El diablo es arquitecto. Parte iv.




No es que yo sea un gran arquitecto. Reconozco que me encuentro entre los del montón, pero siempre me he dicho a mí mismo que todos somos necesarios, algunos imprescindibles para la sociedad y entre estos no se encuentran precisamente los arquitectos de postín. Los grandes arquitectos, los arquitectos de prestigio, nunca diseñarían un ascensor —por más que no les quede más remedio que utilizarlo en sus trabajos— que es, al fin y al cabo, lo que yo hago, como tampoco harían un cambio de cubierta, una pequeña reforma para un propietario necesitado, ni siquiera proyectarían una casita entre medianeras en las que el cliente supiese qué hacer y el citado arquitecto no tuviese la libertad de dibujar lo que le viniese en gana al precio que quisiese y con la finalidad de aparecer en las revistas de diseño más alardeadas del mundo de la construcción.

En la arquitectura, como supongo que ocurre en la mayor parte de los aspectos de la vida a la que nos enfrentamos de ordinario, podemos encontrar de todo, absolutamente de todo. Hay algunos técnicos muy buenos, creativos, ingeniosos, capacitados para cambiar la sociedad —pues este es un arte inmediato capaz de alterar el curso de la humanidad, pero en el que desgraciadamente el tipo, que es único, y el prototipo coinciden— y que yo asemejo a los estadistas del mundo de la política. Entre ellos podríamos nombrar varios especialmente relevantes que incluso aparecen en libros ajenos a la profesión, en libros de historia, lo que les confiere una significación aún mayor, si cabe, que la que el propio reconocimiento de los profesionales de la arquitectura pueden darle. Hay, como no podía ser de otro modo, otros, la mayoría, que engrosan la gran lista de arquitectos para la sociedad, son anónimos, pero necesarios, están ahí para lo que se les necesita, no solo desde un punto de vista técnico, sino también compadecen, comprenden, consuelan y consienten las demandas de sus promotores a quienes se entregan en cuerpo y alma. Ejercen, por estas circunstancias y otras afines, su profesión con un nivel de frustración considerable, pero resisten, tal vez por un extraño prurito que les hace desear permanentemente conseguir una oportunidad que les promocione a la envidiable división de honor de la arquitectura, tal vez porque vivieron la profesión durante su etapa formativa con tal ahínco que no pueden permitirse ni un ápice de decaimiento, tal vez porque no tienen más alternativa profesional de la que otros sectores sí disponen, tal vez porque exista en la sociedad un catalizador muy poderoso que provoca en los arquitectos una suerte de reacción que les fuerza a seguir y de la que surgen incólumes tras sufrir las demandas, designios y postulaciones que esa misma sociedad, representada por los promotores, les impone, y ese catalizador se denomina responsabilidad.

Otros arquitectos, respondiendo a ese mismo perfil intelectual característico de los estadistas que cambian el mundo, simplemente no tienen la posibilidad de desarrollar su potencial porque la oportunidad, sea buscada, sea azarosa, no les llega. Confieso que yo mismo he deseado en muchas ocasiones pertenecer a este grupo de no elegidos —en el otro sé que ya no podré estar—, pero con ciertas cualidades que podrían hacer incluirnos en el selecto y exclusivo mundo de los arquitectos que forman parte de la historia.

Y en estos pensamientos andaba yo sumido mientras escudriñaba lo que aquel extraño personaje, que decía ser arquitecto, me estaba mostrando cuando interrumpió mi reflexión:
—Si quisieras, podrías pertenecer a ese selecto grupo.
—¿Qué? —respondí con asombro y seguramente con el gesto torcido y los labios entreabiertos, casi babeantes, como es característico en mí cuando contemplo absorto algo que me entusiasma.
—Que podrías, si es lo que realmente deseas, incorporarte a ese grupo de arquitectos capaces de cambiar el mundo.
—No sé a qué se refiere —dije intentando disimular mi perplejidad.
—Claro que lo sabes —me indicó sin que tuviera opción alguna a réplica—. Es lo que estabas pensando.
Entonces le miré fijamente, me sobrepuse utilizando la poca valentía que era capaz de aglutinar en mi cuerpo y, sobreponiéndome a esa emoción primaria negativa causada por el peligro presente e inminente que estaba sintiendo frente a él y que a cada instante se hacía más y más imponente, le repliqué casi a grito en cielo:
—¡Tú qué sabes!
Intenté mostrar algo de pundonor en la frase, aunque intuyo que me salió más bien forzada porque no estoy acostumbrado a chillar e imagino que lo que realmente conseguí —porque ni siquiera a mí me sonó creíble— fue su compasión.
—Bueno —dijo visiblemente complacido—, está bien, al menos ya no me tratas de usted. No tienes que preocuparte, si no quieres estar aquí y prefieres marcharte, solo tienes que decírmelo y te acompañaré a la salida. Es solo que pensé que no querrías dejar pasar una oportunidad así —afirmó mirándome a los ojos, mientras cerraba una puerta de la que no me había percatado, y que juraría no estaba, que ocultaba el espacio que apenas había comenzado a vislumbrar y a desear.


Entonces mi mano, que juro no obedecía a mis impulsos, se alargó y sostuvo la hoja. La detuve, aunque más bien debo decir que fue ella, y solo ella, la que la detuvo. No se trata de una excusa que quiera ofrecer para justificar lo que posteriormente ocurriría, en verdad aseguro que fue ese maldito apéndice el que, con voluntad propia, decidió interponerse en el camino de la puerta y evitar que ese nuevo mundo que se había abierto frente a mí desapareciese para siempre.


Imagen: Mole Antonelliana, Torino, Italia (rcs)


Entre Florencia y Madrid a 11 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

1 comentario:

  1. Estoy deseando saber el final de la historia.Quizas no deberíamos dejar pasar las oportunidades que se presentan en la vida pues no suelen repetirse

    ResponderEliminar