se enjugó las lágrimas. La abrazó de nuevo:
—Sí, iremos a verla, pero ahora
ya no está con nosotros. Se ha marchado.
—Bueno, pero volverá pronto. La abuela
siempre regresa pronto.
—No, esta vez no.
—Al menos, habrá dejado la
dirección.
La madre de Jup sonrió.
—No sé dónde ha ido, pero está
cerca, muy cerca. Está aquí. —La madre de Jup le tocó el corazón y ella misma se
lo tocó después.
Jup la miró. Comenzó a entender
sin comprender.
—Entonces, ¿la abuela ha muerto?
¿Ya no la voy a ver más? No puede ser, no he terminado aún de leerle el libro.
La madre de Jup volvió a llorar.
Abrazó a su hija tan fuerte que Jup comenzó a sentir que le hacía daño, sin
embargo, no quiso que la dejase de abrazar. Jup también comenzó a llorar. Sus lágrimas
caían desconsoladas por su rostro, surcaban su labio, bordeaban su barbilla y
recorrían su cuello hasta que se entremezclaban con las lágrimas de su madre.
—Ve a recoger tus cosas —le dijo
señalando la puerta de la clase.
Jup entró, se dirigió a su
pupitre, cogió su mochila y metió en ella su cuaderno. Sus compañeros la
miraban fijamente, en silencio. La maestra intentaba disimular su pena con un
pañuelo de papel. Jup salió sin mirar hacia atrás. Fue la última vez que pisó
ese colegio; la última vez que vio a sus compañeros, a Mateo, a María, a Vicente,
a Andrés, a Elena, a Roberto y a Graciela; y la última vez que vio a su profesora.
La maestra explicó lo que había ocurrido. Después la clase prosiguió. Jup y su
madre salieron caminando muy despacio. Iban dadas de la mano. Jup buscaba de
vez en cuando el rostro de su madre mientras se dirigían a su casa. Su madre miraba
hacia delante, casi con los ojos cerrados, sin dejar de llorar, permitiendo que
cada lágrima hiciese su viaje hasta el suelo; respiraba profundamente, cada
suspiro era un recuerdo de su madre. La vida iba a cambiar mucho para ella,
pero sobre todo para Jup.
Jup no fue al entierro. Su madre
no quiso. Prefirió que se quedase en casa, con su tío, hacía mucho tiempo que Jup
no le veía. Sus tías asistieron al funeral, hacía mucho tiempo que Jup no las
veía. Después, todos se juntaron en la casa de su abuela. A Jup, por primera
vez, le pareció una casa inmensa. No la recordaba tan grande y, al tiempo, tan
vacía, a pesar de que estaban allí todos sus tíos y sus primos, a los que también
hacía mucho tiempo que no veía. Jup se sentó en la mecedora de su abuela, donde
se recostaba sobre ella cuando estaba cansada y le pedía que le contase un
cuento. De eso hacía mucho, pensaba Jup. Jup creía que ya era mayor. El tiempo
se permite el lujo de engañar a los jóvenes haciéndoles pensar que son viejos; a
los viejos, sin embargo, no les permite ese lujo para que se sientan más jóvenes,
solo les recuerda, eso sí, su vejez. Pareciera que el tiempo se regodea estampando
en la mente de los seres humanos el recuerdo de su edad.
Cuando todo hubo terminado y
todos se habían marchado, Jup y su madre se quedaron en casa de la abuela.
Ahora era la madre la que estaba sentada en la mecedora y Jup la que estaba
recostada sobre ella. Jup se quedó dormida. La madre también. Al cabo de unas
horas la madre se despertó. Estaba dolorida, pero había descansado, al menos
eso pensaba. Cogió en brazos a Jup que amoldó su cuerpecito al de su madre para
seguir durmiendo tras el pequeño desvelo que provocó el movimiento de su madre y
salieron de casa de su abuela. Jup tardaría mucho tiempo en regresar allí. Era
una noche oscura, sin estrellas. Se dirigieron a casa de su madre, abrió la puerta
como pudo y dejó en la cama a Jup. La madre se tumbó junto a ella. Jup abrió los
ojos. «Descansa, mi niña», le dijo la madre; eso era lo que siempre le decía la abuela. Se durmieron.
Imagen de origen desconocido.
En Mérida a 1 de agosto de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera