domingo, 7 de abril de 2019

La luna cuadrada. Parte ix.



¿María?, pregunto atolondrado. María, afirmo. Estoy un tanto desconcertado, habría jurado que un instante antes era mi madre quien estaba frente a mí diciendo que iba a avisar al médico para que comprobase cómo me encontraba porque había recuperado la consciencia. ¿Mi madre?, pregunto balbuceando. ¿Tu madre?, tu madre no ha estado aquí. No entiendo, le digo, pero si la he visto hace un instante. Lo siento, Juan, pero tu madre no ha venido. Ahora voy a avisar al médico. ¡No!, fue un grito de miedo lo que salió de mi boca. No te vayas, por favor. No quiero que me dejes solo. María ablandó su rostro y sonrió. La realidad es que no quería que se fuese por miedo a que me volviese a ocurrir lo que me había sucedido antes con mi madre. Supuse que solo había sido una especie de sueño. Imaginé que, en realidad, nunca había estado. Mejor así, pero la vi tan claramente, me pareció tan real que me resultaba sorprendente lo que me estaba diciendo María. María permaneció de pie, a mi lado. Con sus manos sujetaba la mía, la derecha. La izquierda la tenía escayolada según pude percibir al intentar moverla para colocarla sobre las suyas. Emití un gruñido de dolor. María miró hacia mi mano. La tienes rota, me dijo. No es lo único, no creo que debas moverte. Debería llamar al médico, insistió mucho en que avisase si despertabas. No, por favor, no. Bueno, déjame al menos que me asome a la puerta. Estaré justo ahí, dijo señalando el pasillo. Así veré si hay alguna enfermera. Me verás todo el rato. Vale, dije resignado, pero prométeme que no te irás. Ella se alejó lentamente sin dejar de mirarme. Abrió la puerta y tuve exactamente la misma impresión que cuando se marchó mi madre. No te veo, le dije. La luz me deslumbraba. Estoy aquí, me respondió. La oí llamar a alguien. Intercambió unas palabras tras la puerta, apenas susurros para mí. Hablaban tan bajo para no molestar a la gente, quise pensar. Luego entró. Ya he avisado. Vendrán enseguida. Han ido a avisar al médico de guardia.


María regresó a su sillón. El que antes había sido de mi madre. Lo acercó más a mi lado y nuevamente me sostuvo la mano. ¿Qué pasó?, me preguntó. Podría decirse, pensé, que la pelea la incité yo. Podría decirse, proseguí con mi pensamiento, que quería terminar en el hospital y que deseaba que María viniese a cuidarme, como nunca había hecho mi madre. Pero no estaba seguro. Estaba escudriñando mi mente para encontrar una respuesta a la provocación que les hice a mis agresores. En realidad, no había sido para tanto y, por descontado, fue una reacción desproporcionada. Ya daba igual, creo que lo quise así y así ocurrió, aunque todo fue muy extraño. Yo, que siempre huyo de la gente solivianté a unos extraños con pinta de desalmados para que me dieran una paliza y me llevasen al hospital con la idea de que viniese María pues solo de ella tenía referencias encima de mí. No es propio de mí, concluí. Algo me estaba pasando. No lo sé, respondí. Unos chicos comenzaron a golpearme. No llevaba encima nada, eso intenté decirles, pero imagino que no me apalearon para robarme. Se reían. Lo hacían porque era lo que querían hacer. Mostrar su fuerza como si fuesen una maldita caterva, creo que seguían las órdenes de un chaval de pelo rubio. No sé si podría reconocerle, pero durante un instante le miré a los ojos y sé que el se dio cuenta. Estaba de pie, erguido, orgulloso de la obediencia que le mostraban sus acólitos. Entonces se acercó y me pateó el rostro, lo vi venir, pero no pude hacer nada. Absolutamente nada… Callé. Miré a María. Unas lágrimas querían desprenderse de sus ojos. Gracias, le dije. ¿Por qué?, me preguntó. Por estar aquí, le respondí. Ahora fue ella la que guardó silencio durante un instante. Me llamaron por teléfono a la cafetería, reanudó la conversación. Dijeron que había un herido que llevaba la tarjeta de mi local y que no tenían otra referencia de él, que si no me importaba acercarme para ver si podía reconocerle…, reconocerte. No sé por qué, pero pensé en ti. Me asusté. Vine al hospital en cuanto pude. Pregunté por ti. Solo sé tu nombre. Dije que me acababan de llamar, que no sabía bien dónde estaba. Me llevaron a urgencias. Te estaban limpiando. Estabas lleno de sangre. Casi no se te veía el rostro… por la sangre y por los moretones. Me puse a llorar... Como una tonta. Apenas de conozco, pero les dije que éramos familia. No sé por qué. Entonces me preguntaron tus apellidos. Me los inventé, sonrió. Luego me preguntaron tu dirección, que dónde trabajabas… Al final tuve que decirles la verdad. Aunque me dejaron quedarme, supongo que porque no encontraron a nadie más a quien avisar. Se detuvo durante un instante, me miró y me dijo que lo sentía. ¿Por qué?, pregunté. No sé, dijo, tal vez si hay alguien. Ahora cuando vengas podrás decírselo. En fin, han pasado casi diez días. Has estado inconsciente durante todo este tiempo. He estado viniendo por las mañanas, antes de abrir, y por la noche cuando cerraba. Bueno, no sé por qué te cuento todo esto. Imagino que querrás estar solo… No hay nadie. ¿Qué?, preguntó. Que no hay nadie, insistí. No hay nadie a quien llamar. Estoy solo.

Imagen: GETTY IMAGES



Mérida a 6 de abril de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera