La luna cuadrada. Parte X y final.




María no volvió a aparecer por el hospital y cuando salí no quise regresar a su bar, aunque en alguna ocasión me detuve al volver del trabajo frente a la fachada. Solo para mirar. Eso lo hago bien: mirar. Observo, sin pensar demasiado, solo dejando que las imágenes atraviesen mis ojos y rellenen los intersticios de mi cerebro sin analizarlas, sin escudriñarlas, sin pretender encontrar nada que no sea la propia imagen que percibo. Indiferente. Sí, eso lo hago bien. Creo que en alguna ocasión ella me vio, pero no quiso salir a decirme nada. Hizo bien. Al cabo del tiempo, cuando la imagen de la fachada del bar de María se había quedado grabada en mi retina, en mi cerebro, en mí, ya no regresé más. Desconozco qué fue de María. Imagino que habrá muerto. Hace mucho, mucho tiempo de eso, aunque también yo podría haber muerto y, sin embargo, sigo vivo. Dejé el trabajo cuando dejó de aburrirme, aunque pueda parecer paradójico eso es lo que pasó. En realidad, estaban a punto de jubilarme, llevaba trabajando allí más de una década, pero poco antes me marché. Después de eso estuve encerrado en mi casa cerca de dos meses. Ya no tenía nada que hacer, ni tan siquiera necesitaba salir. Podía mirarlo todo a través de la mirilla de la puerta y ver quién entraba en el bloque y pasaba por delante de mi casa. Al principio pasaba horas y horas allí, de pie, esperando que alguien llegase. Luego, reconocí los sonidos —sí, también sé oír, aunque supongo que escuchar se me da peor, a pesar de que pudiera parecer lo contrario— y solo me levantaba de mi sillón de lectura cuando no reconocía un sonido y sentía el deseo de observar a qué se debía. Así conocí a muchos de mis vecinos. Creo que a todos. Ellos apenas saben de mi existencia. Creo que muchos piensan que he muerto, aunque no se atrevan a llamar a la puerta para comprobarlo. Mejor así. Prefiero no tener que dar explicaciones a nadie de lo que hago o dejo de hacer.

Cada semana, por la mañana, a una hora que sé que no hay nadie en el bloque. Me traen la comida. Todavía no he sido capaz de superar eso: necesito comer. Lo hace un repartidor. Nunca es el mismo, aunque siempre pido la misma comida en el mismo sitio. Eso me incomoda. Preferiría saber que siempre vendrá este chico o aquel a traerme el pedido, sin embargo, eso no ocurre así. Una vez, le pregunté al chaval. Nada más iniciar su respuesta, me arrepentí de haberlo preguntado, no tenía necesidad de aguantar su explicación absurda, así que cerré la puerta. El repartidor volvió a llamar: «No me ha pagado», dijo. «Ya está pagado. Lo hice con tarjeta», le dije sin abrirla de nuevo. El muchacho se fue un tanto cabizbajo, aunque supongo que lo que le dije le dio exactamente igual. Imagino que esperaba alguna propina. Se quedó sin ella, nunca se la habría dado, no porque sea una persona tacaña o pobre —lo segundo lo soy indudablemente, lo primero no creo—, sino porque es algo que no concibe mi cerebro y no me refiero al hecho de que alguien merezca una gratificación por haber hecho bien su trabajo, sino a que mi mente no es capaz de relacionar una cosa con otra. Esa es la clave: la capacidad de relacionar cosas. Ahí es donde yerro. Eso es lo que me diferencia de los demás. Tal vez esté loco, tal vez esté enfermo, pero indudablemente soy lo que soy.

Tengo más de setenta años. Estoy solo. No conozco a nadie que esté vivo. En realidad, no conozco a nadie. Así estoy bien. Así creo que estoy bien. A veces, por la mañana subo ligeramente la persiana y abro la hoja de la ventana. Me agacho y me asomo por la pequeña rendija que dejo abierta. Respiro. Oigo piar a los pájaros y los busco con la mirada a ver si los encuentro. Es imposible encontrarlos, parece que se esconden de mí. Entonces miro hacia la calle. La gente pasa: uno, otro, uno y otro. Incansables, en hilera, como las hormigas, a cuál más rápido. Siempre termino cansado de observar, entonces me retiro. Regreso a mi habitación y me tumbo. Tengo más de setenta años. Casi no como, casi no me hace falta. Me miro al espejo desnudo y ya no veo carne, solo veo huesos que intentan escapar atravesando una piel acartonada de color blancuzco. Voy a morir, lo sé pero no me preocupa. Lo que hice en vida, hecho está. No apareceré en los libros que ya no podré leer, ni nadie me recordará. Quiero guardar la esperanza, antes de morir, de que María me haya recordado durante unos días, al menos eso: unos días. Aunque tampoco me importa demasiado. Sé que no he vivido plenamente, lo sé porque los libros me enseñaron qué era vivir con plenitud, aunque eso tampoco me ha importado demasiado. Tampoco he sido feliz, a pesar de que no fui capaz de encontrar entre tantas frases ni una sola que me explicase qué es la felicidad, a pesar de ello, estoy seguro de no haberlo sido, no obstante, no me apena porque estoy convencido de no haber sido una persona triste.

Una noche decidí salir nuevamente. Abrí la puerta de mi casa y atravesé el umbral. Hice algo que no había hecho durante años. Salí a la calle y percibí el frescor de la oscuridad, entonces recordé por qué me gustaba tanto la noche y la prefería al día. Era por la luna. La miré. Allí estaba esperándome paciente, serena, tranquila, con su color enrojecido. Comprobé con satisfacción que seguía siendo cuadrada y que seguía estando triste. La llamé. No me contestó. Volví a llamarla más fuerte, todo lo fuerte que pude hasta casi desgañitarme, pero no me contestó. Entonces sonreí y ya nunca dejé de mirarla.

Imagen de origen desconocido.



Turín a 6 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

No hay comentarios:

Publicar un comentario