El diablo es arquitecto. Parte i.




Yo también; quiero decir: yo también soy arquitecto. Así que la conversación que mantuve con él, con el diablo, fue, digámoslo así, entre iguales, con algunos matices, eso sí. No era mi intención, como podrá deducirse fácilmente, entrevistarme con él, aunque, al parecer, él sí tenía ganas de hablar conmigo. Más tarde descubriría que el verdadero motivo de este encuentro inusual y en absoluto casual no era, como a priori podría parecer, un supuesto interés por apoderarse de mi alma y saciar su incontrolable avidez por el espíritu humano, sino más bien se trataba de algo más sencillo, casi pueril si me lo permiten: solo quería hablar, aunque eso no lo supe hasta algún tiempo después.

Andaba yo por Turín. Me encontraba en esa ciudad piamontesa por motivos laborales. Como he dicho anteriormente soy arquitecto y ejerzo la profesión como representante de una conocida empresa de ascensores, una multinacional del sector que me contrató para analizar la viabilidad de los proyectos de mayor relevancia a los que se enfrenta la empresa y desarrollarlos asesorando al equipo redactor ante cualquier duda que pueda surgirles y resolviendo las incidencias en la propia obra si resultamos adjudicatarios, cosa que ocurre, lo digo desde la máxima humildad pero con orgullo, en la mayoría de las ocasiones. Reconozco que, aunque nunca fue lo que me enseñaron en la escuela, es un trabajo que me gusta, disfruto mucho y tiene una componente de ingeniería que siempre me resultó atractiva en la profesión. Además, puedo decir que he colaborado con arquitectos muy conocidos y he intervenido en obras realmente singulares a lo largo de todo el mundo. El caso es que me encontraba en Turín y tras varias horas de trabajo de estudio, el equipo redactor y yo decidimos tomarnos un descanso hasta el día siguiente pues llevábamos varias horas intentando encontrar una solución al problema que se había suscitado sobre la colocación de un ascensor que debía elevar vagones de tren para la nueva estación de ferrocarril de la ciudad. Se trataba de un proyecto excepcional: plantear el movimiento vertical de los vagones, e incluso de las locomotoras, fue la ingeniosa solución que encontró el equipo redactor para resolver el problema de espacio que suscitaba el elevado volumen de pasajeros que previsiblemente tendría que movilizar la nueva estación que sustituiría a la antigua Porta Nuova. Es obvio que la solución no era sencilla, pues el ascensor debía incorporar vías para que los vagones pudiesen circular al interior y moverse verticalmente hasta la nueva vía a la que deberían acceder para conectarse con el convoy y proseguir su camino. La idea era que los pasajeros que tuvieran que hacer un trasbordo no tuvieran que bajarse del tren. Al parecer la compañía ferroviaria que se haría cargo de la construcción de la estación hizo numerosos estudios de carácter económico y encontró rentable la opción planteada durante la fase de concurso y decidió apostar por ella.  

Los integrantes del equipo técnico encargados de desarrollar el proyecto habían acordado cenar en un restaurante cercano a la oficina y me invitaron, pero decliné la invitación. Estaba cansado y prefería dar un paseo por la ciudad. Además de eso, debo confesar que, a pesar de que soy muy bien valorado por lo general en el ámbito laboral, en el ámbito social mis virtudes se evaporan y me cuesta mucho relacionarme: soy un tanto flemático.

Salí de la oficina sin apenas despedirme y puse en marcha mi prominente barriga con la intención de rebajar la pesadez de estómago que me acompañaba desde la profusa comida, supuestamente de trabajo, que habíamos celebrado hacía unas horas. Otra confesión que debo hacer es que mi aspecto poco saludable no encuentra justificación en las comidas frugales con las que acompaño mis salidas laborales, aunque los primeros años me hicieron mucho mal y aún sigo pagándolo. Lo más habitual es que solo tome una ensalada escasamente aliñada, por recomendación médica, y algo de fruta de postre; bebida: solo agua, lo prometo. Sin embargo, en esta ocasión me excedí. No sé por qué lo hice, tal vez porque se trataba de un proyecto muy singular que estaba casi resuelto y me apetecía darme un homenaje, tal vez por la insistencia del resto de miembros de la mesa en que probase el brasà in Piemontese, que conseguí acabar entero, acompañado de un buen Barolo. Antes habíamos tomado el curioso fritto misto al que, si me llegan a advertir qué rebozaba, no creo que ni siquiera me hubiese acercado. En fin, mi estómago no estaba ya para esos trotes y necesitaba de forma perentoria un paseo.



Imagen: Porta Nuova, Corso Vittorio Emanuele II, Torino TO, Italia (rcs)


En Florencia a 9 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera



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