Historias de Santocabrero (I). La plaza y la bandera.




Santocabrero es un pueblo pequeño. Un pueblo pequeño de montaña. Está junto a la frontera. Santocabrero tiene una plaza, también es pequeña. Tiene forma de jarra. Hay una bandera de franjas verticales de color azul celeste, blanco y amarillo. A Jup le gustan esos colores. La bandera está izada en un edificio muy bonito. A Jup también le gusta ese edificio. Es de piedra. De la piedra de su montaña. Un día le explicaron qué significaba la bandera. Jup no lo entendió. A ella solo le gustan sus colores.

Todas las mañanas Jup, después de desayunar, cruza la plaza para ir al colegio. Pasa por delante del ayuntamiento, que es el edificio de piedra que tiene la bandera, y se queda mirándola fijamente. Cada vez comprende menos su significado, aunque recuerda perfectamente la explicación que le dieron en el colegio: «Es un símbolo de la nación, de vuestra nación», eso les dijeron a todos en clase. Jup asintió, pero ella siempre había pensado que pertenecía a la montaña. La conocía perfectamente, sabía moverse por ella sin perderse, podía encontrar sus manantiales y las setas que tanto le gustaban a su abuela. Pero no sabía nada de esa nación de la que hablaban y a la que supuestamente pertenecía.

Un día quitaron la bandera. Jup se puso muy triste porque le gustaba mucho. Cuando regresó del colegio a su casa le preguntó a su madre: «Mamá, ha desaparecido la bandera del ayuntamiento, ¿quién puede haberla quitado?». Su madre la miró con tristeza, casi llorando y le dijo que había gente que se peleaba por esos colores e incluso llegaba a matar y que, tal vez, era mejor que desapareciera. Jup frunció el ceño. Eso era lo que hacía cuando le explicaban algo sin contárselo todo. Miró a su madre, entendió que no iba a decir nada más, bufó y salió a la calle. Se dirigió a casa de su abuela. Ella siempre se lo contaba todo, todo lo que quería oír e incluso aquello que hubiera preferido no saber. Llegó a su casa que estaba en una de las bocacalles de la plaza y llamó a la puerta: «¡Abuela, abuela, soy yo, Jup!». Jup tuvo que gritar mucho porque su abuela estaba algo sorda y como vivía sola nadie, excepto ella misma, podía abrir, así que en cierta ocasión algunas vecinas se asomaron a sus balcones para mandar callar a la niña, aunque ella no les hizo caso y siguió gritando. Jup se lo contó después a su abuela, se rió y le dijo a su nieta que eran unas harpías. Al principio Jup no sabía que significaba esa palabra, pero intuía que nada bueno como le aclaró su abuela. Otro día cuando las vecinas salieron, Jup las mandó callar: «Dejen de gritar ustedes, que son unas harpías», eso les dijo. Ya nunca más salieron a sus balcones cuando Jup llegaba a la casa y comenzaba a gritar. La puerta se abrió y un halo de luz rodeó a su querida abuela. Jup se lanzó a su cuello, la abrazó y le dio varios besos en su cara arrugada.

—Hace varios días que no vienes a verme. Sabes que me pongo muy triste si no te veo —le dijo.

—Lo sé, abuela. Lo siento, es que he tenido muchos deberes del cole.

—Bueno, estás aquí que es lo importante —la abuela lo dijo con el rostro algo triste—. ¿Has merendado ya?

—No, todavía no. He salido corriendo de casa porque mamá no me quiere explicar por qué han quitado la bandera del ayuntamiento. Me encantaban sus colores.

La abuela la miró seria. Se dio la vuelta y se dirigió al salón donde se sentó en un sofá y se arropó con la falda de la camilla tras remover el picón del brasero con la badila.

—Coge algo para merendar y siéntate. Hay bizcocho en la encimera y leche en el frigorífico.

Jup cogió un buen pedazo de bizcocho que se llevó a la boca. Casi se atraganta. Y cortó otro trozo que puso en el plato para comérselo a la mesa. Era el mejor bizcocho del mundo. También llenó un vaso de leche. Estaba fría. Le gustaba así. Se sentó frente a su abuela en una silla de madera con respaldo de esparto. Era su silla favorita. La abuela se fijó en los ojos de su nieta. Eran azules. Eran preciosos. Estaban vivos. Sus ojos también eran azules, pero ya no reflejaban la misma vitalidad que antaño.

—Tu madre te ha dicho la verdad —le dijo a Jup—. A veces pienso que es mejor que no haya banderas.

—Pero sus colores eran preciosos.

—Sí, pero hay gente que no ve colores en las banderas. Están ciegos. Solo ven odio. Las banderas son peligrosas.

La abuela calló durante un instante.

—¿Te gusta la plaza del pueblo?— le preguntó a Jup.

—¿Qué?

—Si te gusta la plaza, nuestra plaza, la de Santocabrero.

—Sí, es muy bonita. Me encanta el suelo de piedra. Es la misma piedra de la montaña y la del ayuntamiento.

—Sí, así es. Pues en esa plaza mataron a tu abuelo.

La niña dejó de comer un instante. El pedazo de bizcocho que flotaba ayudado por la cuchara en el vaso de leche se hundió. Jup levantó la cabeza y miró a su abuela. Sus ojos se apagaron por un instante. No dijo nada. Solo esperó a que su abuela prosiguiese.

La abuela se restregó los ojos. Alguna lágrima se le había escapado y sacó su pañuelo bordado para enjugársela.

—A tu abuelo también le gustaba mucho esa bandera. Pero había otros a los que no les parecía tan bonita y le mataron por eso.

—Abuela, eso es imposible. Nadie puede matar a nadie porque no le gusten los colores de un trapo por muy feos que le puedan parecer.

—Lo sé, pero ocurre. Por eso te he dicho que, a veces, la gente se vuelve ciega y no ve los colores, sino odio y es ese odio el que trae la muerte.

—No, pues entonces ya no me gusta la bandera.

—El difícil de entender, cariño. Lo sé. Es difícil porque mucha gente ve en esos colores cosas que no son colores y son capaces de matar y de morir por esas cosas. A tu abuelo le pasó, pero seguramente… él mató al algunos a los que no le gustaba la bandera —decir esa frase le costó un gran esfuerzo, pero sabía que podía ser cierto y no quería ocultarle nada a su nieta.

—¿El abuelo mató a gente?

—No lo sé, cariño, pero puede que sí.

—¿Por qué?

—Porque cuando la gente antepone los colores a la sensatez y el odio a la razón, todo termina perdiendo su sentido y muere mucha gente.

—¿Abuela?

—Dime, mi amor.

—Yo no quiero morir porque me guste la bandera.

La abuela sonrió y le tendió la mano sobre el mantel de hule que cubría la mesa.

—No te preocupes, cariño, no morirás por culpa de esa bandera.


Imagen: Fotografía de la planta de la plaza de Santocabrero con el ayuntamiento y su bandera en el centro, dibujada en un suelo de pizarra por Laura.


En Mérida a 31 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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