¿Cómo se llama? Eh, perdón. Le preguntaba que cómo
se llama. Ella se ríe. Vengo de dar un paseo. Me he sentado en un parque y un
niño me ha preguntado que por qué estaba solo y he pensado en usted. Ha sido
inmediato, ha ocurrido así sin más, y como no sé su nombre, quise venir a
preguntárselo. No sé si debo…, contesta ella. Lo comprendo, respondo, aun así,
permítame que insista una vez más: ¿me dice su nombre? Me ha mirado, creo que
con sorpresa y asombro. Mi nombre es María, ha respondido finalmente. María…,
es un nombre muy bonito. Se ha hecho un silencio extraño. Ninguno de los dos
nos hemos atrevido a decir nada. Ella estaba sola en el bar. La señora de
rasgos orientales no estaba por ningún sitio. La cocina no olía como el otro día.
¿No me va a decir su nombre?, ha dicho ella por fin. Claro, claro. Soy Juan.
Encantada, Juan. Igualmente, María. Nuevamente el silencio. Imagino que debo
ser yo quien prosiga la conversación, al fin y al cabo, he sido yo mismo quien
ha entrado en el bar y le ha preguntado su nombre, pero, la verdad, es que no sé
bien qué decir, he actuado siguiendo un extraño impulso que ha provocado la
pregunta del pequeño en el parque. Todo resulta demasiado curioso, casi no
recuerdo el camino desde el parque hasta el bar, sin embargo, es claro que he
debido hacerlo, he llegado hasta aquí andando, eso es seguro, por más que no lo
recuerde. Finalmente me decido a hablar: Querría un…, pero justo en ese instante
ella ha comenzado a preguntarme: ¿Qué desearía…? Nos hemos reído. Ha sido una
risa tonta, absurda, seguramente provocada por alguna suerte de vergüenza
extraña que nos ha invadido, al menos a mí, en el mismo instante que he entrado
en el bar. Son sensaciones nuevas que no sé controlar, que no sé si debo
controlar. Querría un café, le he pedido finalizando la frase interrumpida. Claro,
ha dicho ella. Se ha dado la vuelta, hacia la cafetera. Ha preparado dos tazas.
Una la ha puesto frente a mí, la otra delante de ella. ¿Quieres leche?, ¿azúcar?
No he sabido responder porque no tomo nunca café, aunque me ha parecido lo más
apropiado. La verdad es que no sé. No suelo tomar café. Ella me ha mirado, ahora
su risa es risueña, ya no es extraña. Me ha mirado como si supiese que eso era
justo lo que iba a decir. Ha cogido un cartón de leche, ha echado una buena
cantidad en su taza, ha echado algo de azúcar y me la ha cambiado. En la suya,
que hasta hace un instante era la mía, apenas ha vertido algo de leche. Ten, me
ha dicho. He cogido la taza, he sorbido un poco, estaba muy caliente, demasiado
para mí. La he dejado en el platito y la he abrazado con mis manos, a ver si
conseguía que entrasen en calor. Ella no ha dejado de mirarme. No lo sé porque
estuviera mirándola a ella. Lo sé porque lo he sentido. Cuando he alzado la mirada,
ella ha bajado la suya. Está rico, he dicho. Ella ha asentido. Sí. El mío está
algo más fuerte que el tuyo, no tiene tanta leche. Sí, he dicho yo. Ha sacado lo
que quedaba de un bizcocho, supongo que hecho por ella, y ha cortado un pedazo.
¿Quieres? He asentido. Me lo ha dado. Ha cortado otro trozo, algo más pequeño,
y lo ha cogido para ella. Está muy rico. Gracias, ha dicho. Sí, lo ha hecho
ella, he pensado.
El bar es pequeño, pero está bien situado. He debido
pasar frente a él más veces de las que pensaba, pero nunca me ha llamado la
atención. El otro día, sin embargo, entré, fue el maravilloso olor que provenía
del interior y el hambre que yo tenía lo que provocaron mi interés. Hoy no
percibí ese olor. No lo necesitaba para entrar: ha sido mi soledad. Es la
primera vez que siento que estoy solo. Mi padre falleció nada más nacer. Mi madre
vive, creo, pero no sé donde. Me marché de casa muy joven. Apenas tenía dieciséis
años. A mi madre no se lo dije, solo le dejé una nota diciéndole que me
marchaba, que ya no volvería. Supongo que no debió importarle mucho. Creo que
fui un niño difícil. Mucho. Más difícil de lo que otros niños, también difíciles,
son. No es que me comportase mal, sencillamente es que no entendía ciertas cosas
y no las hacía como se suponía que debía hacerlas. Al menos eso creo. Desde que
me fui de casa he estado trabajando, en cualquier cosa, pero casi siempre de
noche, lo prefiero. Duermo por la mañana y por la tarde camino. Los días de
descanso son un fastidio para mí porque me cuesta cambiar el ritmo. Así que esas
noches leo, lo hago durante siete u ocho horas seguidas, sin parar, apenas para
ir al servicio. Leo cualquier cosa, cualquier libro me vale, normalmente no los
termino. No me da tiempo en una sola noche y en mi siguiente descanso cojo
otro, o tal vez el mismo, pero no prosigo por donde lo dejé, comienzo de nuevo o
arranco en una página al azar. No me importa lo que cuentan, me importa cómo lo
cuentan y, sobre todo, me llama la atención lo que les ocurre a los personajes
en ese instante en que yo los leo. Solo en ese instante. Es parecido a lo que
me ocurre cuando me siento en el parque a observar a la gente. Sí, ahora que lo
pienso es justo eso.
Estos fueron mis pensamientos que convertí, sentado
frente a María, uno a cada lado de la barra, en frases más o menos coherentes
que supongo comprendió. Cuando terminé de hablar, me di cuenta de que ella me
miraba. Había vuelto nuevamente la mirada de extrañeza, pero ahora no estaba
acompañada de sorpresa. Era casi una mirada piadosa, llena de compasión. Eso me
desagradó. Se lo dije: ¿te doy pena? No, en absoluto, dijo ella. Pensé que mentía.
La miré. Es tu historia la que me da pena. Yo no entendí la diferencia, si es
que la había, aunque reconozco que la frase me agradó. Ella cogió la taza y se
echó otro café. No me ofreció porque mi taza aún tenía bastante. Dio la vuelta
alrededor de la pequeña barra y salió. Cogió un banco y se sentó a mi lado. Entonces
caí en la cuenta de que había estado de pie todo el rato. Seguimos hablando hasta
que anocheció. Nadie entró en el bar.
Imagen de origen desconocido.
Mérida a 13 de enero de 2019.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera