La luna cuadrada. Parte vi.




No siempre ha sido así. No siempre he estado sola. María me contó su historia. La escuché, aunque no pedÍ que me la contara. La escuché atento, sin dejar de prestar atención ni un instante, sin embargo, no tengo claro que me interesase, creo que lo hice por empatía, lo cual, tratándose de mí es, si cabe, más extraño aún que si me hubiese resultado una historia interesante. Cuando terminó o, al menos, eso me pareció, guardé silencio, no sabía qué debía hacer. Desconocía si tenía que ser comprensivo, aunque no sé muy bien cómo se consigue, o aconsejarla, o sencillamente trasladarle mi opinión al respecto de su recién compartida historia de su vida. De lo que estoy seguro es de que ella estaba expectante y eso me incomodaba. Estuve a punto de levantarme y salir de allí, casi escapar, pero me contuve, decidí aguantar, pensé que, en cualquier caso, me apetecía quedarme y esperar. Esperar con la esperanza de que ella tomase la iniciativa y me preguntase por el tiempo o por mi trabajo o, sencillamente, se levantase de su banco y se marchase a la cocina para preparar alguna comida para su bar. Ella, sin embargo, me miraba impasible, tal vez dura, por primera vez seria. Caí en la cuenta de que una lágrima caía por su mejilla. ¿Había estado llorando o esa era la primera lágrima? No llevo pañuelos, nunca los he llevado, le dije. Ella se levantó, ¿Quieres otra taza de café?, me preguntó. La mía ya estaba vacía. La suya, la segunda, lo estaba desde hacía un buen rato. Lo sé porque estuve fijándome en cada sorbo que daba entre frase y frase. No, gracias. Ella cogió la cafetera y se sirvió lo que quedaba. Te gusta, ¿verdad? Me miró extrañada. Si te gusta el café, le insistí. Pues sí, dijo ella. Ahora deberías marcharte, me dijo, Tengo cosas que hacer. Sí, claro, respondí. Me levanté de la banqueta y me dirigí a la puerta. Justo en el umbral me di la vuelta: Adiós, dije. Ella me estaba mirando. Entonces entendí que estaba esperando una despedida, seguramente distinta a la que le ofrecí, eso pensé, pero, al menos, prosiguió mi pensamiento, ha habido despedida. Ella sonrió sin decir palabra y se metió a la cocina sin esperar a que yo saliera.

Me dirijo a mi casa, debo pasar por allí antes de ir a trabajar y ya es tarde. Hoy tendré que coger un taxi. En el autobús no llegaré. No me gustan los taxis, me resultan incómodos. Apenas habré cogido dos o tres a lo largo de dmi vida, pero no guardo un buen recuerdo de esas ocasiones. Recuerdo una vez en que me caí y me torcí el tobillo. Fue una caída absurda, estúpida, pero sentí un fuerte dolor en el pie y no podía caminar. Llamé a un taxi desde mi teléfono y en cuanto subí el dolor se me pasó, supongo que de la angustia que me provocó estar dentro del vehículo con el chofer esperando que le facilitase una dirección mientras me insistía en preguntarme qué me había pasado. Fue horrible. En un rato, si quería llegar puntual a mi trabajo, debería llamar a uno. Solo de pensarlo comencé a sudar. Llegué al piso. Me desnudé. Solo hay un espejo en mi casa. Está en la entrada. Me dirigí a él para contemplarme. Me miré a los ojos un buen rato. Luego comencé a escudriñarme.

No tengo una gran barriga, pero es, evidentemente, flácida. Mis brazos son delgados, nada musculosos, al igual que mis piernas. Tengo poco vello, acaso una mata oscura y rizada sobre mis genitales. Me toqué el pene. Quería que fuese algo más grande. Lo justo para no sentir una absurda vergüenza. Volví a mi rostro. Soy feo, lo dije en voz alta. No dije: Eres feo. No era una conversación entre dos personas en la que uno insulta a la otra llamándole feo, era una simple reflexión hecha en voz alta. Se trataba de una evidencia que mis siguientes observaciones iban a corroborar. Y lo dije porque es verdad, me atrevería a decir que es una verdad objetiva por más que la belleza sea un concepto subjetivo, eso lo leí en algún libro y me gustó. Mi nariz es grande, pero no prominente, y apenas aguileña, más bien se parece a las narices de la gente que ha engordado mucho sin ser realmente obesa. No tiene carácter, nada de personalidad, podría decirse que se trata de una nariz anodina. Mis pómulos se afilan a pesar de que no estoy excesivamente delgado. Lo hacen, seguramente, para compensar la falta de esbeltez de mi nariz, pero esa ausencia de proporción descompensa, sin embargo, el resto de la cara. Mis ojos son pequeños, casi rasgados, aunque, hasta donde puedo saber, no tengo ascendencia oriental. Son oscuros, sin llegan a negros, además, como mi esclerótica no es precisamente muy blanca, se produce una extraña combinación de colores que bien podría hacer pensar que tengo alguna enfermedad hepática. No tengo las cejas muy pobladas, mis pestañas son largas. Tal vez mis orejas sean lo más bonito de mi rostro, ¿cómo pueden ser unas orejas bonitas? El caso es que son lo único que me parece medianamente hermoso de mi físico. No me paro a pensar sobre mi parte psíquica, sobre mi mente, sobre cómo soy. No es que acostumbre a hacerlo de mi cuerpo, pero rehuyo hacerlo de mi interior. Puede que tenga miedo a descubrir algo que no quiero saber o, tal vez, no haya nada que observar dentro de mí. Regreso al baño, la incipiente erección provocada por mí ya ha desaparecido. Me ducho. Me visto. Llamo al taxi.

Imagen de origen desconocido.


Mérida a 26 de enero de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera