El taxi está en la puerta esperándome. En realidad, él
no sabe quién soy yo, así que, siendo precisos, el taxi está esperando que
alguien salga del portal de mi casa y se dirija a él para preguntarle si es el coche
que han enviado desde la central, asentir, dar las buenas noches, preguntar si
lleva maleta, para evitar salir en caso negativo, y ofrecerle amablemente el
asiento trasero. Observo la cara del conductor. Parece serio, supongo que como
yo. La conversación con María me ha dejado inquieto, aunque no más que la
observación atenta de mi cuerpo. Decido que no quiero tomar el taxi y me
dispongo a salir del portar del bloque en que vivo lo más rápidamente posible
por si me pregunta el conductor. No tiene por qué verme. De hecho, no creo que
me vea. Está oscuro ahí fuera. Salgo. Doblo la esquina. Me echo a correr. No
quiero llegar tarde al trabajo. ¿Quiero ir al trabajo? No me gusta,
definitivamente no me gusta, preferiría ir a ver a María de nuevo, aunque ya es
tarde y seguramente ella ya no esté. Es probable que haya cerrado el bar. Es
posible que esté en su casa, durmiendo. No sé dónde vive. Solo puedo localizarla
en su bar. Siento un profundo pesar, una gran desazón que me pesa tanto que me
detiene. Casi me duele, casi me duele físicamente. Miro a mi alrededor. He
estado corriendo un buen rato. Estoy sudando. Una farola me alumbra. Está justo
sobre mí. Es como si me estuviera alumbrando. El cono de luz desciende hasta mi
cabeza. Me miro las manos, están iluminadas. También mis pies, pero no con
tanta intensidad. Me aparto hasta alcanzar el banco más cercano. Me siento y
observo, si miro no pienso y no quiero pensar. Me duele pensar. Unos chicos
pasan justo a mi lado. Llevan varias bolsas con botellas. Oigo el tintineo. Están
fumando. Se ríen. Pasan junto a mí. Me ignoran. Se van alejando. Les llamo: Eh,
vosotros. Al principio no se dan por enterados, pero insisto. ¡Chavales!
Entonces se giran, me miran. Uno de ellos responde: ¿Qué quieres? ¿Qué hacéis?,
pregunto. Se ríen. Noto cierto nerviosismo tal vez. Cuchichean entre ellos
antes de que el mismo que ha hablado antes responda: ¿Qué quieres tú? ¿Qué lleváis
ahí?, pregunto. Nada que te interese, responde. Por un instante siento la
necesidad de que me golpeen. Es extraño, no sé a qué responde esa sensación,
pero lo deseo. Es una extraña fuerza que me arrastra hacia una dolorosa violencia
que solo yo sufriré y, sin embargo, la quiero. Pienso en María. Los miro. Están
a punto de darse la vuelta. De marcharse sin hacerme caso, cuando ocurre lo inevitable.
Uno se ríe. Me señala. Los demás se ríen. Me señalan. Parece que otro quiere
detenerles, pero ya es tarde. Vienen. Me golpean, me patean, me escupen. No me
defiendo. Noto como la sangre va manando por varios sitios en mi cuerpo. La
noto en la nariz, en los labios. Está caliente al contrario de lo que me había
imaginado. Sabe a metal. No sé por qué sé como sabe el metal, pero la sangre me
sabe a metal. Estoy en el suelo. Me han tirado. Siguen pegándome. Lo hacen por
placer, por sentirse bien, por mostrarse más fuertes que yo, por poder contarlo
después entre risas, ebrios de alcohol y puede que de sexo. Hay algo de
inhumano en lo que me están haciendo, pero también es profundamente humano. Me
entrego a la paradoja perdiendo el sentido. Es lo que quería. Ya no recuerdo
nada. Ahora descanso. El tiempo pasa, pero yo no lo percibo. Creo que ya han
parado. Creo que estoy recobrando la consciencia. No siento los golpes, pero
siento el dolor. Casi no puedo abrir los ojos. Cada parte de mi cuerpo es un
moretón, una herida, una magulladura. Alguien me está hablando. ¿Está usted
bien? No se atreve a tocarme, quién se atrevería. Seguramente piense que me
romperé si me toca. ¿Me oye?, insiste. Le oigo, lejano pero le oigo, aunque no
contesto. El dolor me impide abrir la boca siquiera para susurrar, aunque
tampoco quiero hacerlo. Una sed terrible me invade. Ya la sentía antes, pero ahora
me produce una quemazón en mi interior que necesito aplacar. Agua, pido. Sí,
claro, sí, responde algo asustado, o asustada, porque no sé si se trata de un
hombre o una mujer. Al cabo de un instante me ofrece una botella. Bebo como
puedo. Creo que no me he movido ni un solo centímetro, pero tengo la botella en
la boca. Debe ser esa alma caritativa quien me la ofrece. Gracias, susurro. No
hay respuesta. Seguramente me mira con miedo, con temor. Intento incorporarme.
No lo haga, me dice, quédese quieto. Es una mujer. Deseo que fuese María. Sé que
es imposible. He llamado a una ambulancia. No quiero ir al hospital, pienso. No
quiero ir al hospital, le digo. Lo siento, me responde, está usted muy mal.
Entreabro los ojos con mucho dolor. Hay claridad. Debe ser de día. Deben haber
pasado varias horas. Intento mirar hacia donde escucho la voz que me habla. Es
una mujer. No es María. Vuelvo a cerrar los ojos. Estoy cansado, muy cansado, estoy
cansado de todo. Necesito descansar. Oigo una sirena a lo lejos. Se va
acercando. Pierdo la consciencia… otra vez.
Mérida a 17 de febrero de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera