La batalla perdida.




Finalmente la codicia ha vencido a la solidaridad. El ser humano, lo más importante que nos ha pasado, pues es lo que somos pero no siempre fuimos, ha desaparecido y solo quedan individuos que han hecho del egoísmo y la avaricia su forma de vida contra la solidaridad que tanto ha hecho por nuestra especie. Algunos pretenden, y lo logran, tener más que nadie sin importarles cómo conseguir esa absurda y mortífera riqueza material que asesina para crecer y crecer sin parar; sin preguntarse siquiera cuál es y dónde está la verdadera riqueza; sin reflexionar acerca del valor de la humanidad que no se encuentra en lo material. Qué esperanza nos queda si todos somos presos, voluntarios en gran medida, y sometidos en ese campo de concentración, gobernado por el dinero, en que hemos convertido el mundo y en el que solo unos pocos se libran de la condena y la tortura doblegando a los demás. No hay que eludir la culpa pues está presente y ceder a la tentación de la simplicidad material es responsabilidad nuestra cuando está a nuestro alcance evitarla, pero mayor es aún nuestra responsabilidad cuando nuestra actitud quiebra el equilibrio que la naturaleza, con miles de millones de años de más experiencia que nosotros, pobres advenedizos, estableció entre las especies y dentro de ellas. Si para subsistir hay que destruir, erramos el concepto. Si la supervivencia de unos pocos conlleva la erradicación de otros, no es merecida la vida.

Cuesta creer que sea posible mantener las consciencias tranquilas y sosegadas ante la multitud de actos deplorables que cometemos, cada cual a su escala y en función de sus posibilidades, y que termina inexorablemente provocando el sufrimiento de los demás. Pero, sobre todo, resulta increíble comprobar cómo esos actos provienen en un sinnúmero de ocasiones de una inconcebible necesidad de acaparar, cuya raíz fundamental y principal es el expolio, por más que hayamos desarrollado sociedades con principios éticos y morales que oculten esta circunstancia para amainar nuestro sentimiento de culpa, pero que irremediablemente se produce y que todos, en el sosiego de nuestro interior, somos capaces de reconocer, solo algunos valientes son capaces de denunciar y frente a la que muy pocos se atreven a luchar.

Miserable esa caridad recurrente en todas las ideologías, normalmente religiosas que, asociadas, aunque pueda parecer sorprendente, a los sistemas económicos, solo sirve para calmar nuestras consciencias y limpiar de nuestras mentes la culpabilidad que golpea en nuestros encallecidos corazones, más preocupados siempre de ser cada vez más ricos que de devolver y repartir lo que robamos y pertenece a otros más pobres, o sencillamente de compartir aquello que poseemos en exceso. Es difícil encontrar el equilibrio entre lo que tenemos, lo que queremos y lo que podemos. Sin embargo, sabemos con solo pensarlo profundamente y con sinceridad para con nosotros mismos, si es que de esto último nos queda algo, que no lo estamos haciendo bien, dicho así de simple, tan pueril. Reconocemos, aunque solo sea para nosotros, que esa avaricia que nos corrompe contradice los más básicos sentimientos de humanidad que, por mucho que lo intentemos eludirlo, son indisolubles a nuestra naturaleza, como también lo es, para desgracia de toda la humanidad, el egoísmo. Son estas las paradojas de una raza que han coadyuvado a su supervivencia, pero que también son la génesis de su destrucción y que, a estas alturas de la evolución, de nuestra evolución, ya deberíamos haber comprendido y entre las que, sobre todo, deberíamos haber elegido.

Es mi sentir optimista, lo juro, pero inevitablemente presagio un futuro oscuro para una raza cuya subsistencia se fundamenta en la destrucción del débil, del contrario, del pobre. En especial si uno reflexiona acerca de la infinita aleatoriedad que rodea nuestra existencia en el mundo. Me explico: uno, el ser, nace donde nace por casualidad, por azar, sin embargo, su existencia queda determinada por todo, absolutamente por todo lo que le envuelve, es lo que lo que le confiere humanidad. Bien podría haber sido otra la posición en el mundo de tu ser, pero tu humanidad seguiría construyéndose en función del entorno, de la sociedad que te envuelve protege o destruye, de la realidad que te circunda. Esa es la realidad que le otorga humanidad al ser, al animal. Esa es la realidad que hay que transformar, que hay que equilibrar, que no puede permitir desigualdades o conflictos, esa es la realidad en la que no cabe el egoísmo como medio para subsistir, para pervivir. La supervivencia de uno no puede encontrar justificación en el exterminio de otro, ya que entonces no es supervivencia, sino homicidio. Ojalá que sea esta batalla, hoy perdida, la que nos revele el camino para ganar la guerra. Nos hace falta un fuego que guie nuestros pasos para escapar de la oscuridad del materialismo.


Imagen: Prometeo lleva el fuego a la humanidad, ca. 1817. Óleo en lienzo de Heinrich Friedrich Füger.


En un rincón perdido de Extremadura a 28 de mayo de 2011 y en Mérida a 27 de julio de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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