La gorra de Villarejo.




Plana, de clase obrera o, si me apuras, rural, nada del abombamiento tipo Gatsby o redondeo a lo Ascot. No se trata de ir a la moda, hay que pasar desapercibido. La gorra de toda la vida, la que llevan los abuelos cuando pasean bajo el frío invernal por los parques y que les cubre disimulándoles la calva y les permite bajar la vista para entornarla con mirada rasada protegida por la visera.

Bajo esa gorra, cuya estampado cambia ocasionalmente descubriendo su aprecio por esta prenda, se esconde, acompañado de unas gafas que ensombrecen los ojos y con la fútil compañía de un maletín —qué miedo da esa palabra— tipo portafolio o incluso un periódico —¿por qué no, si utiliza la prensa como su máximo valedor?—, la perversión de la política. Aquello que enturbia el gobierno —entiéndase como dirección y administración delegada de una nación— se esconde bajo ese disfraz de lo cotidiano, de lo tradicional, de lo inocente. Es tan amplia la lista de mejunjes y potingues en los que ha entremezclado vil cordialidad con chantaje que pareciera que el verdadero gobierno es él, ya que, al parecer era precisamente a él al que se recurría para dirimir las cuestiones más oscuras y turbias que podían comprometer a las élites políticas en sus devaneos con la ilegalidad vinculados al servilismo político y al amiguismo empresarial. Y, además, cobraba por hacerlo: lo dice él. Supongo que esa remuneración, que parece provenir de fondos reservados, ¿reservados para qué?, era al margen del sueldo que cobraba como el cargo público que era, esto es, comisario.

En fin, un señor afable cordial, alejado de las rudezas de los espías televisivos o la elegancia de los cinematográficos, que se codeaba solo con quienes acumulaban numerosos cargos o con quienes eran capaces de mover pingües cantidades de dinero vinculado con la política, o mejor, con los partidos políticos, procedente de extrañas y millonarias adjudicaciones públicas. Pero esa relación que establecía surgía en gran medida como consecuencia de las órdenes dictadas por los dirigentes del Ministerio del Interior, que parece ser el más sucio de todos los posibles.

Si la información es poder, el que la tiene –es un evidente corolario– es el más poderoso, y el señor de la gorra ha sido cauto, lo que demuestra que la apariencia no está reñida con la astucia, y todas las horas destinadas a bregar por las cloacas del estado entre conversaciones aparentemente inocentes, aunque cargadas de una tensión compungida, han sido copiadas y custodiadas por él quien, con cuentagotas, y haciéndose querer por la prensa que, imagino, también remunerará estas entregas, va dando a conocer, en un suplicio incesante para aquellos que estuvieron involucrados en estas repugnantes tramas, detalles de sus numerosos «trabajitos». Habrá quien piense cuándo me tocará; y solo aquellos que hoy son diputados o senadores —en estas lides nos movemos— guardarán algo más de esperanza a sabiendas de que su causa, de llegar a iniciarse, solo podrá ser judicializada por el Tribunal Supremo: sin comentarios.

Resultará sorprendente conocer, aunque solo sea una cuestión de índole morboso y tintes vergonzantes, por más que nos inoculen desmentidos por doquier, o procuren dejar pasar el tiempo para que el olvido haga su trabajo, quiénes fueron los que ordenaron llevar a cabo esos espionajes al señor de la gorra, qué medios utilizó para llevarlos a cabo, a quiénes sobornó y con qué dinero, cómo logró abrir ciertas puertas y quién le facilitó las llaves, pero, sobre todo, por qué, por qué fue necesario que este señor tuviera que realizar estos trabajos. Esta última pregunta que, seguramente, sea la que no consigamos aclarar es la que más miedo me da. Si hay quienes encuentran motivos suficientes y son capaces de justificar en conciencia actuaciones de este tipo, debe ser que nuestra democracia está muy enferma, demasiado, tanto como para que, de no encontrar cura, debiéramos plantearnos un cambio de calado, de profundo calado porque este señor de la gorra, siguiendo órdenes, aunque supongo que también, una vez el círculo se ha penetrado, de motu propio, ha sido capaz de torpedear nuestra democracia en su línea de flotación. Me pregunto si la gorra del señor Villarejo será de lana.

Imagen: El país


En Plasencia a 20 de enero de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera