domingo, 19 de mayo de 2019
Energonomía. Parte V.
Llamaron
a la puerta. El profesor no prestó atención. Insistieron. No había nada en este
mundo que molestase más al profesor que una interrupción de sus clases:
—Adelante
—dijo visiblemente enfadado.
—Profesor
Qozam, tiene una visita urgente, muy importante —se apresuró a decir la chica
que abrió la puerta asustada; sabía a lo que se exponía.
El
profesor la miró con desdén. Era una de las becarias del departamento de Economía
Energética del que era director. Estaba convencido de que había sido mandada
por la secretaria, que llevaba en la universidad tanto tiempo como él, solo que
él se había vuelto un tanto cascarrabias, mientras que ella había aprendido a
controlarle y, sobre todo, a sacarle de quicio. El profesor pensaba que ese era
su deporte favorito.
—¿Quién
narices es? —preguntó alzando la voz. La gente que asistía a la clase comenzó a
murmurar sonriendo. Estaban seguros de que iban a contemplar una de las famosas
escenas de mal humor del profesor.
—No
lo sé, lo siento. Solo me ha pedido que le diga que «c no es constante» …, o algo
así.
El
profesor guardó silencio durante un instante. Miró hacia el proyector que había
alterado automáticamente la señal muy atenuada hasta casi desaparecer mientras
la clase se interrumpía.
—Por
favor, apágate —se dirigió al asistente que inmediatamente suspendió la imagen.
El profesor se dirigió a los alumnos—: La clase ha terminado por hoy.
Los
asistentes le miraron un tanto incrédulos, pero en silencio. Recogieron sus
libros electrónicos y los guardaron en sus mochilas. Se levantaron de sus asientos
y fueron saliendo. El profesor esperó apoyado en la mesa del estrado hasta que
todos salieron. Entonces se dirigió a la chica que le había dado el aviso que
seguía en la puerta más asustada que antes:
—¿Puedes
repetirme lo que te ha dicho?
—Que
«c no es constante».
—Estás
segura, ¿verdad?
El
rostro de la chica comenzó a palidecer según la duda se iba adueñando de su cerebro.
Asintió con la cabeza, mientras una gota fría iba recorriendo su espalda.
—¿Dónde
está?
—En
su despacho —le dijo la chica—. Me pidió que le abriera la puerta, le dije que
no podía hacer eso, pero insistió diciéndome que no me preocupara que podía
hacerlo. Lo siento si he hecho algo que no debía.
—No
pasa nada. Ven conmigo.
Salieron
juntos y el aula se oscureció inmediatamente. La puerta se cerró de forma automática
cuando los sensores dejaron de detectar presencia humana en el interior.
Avanzaron por los pasillos de la universidad. Subieron dos plantas hasta la
sede del departamento y ambos entraron en el despacho en el que la inopinada visita
le estaba esperando. Primero ella, después él. Un rótulo indicaba que el despacho
pertenecía al Profesor Doctor Qozam. No habían hablado nada en absoluto durante
el camino. Escasamente dos minutos que para la becaria resultaron una
eternidad.
—Querido
amigo —dijeron desde una de las sillas confidente de la mesa del profesor.
Su
rostro resultaba invisible para el profesor y la becaria. Acababan de entrar y
la luz de la ventana frente a ellos convertía a su interlocutor en una suerte
de silueta oscura con un halo casi brillante alrededor de su cabeza que impedía
identificar sus rasgos.
—Qué
haces aquí —respondió con frialdad el profesor.
—¿Es
necesario que se quede la chica? —preguntó.
El
profesor la miró:
—¿Cuál
era tu nombre? —La chica le miró un tanto asustada. La pregunta había sido
amable, casi paternal, nada que ver con la que le había hecho al extraño señor
que había provocado toda esa situación, sin embargo, no se sentía tranquila.
—Elena
—respondió de forma casi inapreciable.
—Bien,
Elena, te voy a pedir que vayas a ver a la secretaria del departamento y que
aviséis a seguridad. Quiero que venga alguien enseguida para echar a este
señor. ¿Me has entendido?
La
chica estaba atemorizada, visiblemente preocupada.
—Siento
haberle importunado, pero me dijo que… —dijo la chica y enseguida se interrumpió
a sí misma—. ¿Ocurre algo malo? —preguntó de forma pueril.
—No
te preocupes, no pasa nada. Solo haz lo que te digo.
La
chica se dio la vuelta y comenzó a correr una vez cerrada la puerta. El ruido de
sus tacones retumbó en el despacho. Las pupilas del profesor se habían acostumbrado
ya a la intensa luz y ya podía reconocer el rostro que tenía frente a él.
Estaba sonriendo:
—¿Me
vas a echar? —le preguntó.
—Es
probable.
—¿No
te vas a sentar? Estás en tu despacho.
—¿Qué
quieres?
—Mira
el documento que he dejado sobre tu mesa.
El
profesor rodeó a su visitante por la espalda y se colocó frente a su
escritorio. Ahora era él el que tenía la luz detrás. El documento estaba manuscrito
en un papel amarillento. La letra era suya. La reconoció al instante. Volvió a
preguntarle:
—¿Qué
quieres?
—¿Lo
reconoces?
—Déjate
de juegos. Claro que lo reconozco. ¿Qué quieres? Es la última vez que te lo
pregunto, si hay otra, te echaré. —La mirada del profesor era seria, penetrante,
no bromeaba.
—Qozam
—poca gente le llamaba directamente así—, estabas en lo cierto.
El
profesor le miró directamente a los ojos. Estaba muy serio. Había cogido los
papeles del artículo que intentó publicar hacía ya mucho tiempo, cuando se
ganaba la vida como físico. Tras varios intentos fallidos decidió que su etapa
como investigador en esa rama de la ciencia había concluido. Lo dejó todo para
centrarse en la energonomía, en la que llevaba mucho tiempo trabajando desde un
punto de vista histórico y ahora, tenía frente a él a quien en su momento
consideró un amigo, pero que le ridiculizó y, en cierto modo, provocó su
abandono. Estaba manoseando las hojas del documento. Notaba el tacto del papel
entre sus dedos. Era una sensación agradable que le traía a la memoria gratos
recuerdos. Había colaborado con muchos laboratorios nucleares. Había estado
desarrollando prototipos de fusión nuclear que iban a ser desarrollados porque
creían tener la tecnología necesaria. Creían poder crear pequeños soles en los
que la temperatura para facilitar la fusión no era un problema. La inversión de
los estados y empresas miembros del proyecto era de carácter cosmológico, casi
como los resultados esperados. En realidad, todo había sido posible gracias a
la energonomía. Este sería el paso definitivo para alcanzar una sociedad
perfecta. La economía se basaba en la energía y gracias a sus trabajos la energía
sería prácticamente inagotable. El futuro se abría ante ellos de forma sumamente
esperanzadora, pero uno tras otros, todos los intentos de desarrollar la que
denominaron «fusión fría» fracasaron, el control de las reacciones termonucleares
no estaba al alcance de nuestra tecnología. El proyecto, iniciado con el
Reactor Termonuclear Experimental Internacional a principios del siglo xxi, herencia
de los acuerdos alcanzados por Reagan y Gorbachov a mediados de la década de
1980, utilizaba como potencial fuente de energía un plasma caliente, mucho más
caliente que el núcleo solar, para la fusión del tritio y del deuterio formando
helio y liberando energía y un neutrón. Las modificaciones en las que el equipo
en el que Qozam trabajaba buscaban reducir la temperatura necesaria, puesto que
alcanzarla consumía más energía de la que conseguían liberar. Entonces, Qozam
planteó al grupo que trabajaba en el proyecto que la clave de su error estaba
en considerar la velocidad de la luz como constante. Era obvio que la velocidad
de luz era constante, pero Qozam aseguró que solo lo era en una variable temporal
fija. Eso suponía retornar a una versión de Maxwell contrapuesta a la de Einstein,
pero, sobre todo, permitía abrir un campo de nuevas posibilidades fabulosas. Qozam
se atrevió a hablar de la teoría unificada y de encontrar la solución a los
viajes a velocidades cercanas a la luz. Sus compañeros se rieron de él. A lo
largo del siglo xxi ya hubo varios intentos de demostrar esa «falacia» y todos
fracasaron, pero Qozam creía estar en lo cierto. Había jugado con esa fantasía
desde hacía tiempo y conjeturaba con haber llegado a una demostración plausible.
Nadie le creyó. Le desacreditaron y tuvo que abandonar el proyecto. Ahora,
frente a él, Peter Jacobsen, que fue el jefe de desarrollo del ITER bajo quien realizaba
sus investigaciones, le decía que no había errado en sus teorías, cuando fue él
uno de los principales artífices de su descrédito.
Qozam
se rió:
—Vete
de aquí.
Imagen de origen desconocido
En Plasencia a 19 de mayo de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
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