El diablo es arquitecto. Parte v y final.




Me sonrió, juro que me sonrió. No es que su rostro hubiese permanecido hierático hasta ese instante ni que su cara no hubiese mostrado mohín alguno. Es más, me atrevería a decir que su comportamiento podría describirse como histriónico, aunque comprenderán que esa fue la primera vez que me encontré con él y eso no me permite compararlo con su actuación, digamos, habitual. El caso es que sonrió y yo, que pude observa su sonrisa, me estremecí. Pensé por un momento que ese gesto que acababa de hacer, sostener esa maldita puerta con mi maldita mano acaba de condenarme a permanecer en el limbo, el purgatorio o, tal vez en el infierno por el resto de la eternidad. Pasaron por mi mente cientos, miles de recuerdos de mis lecturas juveniles durante la que, lo confieso, profesaba un interés casi enfermizo a los asuntos relacionados con el más allá. Supuse que es inocente gesto supondría la entrega de mi alma. Había, sencillamente, firmado una suerte de contrato con el diablo que me obligaría a penar por el inframundo sufriendo torturas y penurias inconcebibles para un ser humano. En eso se entretuvo mi mente durante el breve instante en el que percibí su mueca, hasta que se dirigió a mí:
—No debes creerte todo lo que lees —me dijo.
Aunque en apariencia tranquilizadora, la frase sentenció mis nervios, ya de por sí, bastante alterados en aquel instante. Balbuceé:
—¿Cómo?
—Vamos a ver. ¿Quién crees que soy?
Imagino que pensarán que, a esas alturas del encuentro, la frase resultaba un tanto improcedente e incluso espuria.
—Bueno, ehhh, el diablo, ¿no? —mi frase resultó ridícula cuando la escuché brotando de mi boca como si de un absurdo e increíble bulo se tratase.
—Pues claro. Ese mismo soy, pero ¿acaso mi piel es de color rojo?, ¿tengo rabo, cuernos?, ¿llevo tridente?
—No —respondí a la pregunta cuya respuesta era evidente.
—Pues eso. No te creas todo lo que lees de mí.
Entonces se hizo un silencio sobrecogedor cuando terminó de abrir la puerta para invitarme a entrar en esa maravillosa sala, si es que era realmente una sala.
—Contémplalo en silencio. Durante unos instantes. Nunca has visto nada igual.
Aquello no tenía parangón. Nunca nadie había diseñado algo así y, por tanto, nunca nadie lo había contemplado, al menos nadie lo había descrito. Tampoco yo podría hacerlo. Tan solo puedo recordar que el espacio era sutil, amable, humano pese a su magnificencia; no sé si aquello era interior o exterior, tal vea ambas cosas. La luz lo invadía todo, en su justa medida, atenuándose o intensificándose en el momento preciso y en el lugar apropiado, pero no pude encontrar su origen; no sé si era el sol, la luna, el cielo o una infinidad de luminarias invisibles a mis ojos. Me llamó la atención que estuviese vacío. No había nada, bien podría haber sido un museo, en realidad eso fue lo primero que pensé, pero enseguida se me ocurrió que sería un fantástico colegio, un extraordinario hospital o una indescriptible casa. Todo allí era perfecto. Palpé y toqueteé todo lo que quedaba a mi alcance mientras paseaba. La tectónica de la envolvente en la que me vi inmerso parecía ajustarse a mis gustos de una forma que, ni tan siquiera yo podría haber descrito antes de estar allí. Era como si todo lo que me entusiasmaba desde un punto de vista arquitectónico, urbanístico o paisajístico estuviera materializado en aquel lugar. De repente aquel entorno desapareció. No sé cuánto estuve allí dentro, perdí la noción del tiempo. Luego él me diría que había estado casi un día entero. No me lo creía, pero tampoco podía negarlo con seguridad. Me vi en el mismo sitio en el que, instantes antes, al menos para mí, había sostenido la puerta.
—¿Qué te ha parecido?
Supongo que mi silencio era elocuente, pero, aun así, respondí:
—Inenarrable, pero maravilloso.
—Me alegra que te haya gustado. Lo diseñé yo mismo.
Entonces mis prejuicios y temores hacia él se atenuaron y se convirtieron en admiración.
—Ya ves —me dijo— todo el mundo dice que Dios es el gran arquitecto del universo y aquí me tienes a mí, sin reconocimiento de ningún tipo, pero, bueno, ya ves, trabajando en lo que me gusta y haciendo todo lo que puedo.
Le miré emocionado, absurdamente emocionado. Imagino que sentí lo mismo que alguno de esos fanáticos seguidores de cantantes o actores que pelean por conseguir un autógrafo o una foto de sus admirados personajes. Probablemente, de haber tenido una libreta —y miren ustedes que siempre suelo llevar una encima—, hasta yo mismo le habría pedido que la autografiase.
—Creo que te comprendo.
Diría que había surgido entre nosotros cierta conexión, tal vez compañerismo.
—Gracias. La verdad es que es una gran satisfacción recibir cierto reconocimiento de vez en cuando. ¿Sabes? Estás aquí porque yo siento algo parecido con lo que tú haces.
Mi cara de asombro debió ser todo un poema para él.
—Sí, quiero decir, yo, que como ves no tengo cuernos, suelo pasear por la superficie de la tierra y entro en edificios, y me subo a ascensores, y he visto algunos de los que has diseñado y me han encantado.
Comencé a sentirme ofendido, pensaba que se estaba quedando conmigo.
—No me malinterpretes —me dijo constatando por enésima vez que, efectivamente, podía leerme el pensamiento o algo así—. Tus creaciones son más modestas, pero magníficas, útiles y realmente creativas.
—¿Debo sentirme alagado?
—Claro que sí. De hecho, quería pedirte algo. Quería que diseñaras un ascensor para mí. Para ese espacio que acabas de contemplar.
—¿Perdón?
—Lo que acabas de oír.
—Yo… No creo que pueda. —Por mi mente volaban las imágenes que había intentado retener durante mi visita y en ninguna cabía un ascensor—. Es imposible. Lo que acabo de ver es, es… tan perfecto que cualquier cosa que pudiera meter ahí dentro sería estropearlo. Te lo digo con franqueza.
—Suponía que ibas a decirme eso. Lo entiendo. De verdad que lo entiendo. Solo quería compartir ese espacio con la gente. Hacer que pudieran contemplarlo todos, todos los que quisiesen.
—Es… ¿un ascensor para el mundo? —mi pregunta resultaba pueril, pero fue lo que me vino a la cabeza.
—Sí.
—Pero… tú se supones que eres el mal, ¿no? —«Venga, sigamos haciendo preguntas estúpidas», pensé.
—Bueno, no te he dicho para qué quiero que baje la gente, ni creo que debas saberlo.
Me asusté, realmente me asusté. Le pedí por favor que me dejase marchar disimulando mi miedo con todo el aplomo que fui capaz de reunir. Que me había encantado la visita y que le estaba muy agradecido por la propuesta, pero que no podía aceptarla porque sería incapaz de llevarla a cabo. Me acompañó a la salida, creo que iba triste, al menos eso me pareció. Evidentemente me habría perdido de haber intentado salir solo. Cuando llegué a la calle y miré hacia atrás con cierto alivio, él ya no estaba ni la Chiesa Gran Madre Di Dio donde comenzó esta historia, sino que tras de mí estaba el muro romano de Turín, en la zona cercana a la catedral. Estaba realmente lejos de la iglesia que había ido a visitar, pero preferí no pensar más en el asunto y darlo por zanjado. Creo que no habría podido llegar a entenderlo y seguramente habría terminado completamente loco.

Han pasado más de cuarenta años desde esa extraña visita y ahora, que me encuentro cansado y se acerca mi final, necesitaba contárselo a alguien para desahogarme. Son ustedes los primeros en saber de ella. No sé si el diablo habrá intentado convencer a alguien más para que le diseñe un aparato que permita a la gente visitar ese maravilloso lugar en el que tuve la suerte de estar y en el que la arquitectura se eleva a una condición casi divina, supongo que muy a pesar  del proyectista. Lo que sí que sé es que desde entonces he llenado cientos, tal vez miles de libretas con otros tantos miles de diseños de diferentes sistemas que pudiesen servir para semejante cometido. No sé si a el diablo le habría convencido alguno. A mí no.


Imagen: Opus testaceum del muro romano de Turín, Italia (rcs)


Entre Florencia y Madrid a 11 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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