Esta noche llega la ilusión acompañada, aunque no siempre, de regalos. Esta noche el deseo de muchos, especialmente los niños, se verá satisfecho con aquello que quisieron, pero no es eso lo que tiene de especial esta noche. Lo hermoso de esta noche es la magia que crea en la mente de es quieren, de quienes sueñan, es lo maravilloso de la ilusión y, a la vez, lo triste también. La ilusión se desinfla cuando se obtiene lo deseado, aunque perdura durante un tiempo que sirve para disfrutar de lo recibido con la mayor de las intensidades imaginables. La ilusión no distingue edades por más que la experiencia te ofrezca recursos con los que es posible disimularla, a pesar de ello, la ilusión, incluso con los deseos más recónditos, aquellos que dormitan latentes en lo más profundo de la mente, surge espontáneamente en noches como esta. Es tan severa su carga que nos permite percibir como real lo irrealizable, incluso asumiendo que, tal vez, la sorpresa pueda defraudarnos. Aun así, se trata de una sensación maravillosa en la que deberíamos vivir permanentemente, de la que deberíamos servirnos cada día para vivir lo más feliz que nos fuera posible.
Los niños, que no son capaces de disimular sus sentimientos —ojalá nunca hubiéramos aprendido a hacer eso—, muestran en las horas previas una inquietud acompañada de ensoñación que, a quienes perdemos la noción del tiempo mirándolos, nos deslumbra. Es una figuración veraz de la felicidad, por muy vinculada al deseo de algo material que pueda estar. La mirada esperanzada de los niños, que antes de dormir se torna en inquietud expectante y se transforma en asombro al despertar y ver el cúmulo de regalos al que se tienen que enfrentar, es el más evidente ejemplo de que la felicidad existe. Tal vez, quién sabe, nos confundimos al impulsarles a asociar esos instantes de alegría a objetos materiales. No soy quién para juzgar este comportamiento que, salvo craso error, viene de antiguo, de muy antiguo, tanto que tal vez constituya un elemento indisoluble a la naturaleza humana. El caso es que entre el papel y las cajas que son las que producen la mayor de las alegrías previas a la sorpresa que ofrece el regalo, la ilusión campa a sus anchas por más que sepa que su periplo está llegando a su fin. Así pues, es necesario enseñar a vivir —aquellos que conozcan la lección deben transmitirla— y aprender a vivir —deberíamos esforzarnos en hacerlo— en ilusión y con ilusión siempre, para reunir las fuerzas necesarias que nos permitan vivir nuestras vidas con la mayor plenitud posible.
La ilusión es, pues, una suerte de estado de ánimo que predispone a las personas a la felicidad al que todos deberíamos tener la posibilidad de acceder. Además, si esa ilusión proviene sencillamente del hecho de estar vivos, de conocer a gente, de tener familia, de disfrutar de buena salud, el camino para alcanzar esos estados de ánimo bañados de felicidad seguramente serían más sencillos y duraderos. La alegría, el entusiasmo que acompaña a la ilusión es una de las sensaciones más maravillosas que uno puede sentir, comparable solo a la propia felicidad que, de otra parte, suele ser posterior o simultánea a la ilusión. Tal vez una de las mejores cosas que tienen este estado de ánimo —al igual que pasa con la felicidad— es la inconsciencia que produce sobre sí mismo, sobre el hecho en sí, es decir, no es fácil darse cuenta de que uno está sintiendo una gran ilusión. Eso hace que, vencida la satisfacción, una reflexión personal posterior, o un comentario amigo, ayude a tomar consciencia de la alegría vivida.
No perdamos nunca la ilusión, por nosotros, por lo que vendrá, por lo que tenga que ser. Vivir con ilusión es dar un paso previo a la felicidad.
Imagen: Plaza Mayor de Salamanca, Rubén Cabecera Soriano.
En Salamanca a 5 de enero de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
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