La luna cuadrada. Parte vii.




El taxi está en la puerta esperándome. En realidad, él no sabe quién soy yo, así que, siendo precisos, el taxi está esperando que alguien salga del portal de mi casa y se dirija a él para preguntarle si es el coche que han enviado desde la central, asentir, dar las buenas noches, preguntar si lleva maleta, para evitar salir en caso negativo, y ofrecerle amablemente el asiento trasero. Observo la cara del conductor. Parece serio, supongo que como yo. La conversación con María me ha dejado inquieto, aunque no más que la observación atenta de mi cuerpo. Decido que no quiero tomar el taxi y me dispongo a salir del portar del bloque en que vivo lo más rápidamente posible por si me pregunta el conductor. No tiene por qué verme. De hecho, no creo que me vea. Está oscuro ahí fuera. Salgo. Doblo la esquina. Me echo a correr. No quiero llegar tarde al trabajo. ¿Quiero ir al trabajo? No me gusta, definitivamente no me gusta, preferiría ir a ver a María de nuevo, aunque ya es tarde y seguramente ella ya no esté. Es probable que haya cerrado el bar. Es posible que esté en su casa, durmiendo. No sé dónde vive. Solo puedo localizarla en su bar. Siento un profundo pesar, una gran desazón que me pesa tanto que me detiene. Casi me duele, casi me duele físicamente. Miro a mi alrededor. He estado corriendo un buen rato. Estoy sudando. Una farola me alumbra. Está justo sobre mí. Es como si me estuviera alumbrando. El cono de luz desciende hasta mi cabeza. Me miro las manos, están iluminadas. También mis pies, pero no con tanta intensidad. Me aparto hasta alcanzar el banco más cercano. Me siento y observo, si miro no pienso y no quiero pensar. Me duele pensar. Unos chicos pasan justo a mi lado. Llevan varias bolsas con botellas. Oigo el tintineo. Están fumando. Se ríen. Pasan junto a mí. Me ignoran. Se van alejando. Les llamo: Eh, vosotros. Al principio no se dan por enterados, pero insisto. ¡Chavales! Entonces se giran, me miran. Uno de ellos responde: ¿Qué quieres? ¿Qué hacéis?, pregunto. Se ríen. Noto cierto nerviosismo tal vez. Cuchichean entre ellos antes de que el mismo que ha hablado antes responda: ¿Qué quieres tú? ¿Qué lleváis ahí?, pregunto. Nada que te interese, responde. Por un instante siento la necesidad de que me golpeen. Es extraño, no sé a qué responde esa sensación, pero lo deseo. Es una extraña fuerza que me arrastra hacia una dolorosa violencia que solo yo sufriré y, sin embargo, la quiero. Pienso en María. Los miro. Están a punto de darse la vuelta. De marcharse sin hacerme caso, cuando ocurre lo inevitable. Uno se ríe. Me señala. Los demás se ríen. Me señalan. Parece que otro quiere detenerles, pero ya es tarde. Vienen. Me golpean, me patean, me escupen. No me defiendo. Noto como la sangre va manando por varios sitios en mi cuerpo. La noto en la nariz, en los labios. Está caliente al contrario de lo que me había imaginado. Sabe a metal. No sé por qué sé como sabe el metal, pero la sangre me sabe a metal. Estoy en el suelo. Me han tirado. Siguen pegándome. Lo hacen por placer, por sentirse bien, por mostrarse más fuertes que yo, por poder contarlo después entre risas, ebrios de alcohol y puede que de sexo. Hay algo de inhumano en lo que me están haciendo, pero también es profundamente humano. Me entrego a la paradoja perdiendo el sentido. Es lo que quería. Ya no recuerdo nada. Ahora descanso. El tiempo pasa, pero yo no lo percibo. Creo que ya han parado. Creo que estoy recobrando la consciencia. No siento los golpes, pero siento el dolor. Casi no puedo abrir los ojos. Cada parte de mi cuerpo es un moretón, una herida, una magulladura. Alguien me está hablando. ¿Está usted bien? No se atreve a tocarme, quién se atrevería. Seguramente piense que me romperé si me toca. ¿Me oye?, insiste. Le oigo, lejano pero le oigo, aunque no contesto. El dolor me impide abrir la boca siquiera para susurrar, aunque tampoco quiero hacerlo. Una sed terrible me invade. Ya la sentía antes, pero ahora me produce una quemazón en mi interior que necesito aplacar. Agua, pido. Sí, claro, sí, responde algo asustado, o asustada, porque no sé si se trata de un hombre o una mujer. Al cabo de un instante me ofrece una botella. Bebo como puedo. Creo que no me he movido ni un solo centímetro, pero tengo la botella en la boca. Debe ser esa alma caritativa quien me la ofrece. Gracias, susurro. No hay respuesta. Seguramente me mira con miedo, con temor. Intento incorporarme. No lo haga, me dice, quédese quieto. Es una mujer. Deseo que fuese María. Sé que es imposible. He llamado a una ambulancia. No quiero ir al hospital, pienso. No quiero ir al hospital, le digo. Lo siento, me responde, está usted muy mal. Entreabro los ojos con mucho dolor. Hay claridad. Debe ser de día. Deben haber pasado varias horas. Intento mirar hacia donde escucho la voz que me habla. Es una mujer. No es María. Vuelvo a cerrar los ojos. Estoy cansado, muy cansado, estoy cansado de todo. Necesito descansar. Oigo una sirena a lo lejos. Se va acercando. Pierdo la consciencia… otra vez.


 Imagen de origen desconocido.
  

Mérida a 17 de febrero de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera