domingo, 12 de mayo de 2019
La luna cuadrada. Parte X y final.
María no volvió a aparecer por el hospital y cuando
salí no quise regresar a su bar, aunque en alguna ocasión me detuve al volver
del trabajo frente a la fachada. Solo para mirar. Eso lo hago bien: mirar.
Observo, sin pensar demasiado, solo dejando que las imágenes atraviesen mis
ojos y rellenen los intersticios de mi cerebro sin analizarlas, sin
escudriñarlas, sin pretender encontrar nada que no sea la propia imagen que
percibo. Indiferente. Sí, eso lo hago bien. Creo que en alguna ocasión ella me
vio, pero no quiso salir a decirme nada. Hizo bien. Al cabo del tiempo, cuando
la imagen de la fachada del bar de María se había quedado grabada en mi retina,
en mi cerebro, en mí, ya no regresé más. Desconozco qué fue de María. Imagino
que habrá muerto. Hace mucho, mucho tiempo de eso, aunque también yo podría
haber muerto y, sin embargo, sigo vivo. Dejé el trabajo cuando dejó de
aburrirme, aunque pueda parecer paradójico eso es lo que pasó. En realidad,
estaban a punto de jubilarme, llevaba trabajando allí más de una década, pero
poco antes me marché. Después de eso estuve encerrado en mi casa cerca de dos
meses. Ya no tenía nada que hacer, ni tan siquiera necesitaba salir. Podía mirarlo
todo a través de la mirilla de la puerta y ver quién entraba en el bloque y
pasaba por delante de mi casa. Al principio pasaba horas y horas allí, de pie,
esperando que alguien llegase. Luego, reconocí los sonidos —sí, también sé oír,
aunque supongo que escuchar se me da peor, a pesar de que pudiera parecer lo
contrario— y solo me levantaba de mi sillón de lectura cuando no reconocía un
sonido y sentía el deseo de observar a qué se debía. Así conocí a muchos de mis
vecinos. Creo que a todos. Ellos apenas saben de mi existencia. Creo que muchos
piensan que he muerto, aunque no se atrevan a llamar a la puerta para
comprobarlo. Mejor así. Prefiero no tener que dar explicaciones a nadie de lo
que hago o dejo de hacer.
Cada semana, por la mañana, a una hora que sé que no
hay nadie en el bloque. Me traen la comida. Todavía no he sido capaz de superar
eso: necesito comer. Lo hace un repartidor. Nunca es el mismo, aunque siempre
pido la misma comida en el mismo sitio. Eso me incomoda. Preferiría saber que
siempre vendrá este chico o aquel a traerme el pedido, sin embargo, eso no
ocurre así. Una vez, le pregunté al chaval. Nada más iniciar su respuesta, me
arrepentí de haberlo preguntado, no tenía necesidad de aguantar su explicación
absurda, así que cerré la puerta. El repartidor volvió a llamar: «No me ha
pagado», dijo. «Ya está pagado. Lo hice con tarjeta», le dije sin abrirla de
nuevo. El muchacho se fue un tanto cabizbajo, aunque supongo que lo que le dije
le dio exactamente igual. Imagino que esperaba alguna propina. Se quedó sin
ella, nunca se la habría dado, no porque sea una persona tacaña o pobre —lo
segundo lo soy indudablemente, lo primero no creo—, sino porque es algo que no
concibe mi cerebro y no me refiero al hecho de que alguien merezca una
gratificación por haber hecho bien su trabajo, sino a que mi mente no es capaz
de relacionar una cosa con otra. Esa es la clave: la capacidad de relacionar
cosas. Ahí es donde yerro. Eso es lo que me diferencia de los demás. Tal vez
esté loco, tal vez esté enfermo, pero indudablemente soy lo que soy.
Tengo más de setenta años. Estoy solo. No conozco a
nadie que esté vivo. En realidad, no conozco a nadie. Así estoy bien. Así creo
que estoy bien. A veces, por la mañana subo ligeramente la persiana y abro la
hoja de la ventana. Me agacho y me asomo por la pequeña rendija que dejo
abierta. Respiro. Oigo piar a los pájaros y los busco con la mirada a ver si
los encuentro. Es imposible encontrarlos, parece que se esconden de mí.
Entonces miro hacia la calle. La gente pasa: uno, otro, uno y otro. Incansables,
en hilera, como las hormigas, a cuál más rápido. Siempre termino cansado de
observar, entonces me retiro. Regreso a mi habitación y me tumbo. Tengo más de
setenta años. Casi no como, casi no me hace falta. Me miro al espejo desnudo y
ya no veo carne, solo veo huesos que intentan escapar atravesando una piel acartonada
de color blancuzco. Voy a morir, lo sé pero no me preocupa. Lo que hice en vida,
hecho está. No apareceré en los libros que ya no podré leer, ni nadie me
recordará. Quiero guardar la esperanza, antes de morir, de que María me haya
recordado durante unos días, al menos eso: unos días. Aunque tampoco me importa
demasiado. Sé que no he vivido plenamente, lo sé porque los libros me enseñaron
qué era vivir con plenitud, aunque eso tampoco me ha importado demasiado. Tampoco
he sido feliz, a pesar de que no fui capaz de encontrar entre tantas frases ni
una sola que me explicase qué es la felicidad, a pesar de ello, estoy seguro de
no haberlo sido, no obstante, no me apena porque estoy convencido de no haber
sido una persona triste.
Una noche decidí salir nuevamente. Abrí la puerta de
mi casa y atravesé el umbral. Hice algo que no había hecho durante años. Salí a
la calle y percibí el frescor de la oscuridad, entonces recordé por qué me
gustaba tanto la noche y la prefería al día. Era por la luna. La miré. Allí
estaba esperándome paciente, serena, tranquila, con su color enrojecido. Comprobé
con satisfacción que seguía siendo cuadrada y que seguía estando triste. La
llamé. No me contestó. Volví a llamarla más fuerte, todo lo fuerte que pude
hasta casi desgañitarme, pero no me contestó. Entonces sonreí y ya nunca dejé
de mirarla.
Imagen de origen desconocido.
Turín a 6 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
La luna cuadrada.