Nunca me
han usado. Siempre me dejan abandonado en la caja, solitario, aislado del
mundo. A la espera de que mis compañeros, si es que puedo llamarlos así, regresen
felices, contentos porque han pintado una casa, un árbol, un reloj, una pelota,
unos niños, incluso un mundo, sí, la última vez pintaron un mundo. Llegaron muy
felices, contaban que habían coloreado el mar, los países, las montañas, los
ríos, incluso algunos animales típicos de cada región. Debió ser algo
fantástico. Yo, sin embargo, permanecí en la caja que comparto con los demás
lápices, con ellos, solo. Todos son colores maravillosos: el rojo, el azul, el
rosa, el amarillo, el verde, el marrón, el naranja, el naranja, ay, que envidia
me da el naranja, siempre pintando cosas que se llaman como él, qué suerte
tiene, incluso el negro, que mira que es feo, lo pasa mejor que yo. Hay muchos
más. Una vez intenté contarlos, pero no fui capaz. Es muy difícil porque la caja
de cartón en la que nos recogen es muy estrecha, estamos todos pegados uno al
lado del otro y casi no se ve nada cuando la cierran. Intenté convencerles de
que dijesen cada uno un número detrás de otro. Sé perfectamente que saben
contar porque muchas veces, cuando regresan a la caja, dicen haber estado
escribiendo números. Eso parece no gustarles demasiado, les pasa igual cuando
escriben, pero, ay, si yo pudiera siquiera acompañarlos un ratito escribiendo.
El caso es que les pedí que dijesen, uno tras otro, números correlativos para
saber cuántos éramos, pero todo resultó un lío tremendo. Se montó un gran
barullo y al final no sabíamos si éramos diez, veinte o ciento catorce. En fin,
tampoco es que fuese algo muy importante, tan solo era curiosidad.
Un día
uno de ellos no regresó. Me percaté porque cuando cerraron la caja me
encontraba más holgado, más cómodo. Pregunté al color que tenía al lado, creo
que era el verde, pero no estoy seguro porque ya estaba oscuro. Me dijo que no
sabía nada, que estaba agotado porque habían estado coloreando durante mucho
rato. Sé que era cierto porque ese día estuve solo más tiempo de lo habitual.
Además, me comentó que los habían usado muchas manos, no había sido como otras
veces, que siempre los utilizaba la misma persona. Seguí preguntando para ver
si alguno de los lápices sabía algo, pero todos estaban muy cansados y ninguno
quiso contestarme. Me prometí a mí mismo que cuando se abriese la caja de
nuevo, me fijaría para ver si lograba descubrir quién era el que faltaba.
Al día
siguiente se montó un gran revuelo. La caja comenzó a tambalearse, se movió
mucho, tanto que algunos lápices se marearon. Finalmente la dejaron tranquila,
pero estábamos colocados de pie. Entonces, a pesar de que estaba oscuro, me
percaté de que era el más alto. Todos los lápices medían mucho menos que yo.
Les sacaba, como poco, una punta o dos, a algunos mucho más. Entonces abrieron
la caja y sacaron el lápiz azul. Mientras salía pude observar lo pequeño que
era, seguramente medía la mitad de lo que yo, tal vez menos. Como dejaron la
caja abierta corroboré que, efectivamente, todos los demás lápices eran mucho
más pequeños, los miraba por encima de sus puntas y los veía a todos, allí
juntitos, pero bajitos. Ellos también me miraban entre asustados y admirados.
Allí estaba yo, tan grande, tan alto, tan limpio, tan blanco. Ellos, sin
embargo, eran muy chiquitines, sucios, descoloridos, algunos incluso mordidos.
Me atrevería a decir que alguno de ellos incluso me miraba con envidia.
De
repente, el lápiz azul regresó. Dijo que había oído algo de un regalo, de un
estuche nuevo al que nos trasladarían porque la caja estaba muy destartalada.
Entonces una mano comenzó a sacarnos, cogió varios colores y los extrajo de la
caja para trasladarlos. Estábamos muy asustados, no entendíamos nada. Al poco
tiempo, llegó mi turno. Iba con el lápiz negro, que era el segundo más alto
después de mí, y con el azul que fue el que nos dijo que nos trasladarían y
algún otro color sumamente pequeño, tanto que apenas podían cogerlo con los
dedos sin que se cayese. Después, uno a uno nos iban introduciendo en el nuevo
y flamante estuche donde un cinturón elástico que nos pusieron alrededor de la
cintura, sí, los lápices tenemos cintura, nos sujetaba cómodamente e impedía
que nos moviésemos. Debo reconocer que una vez superado el susto inicial
aquello resultaba muy confortable, mucho más que la cajita de madera donde
estábamos antes.
Al cabo
del tiempo, algunos de mis amigos lápices no regresaron, cada vez eran más y
más pequeños hasta que casi no se les veía y apenas tenían ya punta para
colorear. Muchas de las gomas del estuche estaban vacías, pero yo seguía allí
impertérrito, impasible pero triste viendo cómo mis amigos iban desapareciendo.
Algunos fueron verdaderos hermanos para mí. Especialmente el negro, que me
contaba todo lo que pintaba y coloreaba, y todo lo que veía que los demás
pintaban. La verdad es que de él aprendí mucho. Pero un día llegaron algunos lápices nuevos,
de colores, venían a sustituir a los que habían desaparecido. Llegó un nuevo
lápiz amarillo, uno verde, uno azul y un nuevo lápiz negro. Me alegré mucho al
verlo, pero él, claro está, no sabía quién era yo. No estaba a mi lado, pero
eso no me importó porque sabía que, tarde o temprano, coincidiríamos y entonces
le contaría todo lo que me había contado su antecesor.
El
tiempo pasó, yo seguía tan largo como siempre, apenas había menguado un
poquito, peor un día, por alguna extraña razón pude colorear. Me eligieron para
pintar unas estrellas blancas sobre un papel de color negro. Recuerdo el día
con gran emoción, yo no sabía qué iba a pintar y después de haberlo hecho, en
realidad tampoco estaba seguro de saberlo. Cuando regresé al estuche, que ahora
era de madera, y en él los lápices estábamos sueltos, desordenados, sin
colocar, después de que todos me felicitasen, me contaron que lo que había
pintado eran estrellas. Yo sabía perfectamente qué eran las estrellas, me lo
habían contado muchas veces, pero nunca las había visto porque nunca había
salido del estuche. Estaba muy emocionado y todos mis compañeros se alegraron
mucho por mí. Estuve muchos días contándoles algo que ellos sabían de sobra
porque estaban acostumbrados a hacerlo, pero para mí, que curiosamente era el
más viejo de todos los colores del estuche, era algo nuevo. Algo que nunca
olvidaría.
Imagen de origen
desconocido.
En Mérida a 26 de enero
de 2019.
Rubén Cabecera
Soriano.
@EnCabecera