El diablo es arquitecto. Parte iii.





El incómodo, aunque de otra parte natural silencio duró poco. Por más que se me pasara por la cabeza que aquello resultaba, cuanto menos, extraño, sabía que mi inseguridad me impediría romper el hielo, así que yo no lo iba a hacer, eso lo tenía claro. Fue él:
—¿Sabe usted dónde va? —me preguntó manteniendo fija la mirada en la puerta.
Le miré casi de reojo, quería descubrir su cara, definir sus rasgos en mi mente, apenas si me había dado tiempo cuando entró, pero no me atrevía a lanzarle una mirada directa.
—La verdad es que no —le respondí con cierto aplomo.
—Va usted a mi casa.
—¿A su casa?
—Sí, en efecto. A mi casa. No sé por qué le extraña tanto. ¿Qué esperaba?
La pregunta me dejó pasmado, total y absolutamente pasmado. Ni sabía qué decir ni qué hacer. Me encogí de hombros airosamente, lo hice para que lo percibiese y lo percibió; lo sé porque sonrió sin disimulo mirándome displicente.
—Se la puedo enseñar cuando lleguemos si tiene usted interés, porque es arquitecto, ¿verdad?
Su afirmación volvió a noquearme. ¿Cómo era posible que supiese cuál era mi profesión? Tenía claro que era la primera vez que le veía. Además, me hablaba en mi idioma. Sin acento italiano, como si fuese su lengua natal. Eso me llamó la atención, aunque pensándolo bien, no entiendo el motivo, estaba en Turín. Es una ciudad lo suficientemente cosmopolita como para que pudiera haber alguien no oriundo del país.
—Pues, la verdad, no sé. No quisiera molestarle —no se me ocurrió nada mejor que decir.
—No es molestia, ¡hombre! —me respondió eufórico, como si hiciese mucho tiempo que intentaba enseñarle su casa a alguien y realmente tuviera ganas de hacerlo—. ¿Sabe?, yo también soy arquitecto —me dijo.
—Ah, ¡bien! Imagino que también será cura —le dije mientras yo mismo me asombraba de mi deducción.
—¿Cura?, ¿por qué cura? No entiendo la afirmación.
—Bueno, por aquello de vivir debajo de una iglesia, —la verdad es que fue una suposición bastante lógica si lo piensas fríamente.
—Ah, por eso. No, en absoluto. No soy cura, ni nada que se le parezca. No se preocupe.
Pensé que eso no debía preocuparme y que no tenía sentido la insinuación, pero no me atreví a seguir preguntándole acerca del tema.
—¿Y dónde estudió? —le pregunté.
—¿La carrera? —sonrió—. No creo que conozca la universidad. Es extranjera.
—Bueno, yo no soy de aquí.
—Eso es cierto —me dijo provocando un nuevo asombro en mí ante su prolijo conocimiento de mi persona—. Yo tampoco, en realidad.
—Eso había pensado. ¿Es usted español?
—No, qué va.
Estaba claro que no tenía interés en responder a mis preguntas, todo eran monosílabos y respuestas vagas... y yo no soy precisamente un gran conversador ni excesivamente elocuente, así que me quedaría sin satisfacer mi curiosidad.
El ascensor se paró de repente. De forma imperceptible, en realidad, yo me di cuenta porque se abrió la puerta y mi compañero de viaje me invitó a salir.
—Gracias —le dije.
Aquello no tenía nada que ver con la iglesia en la que había tomado el ascensor. Absolutamente nada. Una de las principales dificultades que siempre he tenido ha sido la de describir un edificio. Imagino que es algo que les ocurre a muchos arquitectos, no a todos, eso lo sé, pero en mi caso, cuando me toca utilizar las palabras para hacerle entender a alguien cómo es el espacio que percibo, me pierdo y comienzo a divagar y a utilizar los clichés característicos que aparecen en la mayor parte de las revistas de arquitectura que tanto daño me han hecho... En esta ocasión, ni tan siquiera si hubiese podido utilizar el lenguaje por antonomasia de nuestra profesión, esto es, el dibujo, habría logrado describir con precisión aquel extraño sitio. Me pareció contemplar una suerte de espejos curvos que moldeaban una geometría de forma inverosímil. Aquello que parecía ser cóncavo estaba revestido de espejos convexos con lo que mis ojos querían percibir algo que seguramente no era. Ni tan siquiera el suelo era plano y, según salí del ascensor, mis pies casi perdieron el equilibrio por no encontrar un apoyo firme; no solo por el hecho de que la superficie se moldease con sutil curvatura, sino también porque la resistencia que ofrecía a mis pasos el suelo variaba como si de un organismo vivo se tratase.
—¿Te gusta? —me preguntó.
—Nunca antes había visto nada igual —le respondí absorto en mi contemplación.
—Sígueme —me dijo mientras me tendía la mano que tomé con suma alegría por miedo a caerme.
Le seguí absorto, como atontado.
—Este es el salón —me dijo señalando una estancia en la que no pude reconocer nada parecido a una silla, o un sofá, o una mesa. Había, sin embargo, una especie de alfombra de pelo alto que parecía salir directamente del suelo, cuyas cerdas se movían armoniosamente al compás de una música suave de la que solo me percaté entonces, pero que seguramente nos acompañaba desde que la puerta del ascensor se abrió. Las pareces, o lo que quiera que fuera aquello que delimitaba esa zona, iban cambiando de color a medida que me acercaba y si tendía la mano para palpar alguna de ellas pareciera que se retirase como asustada por mi presencia.
Pasamos a otra estancia, aunque decir pasamos es algo presuntuoso porque en ningún instante tuve la sensación de atravesar marco alguno, o elemento separador del tipo de una puerta, pasillo o similar.
—Aquí cocino —afirmó.
Tal vez ese era el único sitio del que se podía deducir el uso ya que había una especie de llama invertida, esto es, colgada del techo que fluctuaba al modo en que lo hace un fuego y que bien podría servir de hornillo para cocinar, aunque solo si la gravedad no se aplicase al tradicional estilo newtoniano, ya que cualquier enser de cocina que se quisiera utilizar tendría que colocarse del revés y, a priori, el alimento caería.
Proseguimos caminando entre paredes y suelos y techos en los que no se apreciaba interrupción alguna, como si todo fuese un todo continuo.
—Este es mi dormitorio.
Los colores de sus aposentos eran delicados, amanerados, diría yo, más tenues que en el resto de la casa —a esas alturas ya había asumido que se trataba de una casa— y con una gama menos agresiva que la que veníamos contemplando. Me sorprendió, pues no parecía amoldarse a la aparente personalidad de mi anfitrión.
Yo intentaba no perder detalle. En primer lugar, porque estaba realmente asombrado del espacio que estaba contemplando y en segundo lugar porque aquello resultaba extraordinariamente grande y comenzaba a sospechar que mi anfitrión escondía algo, así que, si tenía que salir corriendo, quería saber hacia dónde dirigirme, aunque la verdad es que no me habría servido de nada.
—Mira ese es el baño. —Allí predominaba el azul, aunque no se terminaba de desprender de los matices rojos que acompañaba a todos los paramentos del resto de la casa.
Yo le seguía absorto en mis pensamientos, pero observando embobado cada cosa que me señalaba, cada rincón hacia el que me invitaba a mirar, sin reparar que poco a poco estábamos descendiendo.
—Y por último aquí está la sala a la que quería traerte —su frase interrumpió mi ensimismamiento.
Estaba sorprendido. Mucho. Muchísimo. Ignoraba completamente qué sería aquello que quería enseñarme y, sobre todo, por qué a mí. Todo resultaba muy extraño y, si me lo permiten, poco halagüeño.
Según nos acercábamos caminando —yo a esas alturas lo hacía fatigosamente— por aquella extraña superficie, una especie de cortinilla se fue… evaporando y se abrió ante nosotros un auténtico espacio de ensueño. Aquello que cualquier arquitecto querría proyectar al menos una vez en su vida y, por descontado, el sitio en el que cualquiera querría vivir.


Imagen: Altar de la Chiesa Gran Madre Di Dio, Torino, Italia (rcs)


Entre Florencia y Madrid a 11 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera


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