domingo, 2 de junio de 2019
Historias de Santocabrero (I). La plaza y la bandera.
Santocabrero es un pueblo
pequeño. Un pueblo pequeño de montaña. Está junto a la frontera. Santocabrero tiene una plaza, también es pequeña.
Tiene forma de jarra. Hay una bandera de franjas verticales de color azul
celeste, blanco y amarillo. A Jup le gustan esos colores. La bandera está izada
en un edificio muy bonito. A Jup también le gusta ese edificio. Es de piedra.
De la piedra de su montaña. Un día le explicaron qué significaba la bandera.
Jup no lo entendió. A ella solo le gustan sus colores.
Todas las mañanas Jup, después
de desayunar, cruza la plaza para ir al colegio. Pasa por delante del ayuntamiento,
que es el edificio de piedra que tiene la bandera, y se queda mirándola
fijamente. Cada vez comprende menos su significado, aunque recuerda
perfectamente la explicación que le dieron en el colegio: «Es un símbolo de la
nación, de vuestra nación», eso les dijeron a todos en clase. Jup asintió, pero
ella siempre había pensado que pertenecía a la montaña. La conocía
perfectamente, sabía moverse por ella sin perderse, podía encontrar sus
manantiales y las setas que tanto le gustaban a su abuela. Pero no sabía nada
de esa nación de la que hablaban y a la que supuestamente pertenecía.
Un día quitaron la bandera. Jup
se puso muy triste porque le gustaba mucho. Cuando regresó del colegio a su
casa le preguntó a su madre: «Mamá, ha desaparecido la bandera del
ayuntamiento, ¿quién puede haberla quitado?». Su madre la miró con tristeza,
casi llorando y le dijo que había gente que se peleaba por esos colores e
incluso llegaba a matar y que, tal vez, era mejor que desapareciera. Jup frunció
el ceño. Eso era lo que hacía cuando le explicaban algo sin contárselo todo.
Miró a su madre, entendió que no iba a decir nada más, bufó y salió a la calle.
Se dirigió a casa de su abuela. Ella siempre se lo contaba todo, todo lo que
quería oír e incluso aquello que hubiera preferido no saber. Llegó a su casa
que estaba en una de las bocacalles de la plaza y llamó a la puerta: «¡Abuela,
abuela, soy yo, Jup!». Jup tuvo que gritar mucho porque su abuela estaba algo
sorda y como vivía sola nadie, excepto ella misma, podía abrir, así que en
cierta ocasión algunas vecinas se asomaron a sus balcones para mandar callar a
la niña, aunque ella no les hizo caso y siguió gritando. Jup se lo contó
después a su abuela, se rió y le dijo a su nieta que eran unas harpías. Al
principio Jup no sabía que significaba esa palabra, pero intuía que nada bueno
como le aclaró su abuela. Otro día cuando las vecinas salieron, Jup las mandó
callar: «Dejen de gritar ustedes, que son unas harpías», eso les dijo. Ya nunca
más salieron a sus balcones cuando Jup llegaba a la casa y comenzaba a gritar.
La puerta se abrió y un halo de luz rodeó a su querida abuela. Jup se lanzó a
su cuello, la abrazó y le dio varios besos en su cara arrugada.
—Hace varios días que no vienes
a verme. Sabes que me pongo muy triste si no te veo —le dijo.
—Lo sé, abuela. Lo siento, es
que he tenido muchos deberes del cole.
—Bueno, estás aquí que es lo
importante —la abuela lo dijo con el rostro algo triste—. ¿Has merendado ya?
—No, todavía no. He salido
corriendo de casa porque mamá no me quiere explicar por qué han quitado la
bandera del ayuntamiento. Me encantaban sus colores.
La abuela la miró seria. Se dio
la vuelta y se dirigió al salón donde se sentó en un sofá y se arropó con la
falda de la camilla tras remover el picón del brasero con la badila.
—Coge algo para merendar y
siéntate. Hay bizcocho en la encimera y leche en el frigorífico.
Jup cogió un buen pedazo de
bizcocho que se llevó a la boca. Casi se atraganta. Y cortó otro trozo que puso
en el plato para comérselo a la mesa. Era el mejor bizcocho del mundo. También
llenó un vaso de leche. Estaba fría. Le gustaba así. Se sentó frente a su
abuela en una silla de madera con respaldo de esparto. Era su silla favorita.
La abuela se fijó en los ojos de su nieta. Eran azules. Eran preciosos. Estaban
vivos. Sus ojos también eran azules, pero ya no reflejaban la misma vitalidad
que antaño.
—Tu madre te ha dicho la verdad
—le dijo a Jup—. A veces pienso que es mejor que no haya banderas.
—Pero sus colores eran
preciosos.
—Sí, pero hay gente que no ve
colores en las banderas. Están ciegos. Solo ven odio. Las banderas son
peligrosas.
La abuela calló durante un
instante.
—¿Te gusta la plaza del pueblo?—
le preguntó a Jup.
—¿Qué?
—Si te gusta la plaza, nuestra
plaza, la de Santocabrero.
—Sí, es muy bonita. Me encanta
el suelo de piedra. Es la misma piedra de la montaña y la del ayuntamiento.
—Sí, así es. Pues en esa plaza
mataron a tu abuelo.
La niña dejó de comer un
instante. El pedazo de bizcocho que flotaba ayudado por la cuchara en el vaso
de leche se hundió. Jup levantó la cabeza y miró a su abuela. Sus ojos se
apagaron por un instante. No dijo nada. Solo esperó a que su abuela prosiguiese.
La abuela se restregó los ojos.
Alguna lágrima se le había escapado y sacó su pañuelo bordado para enjugársela.
—A tu abuelo también le gustaba
mucho esa bandera. Pero había otros a los que no les parecía tan bonita y le
mataron por eso.
—Abuela, eso es imposible. Nadie
puede matar a nadie porque no le gusten los colores de un trapo por muy feos
que le puedan parecer.
—Lo sé, pero ocurre. Por eso te
he dicho que, a veces, la gente se vuelve ciega y no ve los colores, sino odio
y es ese odio el que trae la muerte.
—No, pues entonces ya no me
gusta la bandera.
—El difícil de entender, cariño.
Lo sé. Es difícil porque mucha gente ve en esos colores cosas que no son
colores y son capaces de matar y de morir por esas cosas. A tu abuelo le pasó,
pero seguramente… él mató al algunos a los que no le gustaba la bandera —decir
esa frase le costó un gran esfuerzo, pero sabía que podía ser cierto y no quería
ocultarle nada a su nieta.
—¿El abuelo mató a gente?
—No lo sé, cariño, pero puede
que sí.
—¿Por qué?
—Porque cuando la gente antepone
los colores a la sensatez y el odio a la razón, todo termina perdiendo su
sentido y muere mucha gente.
—¿Abuela?
—Dime, mi amor.
—Yo no quiero morir porque me
guste la bandera.
La abuela sonrió y le tendió la
mano sobre el mantel de hule que cubría la mesa.
—No te preocupes, cariño, no
morirás por culpa de esa bandera.
Imagen: Fotografía de la planta de la plaza de Santocabrero con el ayuntamiento y su bandera en el centro, dibujada en un
suelo de pizarra por Laura.
En Mérida a 31 de mayo de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
@EnCabecera