domingo, 11 de agosto de 2019
Historias de Santocabrero (IV). Rojo y Verde.
Verde. Tenía el pelo teñido de verde y estaba
alborotado, casi tanto como las hojas del parque que bailoteaban a su alrededor
al compás del remolino de viento que levantaba faldas el primer día de otoño en
la ciudad. Todas las niñas correteaban. Todas menos ella que, aunque era de la
misma edad que sus compañeras, se diferenciaba en su madurez, pero, claro, para
saber eso debía uno hablar con ella siquiera un rato. Eso te hacía comprender
que ella ya no quería ser una niña, que ella ya había decidido no ser una niña,
que ella ya no era una niña, por más que su cuerpo dijese aún lo contrario.
Rojo. Si solo la mirabas, si solo te fijabas
en ella por su extraño color de pelo, entonces uno creía que Jup no era más que
una chiquilla de incipiente adolescencia con aspecto indolente como reflejaba
el extraño color de pelo que lucía a juego con sus leotardos y zapatos, pero
que colmataba con el rojo chillón de su vestido de pana. Se lo había regalado
su madre, le encantaba. Si hubiera podido ponérselo cada día, a cada hora, en
cada instante, lo habría hecho. Le gustaba el color, sobre todo eso, el color.
El rojo y el verde se complementaban
perfectamente, el rojo y el verde eran ella misma, eran Jup.
Jup paseaba, era la única. El resto de chicas
se movía compulsivamente, correteando, saltando, acompañando sus vaivenes con
risas entrecortadas y nerviosas, cuchicheos, y gestos histriónicos que hacían cuando
se cruzaban con algún grupo de chicos mayores, los de su edad apenas les
interesaban, o si alguna de sus profesoras se acercaba a llamarles la atención
por su pueril comportamiento. Jup iba sola. En ocasiones alguna niña se arrimaba
a ella e intentaba contarle algo. Jup no la ignoraba. Su madre siempre le había
insistido en que debía ser amable y bien educada y Jup lo era, pero las
conversaciones de las niñas de su edad la aburrían tanto que no hacía el más
mínimo esfuerzo por mantenerla. Al final, las chicas la abandonaban y Jup
seguía sola. También se acercaba a Jup alguna maestra para preguntarle si le
pasaba algo, si estaba preocupada, si no se encontraba bien. Jup respondía con
monosílabos que negaban todas las preguntas, pero lo hacía lo más amablemente
que podía. Las profesoras también abandonaban y ella seguía caminando con el
grupo, a veces delante, a veces en medio, a veces detrás.
En ocasiones, Jup se agachaba a contemplar
alguna hoja que, por su color, por su posición, por la forma en que la veía
caer o por cómo reflejaba la luz del atardecer, le llamaba la atención. Se
quedaba mirándola con delicadeza, ladeando pacientemente su cabeza, como si
esperase que la hoja pudiera contarle aquello que a Jup le interesaba oír, pero
que, en realidad no sabía qué era. Jup buscaba, rebuscaba y buscaba de nuevo
respuestas a preguntas que no conocía, pero que necesitaba responder. Su alma
le pedía esas respuestas, su mente no las encontraba y el mundo parecía querer
escondérselas. Era un juego al que Jup no quería jugar y cuyas reglas no
entendía. Su madre intentaba explicarle que el tiempo le ofrecería esas
respuestas, pero Jup las quería ahora, no cuando el tiempo quisiera.
Para Jup no resultaba sencillo estar allí.
No, tampoco podría explicar dónde quería estar, pero su corazón le decía que
aquel no era su sitio. Sin embargo, no podía cambiarlo. Eso era algo que estaba
fuera de su alcance por mucho que lo desease. A veces, cuando hablaba con su
madre, le pedía que se marchasen de allí, de la ciudad, le pedía volver al
pueblo, a su pueblo, al lugar cuyos recuerdos colmaban sus noches de insomnio
con maravillosos colores, con sensaciones de frescor y de calor, con juegos por
el bosque y baños en el lago. Pero su madre le decía que no podían regresar,
que, aunque le pareciera difícil, debían permanecer allí. Después su madre
intentaba explicarle a Jup el porqué, pero ella ya no escuchaba, no quería que
su madre la convenciese. Cuando terminaban de hablar, Jup comenzaba a llorar,
su madre intentaba abrazarla, pero Jup no se dejaba y se marchába a su
habitación con una profunda pena que su madre compartía, pero que a Jup no
consolaba. Esas noches tristes Jup soñaba; soñaba con Santocabrero, no eran los
recuerdos habituales, eran sueños con historias no vividas, tal vez con
historias que quería vivir, tal vez con historias por vivir. Las mañanas eran tristes
porque Jup deseaba no despertar. Esas noches eran lo más parecido a la
felicidad para Jup, mientras que las mañanas la devolvían a un lugar del que
quería escapar. Jup aún no había asimilado que la felicidad no existe, que debía
aprender a disfrutar cada instante y no dejarse llevar por la melancolía ni el
desasosiego, aún no sabía que la esperanza es una necesidad del ser humano que
le ayuda a sobrevivir en duro camino de
la vida, Jup aún no era una mujer.
Imagen: Fotografía de Cristina Valdera.
En Plasencia a 19 de mayo de 2019 y en Mérida
a 5 de agosto de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera