Energonomía. Parte V.





Llamaron a la puerta. El profesor no prestó atención. Insistieron. No había nada en este mundo que molestase más al profesor que una interrupción de sus clases:

­—Adelante —dijo visiblemente enfadado.

—Profesor Qozam, tiene una visita urgente, muy importante —se apresuró a decir la chica que abrió la puerta asustada; sabía a lo que se exponía.

El profesor la miró con desdén. Era una de las becarias del departamento de Economía Energética del que era director. Estaba convencido de que había sido mandada por la secretaria, que llevaba en la universidad tanto tiempo como él, solo que él se había vuelto un tanto cascarrabias, mientras que ella había aprendido a controlarle y, sobre todo, a sacarle de quicio. El profesor pensaba que ese era su deporte favorito.

—¿Quién narices es? —preguntó alzando la voz. La gente que asistía a la clase comenzó a murmurar sonriendo. Estaban seguros de que iban a contemplar una de las famosas escenas de mal humor del profesor.

—No lo sé, lo siento. Solo me ha pedido que le diga que «c no es constante» …, o algo así.

El profesor guardó silencio durante un instante. Miró hacia el proyector que había alterado automáticamente la señal muy atenuada hasta casi desaparecer mientras la clase se interrumpía.

—Por favor, apágate —se dirigió al asistente que inmediatamente suspendió la imagen. El profesor se dirigió a los alumnos—: La clase ha terminado por hoy.  

Los asistentes le miraron un tanto incrédulos, pero en silencio. Recogieron sus libros electrónicos y los guardaron en sus mochilas. Se levantaron de sus asientos y fueron saliendo. El profesor esperó apoyado en la mesa del estrado hasta que todos salieron. Entonces se dirigió a la chica que le había dado el aviso que seguía en la puerta más asustada que antes:

—¿Puedes repetirme lo que te ha dicho?

—Que «c no es constante».

—Estás segura, ¿verdad?

El rostro de la chica comenzó a palidecer según la duda se iba adueñando de su cerebro. Asintió con la cabeza, mientras una gota fría iba recorriendo su espalda.

—¿Dónde está?

—En su despacho —le dijo la chica—. Me pidió que le abriera la puerta, le dije que no podía hacer eso, pero insistió diciéndome que no me preocupara que podía hacerlo. Lo siento si he hecho algo que no debía.

—No pasa nada. Ven conmigo.

Salieron juntos y el aula se oscureció inmediatamente. La puerta se cerró de forma automática cuando los sensores dejaron de detectar presencia humana en el interior. Avanzaron por los pasillos de la universidad. Subieron dos plantas hasta la sede del departamento y ambos entraron en el despacho en el que la inopinada visita le estaba esperando. Primero ella, después él. Un rótulo indicaba que el despacho pertenecía al Profesor Doctor Qozam. No habían hablado nada en absoluto durante el camino. Escasamente dos minutos que para la becaria resultaron una eternidad.

—Querido amigo —dijeron desde una de las sillas confidente de la mesa del profesor.

Su rostro resultaba invisible para el profesor y la becaria. Acababan de entrar y la luz de la ventana frente a ellos convertía a su interlocutor en una suerte de silueta oscura con un halo casi brillante alrededor de su cabeza que impedía identificar sus rasgos.

—Qué haces aquí —respondió con frialdad el profesor.

—¿Es necesario que se quede la chica? —preguntó.

El profesor la miró:

—¿Cuál era tu nombre? —La chica le miró un tanto asustada. La pregunta había sido amable, casi paternal, nada que ver con la que le había hecho al extraño señor que había provocado toda esa situación, sin embargo, no se sentía tranquila.

—Elena —respondió de forma casi inapreciable.

—Bien, Elena, te voy a pedir que vayas a ver a la secretaria del departamento y que aviséis a seguridad. Quiero que venga alguien enseguida para echar a este señor. ¿Me has entendido?

La chica estaba atemorizada, visiblemente preocupada.

—Siento haberle importunado, pero me dijo que… —dijo la chica y enseguida se interrumpió a sí misma—. ¿Ocurre algo malo? —preguntó de forma pueril.

—No te preocupes, no pasa nada. Solo haz lo que te digo.

La chica se dio la vuelta y comenzó a correr una vez cerrada la puerta. El ruido de sus tacones retumbó en el despacho. Las pupilas del profesor se habían acostumbrado ya a la intensa luz y ya podía reconocer el rostro que tenía frente a él. Estaba sonriendo:

—¿Me vas a echar? —le preguntó.

—Es probable.

—¿No te vas a sentar? Estás en tu despacho.

—¿Qué quieres?

—Mira el documento que he dejado sobre tu mesa.

El profesor rodeó a su visitante por la espalda y se colocó frente a su escritorio. Ahora era él el que tenía la luz detrás. El documento estaba manuscrito en un papel amarillento. La letra era suya. La reconoció al instante. Volvió a preguntarle:

—¿Qué quieres?

—¿Lo reconoces?

—Déjate de juegos. Claro que lo reconozco. ¿Qué quieres? Es la última vez que te lo pregunto, si hay otra, te echaré. —La mirada del profesor era seria, penetrante, no bromeaba.

—Qozam —poca gente le llamaba directamente así—, estabas en lo cierto.   

El profesor le miró directamente a los ojos. Estaba muy serio. Había cogido los papeles del artículo que intentó publicar hacía ya mucho tiempo, cuando se ganaba la vida como físico. Tras varios intentos fallidos decidió que su etapa como investigador en esa rama de la ciencia había concluido. Lo dejó todo para centrarse en la energonomía, en la que llevaba mucho tiempo trabajando desde un punto de vista histórico y ahora, tenía frente a él a quien en su momento consideró un amigo, pero que le ridiculizó y, en cierto modo, provocó su abandono. Estaba manoseando las hojas del documento. Notaba el tacto del papel entre sus dedos. Era una sensación agradable que le traía a la memoria gratos recuerdos. Había colaborado con muchos laboratorios nucleares. Había estado desarrollando prototipos de fusión nuclear que iban a ser desarrollados porque creían tener la tecnología necesaria. Creían poder crear pequeños soles en los que la temperatura para facilitar la fusión no era un problema. La inversión de los estados y empresas miembros del proyecto era de carácter cosmológico, casi como los resultados esperados. En realidad, todo había sido posible gracias a la energonomía. Este sería el paso definitivo para alcanzar una sociedad perfecta. La economía se basaba en la energía y gracias a sus trabajos la energía sería prácticamente inagotable. El futuro se abría ante ellos de forma sumamente esperanzadora, pero uno tras otros, todos los intentos de desarrollar la que denominaron «fusión fría» fracasaron, el control de las reacciones termonucleares no estaba al alcance de nuestra tecnología. El proyecto, iniciado con el Reactor Termonuclear Experimental Internacional a principios del siglo xxi, herencia de los acuerdos alcanzados por Reagan y Gorbachov a mediados de la década de 1980, utilizaba como potencial fuente de energía un plasma caliente, mucho más caliente que el núcleo solar, para la fusión del tritio y del deuterio formando helio y liberando energía y un neutrón. Las modificaciones en las que el equipo en el que Qozam trabajaba buscaban reducir la temperatura necesaria, puesto que alcanzarla consumía más energía de la que conseguían liberar. Entonces, Qozam planteó al grupo que trabajaba en el proyecto que la clave de su error estaba en considerar la velocidad de la luz como constante. Era obvio que la velocidad de luz era constante, pero Qozam aseguró que solo lo era en una variable temporal fija. Eso suponía retornar a una versión de Maxwell contrapuesta a la de Einstein, pero, sobre todo, permitía abrir un campo de nuevas posibilidades fabulosas. Qozam se atrevió a hablar de la teoría unificada y de encontrar la solución a los viajes a velocidades cercanas a la luz. Sus compañeros se rieron de él. A lo largo del siglo xxi ya hubo varios intentos de demostrar esa «falacia» y todos fracasaron, pero Qozam creía estar en lo cierto. Había jugado con esa fantasía desde hacía tiempo y conjeturaba con haber llegado a una demostración plausible. Nadie le creyó. Le desacreditaron y tuvo que abandonar el proyecto. Ahora, frente a él, Peter Jacobsen, que fue el jefe de desarrollo del ITER bajo quien realizaba sus investigaciones, le decía que no había errado en sus teorías, cuando fue él uno de los principales artífices de su descrédito.

Qozam se rió:

—Vete de aquí.



Imagen de origen desconocido


En Plasencia a 19 de mayo de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera

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