domingo, 28 de julio de 2019
La batalla perdida.
Finalmente la
codicia ha vencido a la solidaridad. El ser humano, lo más importante que nos
ha pasado, pues es lo que somos pero no siempre fuimos, ha desaparecido y solo
quedan individuos que han hecho del egoísmo y la avaricia su forma de vida
contra la solidaridad que tanto ha hecho por nuestra especie. Algunos pretenden,
y lo logran, tener más que nadie sin importarles cómo conseguir esa absurda y
mortífera riqueza material que asesina para crecer y crecer sin parar; sin
preguntarse siquiera cuál es y dónde está la verdadera riqueza; sin reflexionar
acerca del valor de la humanidad que no se encuentra en lo material. Qué
esperanza nos queda si todos somos presos, voluntarios en gran medida, y
sometidos en ese campo de concentración, gobernado por el dinero, en que hemos
convertido el mundo y en el que solo unos pocos se libran de la condena y la
tortura doblegando a los demás. No hay que eludir la culpa pues está presente y
ceder a la tentación de la simplicidad material es responsabilidad nuestra
cuando está a nuestro alcance evitarla, pero mayor es aún nuestra
responsabilidad cuando nuestra actitud quiebra el equilibrio que la naturaleza,
con miles de millones de años de más experiencia que nosotros, pobres
advenedizos, estableció entre las especies y dentro de ellas. Si para subsistir
hay que destruir, erramos el concepto. Si la supervivencia de unos pocos
conlleva la erradicación de otros, no es merecida la vida.
Cuesta creer
que sea posible mantener las consciencias tranquilas y sosegadas ante la multitud
de actos deplorables que cometemos, cada cual a su escala y en función de sus
posibilidades, y que termina inexorablemente provocando el sufrimiento de los
demás. Pero, sobre todo, resulta increíble comprobar cómo esos actos provienen
en un sinnúmero de ocasiones de una inconcebible necesidad de acaparar, cuya raíz
fundamental y principal es el expolio, por más que hayamos desarrollado
sociedades con principios éticos y morales que oculten esta circunstancia para
amainar nuestro sentimiento de culpa, pero que irremediablemente se produce y
que todos, en el sosiego de nuestro interior, somos capaces de reconocer, solo
algunos valientes son capaces de denunciar y frente a la que muy pocos se
atreven a luchar.
Miserable esa
caridad recurrente en todas las ideologías, normalmente religiosas que,
asociadas, aunque pueda parecer sorprendente, a los sistemas económicos, solo
sirve para calmar nuestras consciencias y limpiar de nuestras mentes la
culpabilidad que golpea en nuestros encallecidos corazones, más preocupados
siempre de ser cada vez más ricos que de devolver y repartir lo que robamos y
pertenece a otros más pobres, o sencillamente de compartir aquello que poseemos
en exceso. Es difícil encontrar el equilibrio entre lo que tenemos, lo que
queremos y lo que podemos. Sin embargo, sabemos con solo pensarlo profundamente
y con sinceridad para con nosotros mismos, si es que de esto último nos queda
algo, que no lo estamos haciendo bien, dicho así de simple, tan pueril.
Reconocemos, aunque solo sea para nosotros, que esa avaricia que nos corrompe
contradice los más básicos sentimientos de humanidad que, por mucho que lo intentemos
eludirlo, son indisolubles a nuestra naturaleza, como también lo es, para
desgracia de toda la humanidad, el egoísmo. Son estas las paradojas de una raza
que han coadyuvado a su supervivencia, pero que también son la génesis de su
destrucción y que, a estas alturas de la evolución, de nuestra evolución, ya
deberíamos haber comprendido y entre las que, sobre todo, deberíamos haber
elegido.
Es mi sentir
optimista, lo juro, pero inevitablemente presagio un futuro oscuro para una
raza cuya subsistencia se fundamenta en la destrucción del débil, del
contrario, del pobre. En especial si uno reflexiona acerca de la infinita
aleatoriedad que rodea nuestra existencia en el mundo. Me explico: uno, el ser,
nace donde nace por casualidad, por azar, sin embargo, su existencia queda determinada
por todo, absolutamente por todo lo que le envuelve, es lo que lo que le
confiere humanidad. Bien podría haber sido otra la posición en el mundo de tu
ser, pero tu humanidad seguiría construyéndose en función del entorno, de la
sociedad que te envuelve protege o destruye, de la realidad que te circunda.
Esa es la realidad que le otorga humanidad al ser, al animal. Esa es la
realidad que hay que transformar, que hay que equilibrar, que no puede permitir
desigualdades o conflictos, esa es la realidad en la que no cabe el egoísmo
como medio para subsistir, para pervivir. La supervivencia de uno no puede
encontrar justificación en el exterminio de otro, ya que entonces no es
supervivencia, sino homicidio. Ojalá que sea esta batalla, hoy perdida, la que
nos revele el camino para ganar la guerra. Nos hace falta un fuego que guie nuestros
pasos para escapar de la oscuridad del materialismo.
Imagen: Prometeo lleva el fuego
a la humanidad, ca. 1817. Óleo en lienzo de Heinrich Friedrich Füger.
En un rincón perdido de
Extremadura a 28 de mayo de 2011 y en Mérida a 27 de julio de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
Etiquetas:
La batalla perdida.,
Política y sociedad.