domingo, 16 de junio de 2019
El diablo es arquitecto. Parte ii.
Como he dicho, soy arquitecto, y como tal,
tengo la recurrente —y poco original— manía de visitar los sitios sagrados de
las ciudades, los de cualquier religión, al menos aquellos donde me dejan pasar
sin pagar o sin tener que confesar mi credo, cosa que, me molesta bastante:
¿qué importará si solo quiero ver el edificio y, llegado el caso, conmoverme?,
cuestión que no acontece como consecuencia de la religión a la que esté
consagrada la edificación, sino por la sensibilidad del arquitecto que la
diseñó. Turín es básicamente cristiana, al menos lo son la mayoría de sus
templos, así que me dispuse a disfrutar de las iglesias que se pudieran
interponer en mi camino. Comencé a caminar, pero como era previsible no en cada
manzana, ya que esto no era Roma, encajada en la perfecta retícula que ordena
la ciudad, tenía que pararme para contemplar la belleza de las fachadas de las
iglesias que se presentaban en mi camino. Empecé por la catedral. Tenía
especial interés en ver su interior porque quería saber cómo habían afrontado
la restauración tras el incendio de 1997 en el que se destruyó la capilla
central Guarino Guarini y del que milagrosamente, como dirían algunos, se salvó
la sábana santa —ay, los milagros de la fe—. Mi interés por esta intervención
venía a colación de un trabajo de la asignatura de Historia de la Arquitectura
que realicé de la Cattedrale di San
Giovanni Battista como alumno poco antes de que se incendiara como consecuencia
de un malogrado cortocircuito. Le sucedió la iglesia de San Carlos Borromeo, la
de San Felipe Neri y algunas más en las que no pude entrar porque estaban
cerradas, por más que a mí me pareciese una hora prudente para rezar. Caminé
hacia la plaza Vittorio Veneto desde una bocacalle y nada más aparecer en ese
inmenso espacio abierto que continúa al otro lado del Pó, consecuencia de las
actuaciones urbanísticas llevadas a cabo en la época napoleónica, contemplé
allí, al final del puente Vittorio Emmanuele I, la Chiesa Gran Madre Di Dio. Se mostraba imponente en lo alto de una
escalinata que acentuaba la majestuosidad de un templo que, desde la distancia,
ya anticipaba su planta rotonda como así comprobé poco después. La iglesia estaba
lejos, yo estaba cansado, pero mi interés fue más fuerte que mi pereza y me
dirigí a la iglesia. Caminé sin perderla de vista. Me habría gustado dirigirme
hacia ella siguiendo el eje que marcaba la plaza, el puente, el monumento a Vittorio
Emmanuele I, las escalinatas y la propia iglesia, pero el tráfico me lo impedía
y no quería arriesgar mi vida más de lo necesario puesto que ya había
experimentado la agresividad de los conductores turineses. No, no era lo mismo
ir por la acera, pero habría de conformarme. La iglesia, iniciada con el regreso
en 1814 de los Saboya tras la ocupación francesa, se abrió frente a mí cuando
atravesé el paso de peatones que circundaba el gran Corso Casale. Las
escalinatas estaban protegidas con un vallado lanceado de hierro con bastantes
indicios de falta de mantenimiento: una lástima, la verdad, no por el descuido
del cierre, sino por la falta de apertura hacia la plaza que provocaba que la
gente que quisiese acceder a la iglesia debiera rodear dicho vallado hasta
encontrar la única puerta que permitía traspasarlo. Estaba abierta y la
atravesé. Comencé a subir las escaleras y casi a cada peldaño me detenía para
contemplar la gran avenida que a mi espalda se iba empequeñeciendo a medida que
subía. Una vez que penetré en la iglesia desapareció parte del encanto que me
había encandilado mientras me acercaba a ella. No era el Panteón de Roma, ni
mucho menos, pero al menos guardaba una interesante proporción y la luz que
penetraba, o que la iluminaba, lo que significa que estaba cuidada ya que no
podía diferenciar bien esos matices lumínicos, permitía contemplarla en su
contenida grandeza. En el centro, bajo un óculo tapado, una fuente llena de
monedas mostraba un cartel que disuadía cualquier tentación de hurto
advirtiendo de la existencia de cámaras en el templo. Una vuelta, un par de fotos
y fuera. Pero antes de salir, antes de regresar al inmenso plinto escalonado
que alzaba la iglesia con una majestuosidad que no se reflejaba en el interior,
me percaté de la existencia de una puerta a mi izquierda. Una puerta abierta.
Debo, llegados a este punto, hacer otra confesión: soy curioso. No sabría
discernir si se trata de una virtud o un defecto; puedo, sin embargo, aclarar
que mi curiosidad se limita a lo que a la arquitectura se refiere y, en
cualquier caso, no tiene connotaciones morbosas, cuestión esta que no sé si
cabría en un entorno edilicio. Así pues, me dirigí hacia la puerta, atravesé el
umbral y penetré en un pasillo deambulatorio que me llevó a una gran caja
forrada de tableros de madera contrachapada. La rodeé y contemplé cómo se
presentaba ante mí lo que era a todas luces una puerta de ascensor con un botón
de llamada en el lateral derecho. La hoja era moderna, de acero, brillante,
reluciente me atrevería a decir. Miré hacia arriba y apenas a unos tres metros
se cortaba la caja permitiendo ver por encima de ella la parte superior del
pasillo con forma de semi toroide: el ascensor solo podía bajar. La tentación
me venció y pulsé el botón que inmediatamente se encendió con el más que
característico color rojo que nunca me había gustado, pero que todos los
fabricantes se obstinaban en incorporar a los ascensores. Mientras llegaba el
aparato comencé a pensar que la puerta resultaba poco apropiada para una
iglesia del siglo XIX. Tal vez habría sido más apropiado una puerta de hojas
correderas de fundición con filigranas geométricas o motivos florales, pero
allí, esa hoja de acero pulido resultaba… aséptica, inapropiada e inopinada por
descontado. El ascensor llegó. Sonó un tenue timbre que reconocí enseguida como
característico de una compañía de la competencia y el indicador rojo pasó a
verde mientras se abría la puerta. La atravesé sin pensármelo dos veces. Dentro
solo había un botón sin letra o número alguno grabado en él. Tampoco estaba la
característica correspondencia en lenguaje Braille que todos los ascensores
incorporan atendiendo a las obligaciones legales para hacer los ascensores
accesibles. La puerta se cerró. Miré a mi alrededor para contemplar la cabina
antes de decidir nada. Supongo que se trata de deformación profesional, pero
mentiría si dijese que me llamó la atención la ausencia de espejo; no sé bien
por qué, pero fue lo que ocurrió. El suelo estaba ejecutado con una suerte de
material antideslizante de color gris y aspecto metálico, pero apenas sin
brillo, aunque no parecía que fuese como consecuencia del uso. Las paredes eran
de acero pulido, también sin brillo. Reflejaban algo de luz y se intuía mi
imagen, pero deformada. El techo era idéntico al suelo. Entonces caí en la
cuenta de que no había luz alguna, tampoco de emergencia, sin embargo, veía,
veía perfectamente y la puerta ya estaba cerrada. Giré sobre mí mismo para
convencerme de que no había ninguna luminaria en las paredes y cuando creí
haber regresado a la posición inicial, frente a la puerta, ya no la pude
identificar. Sabía que estaba allí porque recordaba que se encontraba en el
plano perpendicular derecho al de la pared del botón. Sin embargo, pese a que
toqué la puerta e intenté arrastrarla para abrirla, me fue imposible. Estaba
encerrado, dentro de un ascensor. Por un momento pensé que era una situación un
tanto paradójica. Podría pedir auxilio, pero en la iglesia no había nadie y no
creo que, de haberlo, hubiera podido escucharme. En fin, al parecer no me
quedaba otra opción que pulsar el botón. Y eso decidí hacer. Percibí un
ligerísimo movimiento descendente: muy sutil, elegantemente tenue. Sentí cierta
envidia: «Nosotros no los hacemos tan bien», pensé. Al cabo de un instante el
ascensor se detuvo. Se abrió la puerta y ante mí apareció un señor con traje de
chaqueta y corbata. «¿Sube o baja?», me preguntó. «Me bajo», le respondí. «Aquí
no creo que se quiera bajar, esto es una entreplanta y no hay nada». Echó el
cuerpo ligeramente hacia atrás y miró a su derecha, al tiempo que impedía mi
salida. «Ah, baja usted. Entonces me subo» y entró.
Imagen: Cúpula de la Chiesa Gran Madre Di Dio, Torino, Italia (rcs)
En Florencia a 9 de mayo de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
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