El precio del cargo.




Sin que sirva de precedente: los entiendo. Entiendo perfectamente el comportamiento de los partidos políticos que están a día de hoy, seguramente en este mismo instante y, tal vez, querido lector, cuando tenga a bien leer estas líneas, dirimiendo el futuro de… de ellos mismos. No parece probable que estén hablando del devenir de los trabajadores españoles, de la clase media, de los más desfavorecidos, de aquellos que viven al borde del desahucio o quienes sufren la precariedad laboral en grado sumo, tampoco deben estar buscando soluciones para mejorar los servicios públicos, como la sanidad tan necesitada de fondos tras los recortes, o de la manera de dotar a este santo país de los medios necesarios para que el nivel educativo esté a la cabeza del mundo que es el único sistema para abandonar el cuchufletismo y centrarnos en la innovación que, bien ha demostrado el tiempo, es lo que hace grande un país. Y, sin embargo, los entiendo, por eso lo que cuento no es demagogia. Porque los unos quieren tenerlo todo, según parecen haber entendido tras las elecciones, y los otros quieren recibir lo que creen que querrían sus votantes para ellos. Esta es una lectura coherente, racional e incluso sensata, no busquen ironía en mi aseveración, no la hay, pero me pregunto si alguno de los sentados en la mesa de negociación ha pensado en esas otras pequeñas cosas, hete aquí el sarcasmo, que seguramente importan más a los votantes y no votantes. Porque es indudable la importancia del cargo: importancia en poder —tomar decisiones tiene su morbo— e importancia económica —por aquello de la pecunia percibida—, pero a mi entender también se puede decidir sin necesidad de estar presente, aunque resulta obvio que existe un sinnúmero de decisiones que se escapan del ámbito parlamentario y, por supuesto, haciendo válido el argumento contrapuesto, es perfectamente posible compartir decisiones que, de otra parte, seguramente ofrecerían argumentos para aliviar la carga de responsabilidad —para aquellos que sepan o quieran asumirla—.

En este ahora convencional contexto se da una controversia de lo más divertida, surrealista y también vergonzante en la que los ciudadanos escuchamos atónitos los argumentos contrapuestos sobre una única realidad que es la mostrada en las elecciones: interpretarla es el trabajo de los políticos y hacerla confluir en una gobernabilidad estable, aunque sea complicado y requiera gran esfuerzo, su única misión, recordando, claro está, que lo hacen por delegación de los ciudadanos y debemos estar, por tanto, omnipresentes en esas mesas de negociación antepuestos a sus necesidades, permítanmelo, espurias. La gente ha decidido que ningún partido es merecedor de una confianza absoluta que le permita gobernar con impunidad, de nuevo les ruego me autoricen la intencionada contundencia del término. Eso ha transformado el obsoleto escenario político, coadyuvado por una ley de Régimen Electoral poco convergente con la polaridad social dominante, en un totum revolutum al que los políticos no saben hacer frente, desconozco si por falta de experiencia democrática, si por ausencia de tradición coalitiva —o cooperativa— o por sinvergonzonería. El caso es que si dos, tres o hasta cuatro partes son capaces de defender con argumentos contundentes la misma realidad, o alguno miente o nos toman por gilipollas: yo no soy gilipollas.   

Estaría bien —reflexiono en voz alta—, llegado el caso, asistir a un Consejo de Ministros en el que estuvieran representadas las fuerzas votadas, porque, si unos reclaman hueco en el gobierno proporcional a los votos obtenidos —¿no ocurre algo parecido en el Parlamento y en el Senado? Ah, que ahí no se gobierna, ¿qué se hace entonces?—, tal vez otros, ajenos a las negociaciones, podrían exigir lo mismo, ¿no les parece? Claro que alguien puede pensar que existen diferencias sustanciales en las líneas programáticas definitorias de esos partidos, pero yo, que ya empiezo a peinar canas, he visto con mis ojos retorcer dichas líneas hasta convertirlas en circunferencias —mientras argumentaban ser fieles a sus principios; recuerdo: no soy gilipollas—. El caso es que aquello seguramente se parecería más a un pequeño Parlamento —tal vez más eficiente y con seguridad más barato— del que podríamos esperar cualquier cosa, desde el más divertido esperpento hasta la más agria novela negra. Me pregunto si el «… primero el programa y después el gobierno» o si el «… no voy a ser la excusa para evitar el gobierno de coalición» no son más que frases vacías, inocuas, más de teatrillo escénico sobreactuado y pésima calidad, dirigido a la masa y no al intelecto, que realidades inexcusables y comprometidas en las que ciertamente se dirime primero el programa y luego el desbloqueo. En cualquier caso, como decía al inicio de este texto, les comprendo y me duele que así sea porque supone que esa única realidad referida es tergiversada, retorcida, manipulada hasta convertirla en la realidad de cada cual, ergo, mienten. Es algo parecido a la lectura de una información, subrayo la palabra, transcrita, aunque debería decir traspuesta, por dos medios de comunicación contrarios. ¿Es posible que el mismo hecho tenga dos lecturas diametralmente opuestas? Parece que sí, aunque yo suelo designar esta circunstancia con el nombre de falsedad; al menos uno debe estar mintiendo, si no los dos, y esta no es la paradoja falsídica de Epiménides ni una aporía socrática, créanme, sino más bien ocurre que nos encontramos ante magníficos, perdón, mediocres, sofistas.

Perdonen mi insufrible pesimismo en esto, pero si mis ojos no me engañan este país está necesitado de estadistas y sobrado de políticos. Ojalá los que tenemos hicieran un ejercicio de responsabilidad y dejaran de provocarnos —y amenazarnos— con esta mísera inopia gubernativa, además de hacer bien las cuentas, a ver si vamos a tener un acuerdo de coalición —o no—, y va a resultar que ni así los números cuadran para gobernar.


Foto: B. DÍAZ.


Entre Mérida y Plasencia a 17 de julio de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

No hay comentarios:

Publicar un comentario