domingo, 14 de abril de 2019
Las estrellas también mueren.
Era martes. Serían las nueve de la mañana,
algo menos. Hacía frío. Es curioso porque no recuerdo el mes, ni siquiera el
año, sin embargo, no puedo olvidar el día de la semana ni la hora, aunque
resulte del todo irrelevante. Ella estaba sentada, recostada contra la pared.
Adormilada, descalza, en medio de una calle que en breve estaría muy
concurrida, pero que a esas horas aún no había despertado, como ella. Había un
cartel delante de ella, tapándole los pies. Se había caído hacia atrás. Estaba
sujeto entre un cuenco destartalado de plástico y la planta de sus propios
pies, pero imagino que el viento o tal vez sus movimientos mientras dormía habían
provocado que cayese y quedase en una posición casi vertical que facilitaba su
lectura: «las estrellas también mueren». Esperaba otra frase, del tipo: «Una
ayuda», «Una limosna por favor» o algo más extensa con aportaciones biográficas,
más o menos decoradas, que buscasen sensibilizar el alma del transeúnte y le
animase a arrojar una moneda al cuenco, como «Llevo en la calle cuatro años con
mis niños buscando trabajo y no me alcanza para comer, por favor apiádese de mí».
Pero no, la frase resultaba extraña, inapropiada, casi surrealista,
inimaginable para una situación como esa. Me quedé parado delante de ella. Tal
vez esperaba que se despertase, aunque, de haberlo hecho y conociéndome, dudo mucho
que me hubiese atrevido a preguntar. En todo caso, había soltado una sonrisa
incómoda y sin esperar respuesta, me habría marchado arrepintiéndome de mi
timidez. A lo sumo, le habría ofrecido una limosna que, quién sabe, puede que
no quisiese. El caso es que no despertó. Al menos no abrió los ojos. Yo seguí
leyendo la frase una y otra vez, corta, escueta, escrita en minúsculas con una
caligrafía exquisita, casi de imprenta —aunque en mi opinión algo sobrecargada—,
esperando una explicación, intentando encontrarle un sentido a algo que, como
resultaba evidente, no lo tenía. Estuve tentado a emitir alguna suerte de sonido,
un carraspeo, un silbido tal vez, no sé, algo que llamase la atención de la
mujer. Entonces caí en la cuenta de que era más bien una chiquilla. No soy
bueno con las edades, especialmente cuando la persona es joven y ella lo era,
mucho más que yo, o puede que no tanto, el caso es que me pareció casi una
niña. ¿Era posible que nadie se hubiese fijado en ella?, ¿era posible que
hubiese pasado la noche ahí? Por primera vez pensé si no tendría algún tipo de
conmoción o estaba desmayada a consecuencia del frío. Me fijé en su ropa. No
parecía deshilachada que, tal vez, sería lo previsible para alguien en su
condición, pero cuál era su condición. ¿Realmente era una vagabunda?, alguien
pobre y necesitado, que no tenía casa, que pedía por la calle que necesitaba
ayuda, ¿era eso?, ¿era una indigente? Estuve tentado de llamar a la policía,
pero enseguida recordé unas imágenes que había visto en la prensa unos días
antes. Eran de un grupo de emigrantes que estaban ocupando la calle, ¿era la
misma calle? Y la policía los desalojó de mala manera. También pensé que
alguien así, en apariencia frágil y débil podría sufrir el acoso de algún
desalmado. En fin, mi cabeza era un cúmulo de ideas extrañas que no podía aclarar
y que habían surgido en torno a la frase que esa chica tenía escrita en un cartón
apoyado sobre sus pies. Al final mi indecisión venció y me fui de allí. Recuerdo
que lo hice a paso ligero, como si estuviese huyendo de algo que pudiera
hacerme daño o de alguien que pudiera acusarme de haber abandonado a esa chica.
Posiblemente huía de mí, como tantas veces he hecho a lo largo de mi vida. El
caso es que no olvidé a la chica, ni la frase.
Terminé de hacer unas gestiones, compras o
vete tú a saber qué cosas por el centro y no pude resistir la tentación de regresar
nuevamente al lugar del encuentro fortuito. Mientras me acercaba, iba aglutinando
fuerzas para poder dirigirme a ella y preguntarle las dudas que habían rondado
mi cabeza durante toda la mañana. Estaba casi convencido de que finalmente le
hablaría cuando, al doblar la esquina de la calle en la que la encontré por la
mañana, me llevé una gran desilusión. Ya no estaba. Había un señor sentado, recostado
contra la pared. Adormilado, descalzo. Había un cartel delante de él, tapándole
los pies. Se había caído hacia atrás. Decía: «Una ayuda a este pobre desamparado,
por caridad». Venciendo mi propia vergüenza me acerqué a él y no pude evitar
preguntarle por la chica. Se asustó cuando le toqué el hombro, me miró
sorprendido, le repetí la pregunta: «¿Y la chica que estaba aquí esta mañana?».
Debía ser extranjero porque respondió algo ininteligible para mí y retiró el
hombro sobre el que todavía, inopinadamente, descansaba mi mano. Elevó el tono.
Me asusté y me marché.
Años después, también en invierno, en una de
mis clases de semiótica, encontré al entrar la misma frase escrita en la
pizarra: «las estrellas también mueren». La caligrafía era idéntica. Pregunté con
nerviosismo que quién había escrito la frase. Nadie respondió. Todos los
alumnos que allí estaban me eran conocidos. A mis clases viene poca gente, así
que sus caras me suenan. Supongo que debo ser mal profesor. El caso es que insistí,
pero nadie dijo nada. Salí del aula, miré a los lados del pasillo. No había
nadie, ya habían comenzado las clases vespertinas. Solo vi pasar un alumno que
llegaba tarde. Lo descarté inmediatamente: era un chico. Regresé a clase. Intenté
disimular mi inquietud, pero los chicos, creo que, por primera vez, mostraron
interés en lo que estaba aconteciendo en mi clase. Les pregunté por el
borrador. Nadie sabía dónde estaba. La frase permaneció impertérrita durante
las dos horas que duraba la clase. El interés inicial se fue volatilizando
hasta que los escasos bostezos —escasos porque el número de bocas que los
producían eran pocas— colmataron la clase como era costumbre. Sonó el timbre y
todos se levantaron sin esperar a que terminara mis últimas frases. Por
supuesto, nadie se despidió. Recogí las cosas de mi mesa. Las metí en mi maletín
y lo deposité en el suelo. Me senté en uno de los pupitres del aula. Uno de la
tercera o cuarta fila y miré la pizarra. La luz estaba encendida porque ya
estaba oscureciendo. Serían las nueve de la noche, algo menos. La frase parecía
querer cobrar vida. Salir de la pizarra, tal vez volar, marcharse a través de
la ventana hacia el cielo en el que apenas se veían estrellas por la intensa
luz nocturna de la ciudad. Me levanté, quise ayudarla, a la frase, a salir de
la pizarra. Recuerdo que le tendí las manos esperando que, letra tras letra,
cayese sobre mis palmas para lanzarla, cual ave liberada, al aire. Me miré las
manos. Estaban llenas de polvo de tiza. Las sacudí. Cogí el maletín. Apagué la
luz y salí de la clase. Al día siguiente la frase ya no estaba.
Imagen: https://www.nasa.gov/
Entre Mérida y Madrid a 11 de abril de 2019.
Rubén
Cabecera Soriano.
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Cuentos y relatos.,
Las estrellas también mueren.