La luna cuadrada. Parte III.




Cuando salgo hacia mi trabajo, para mi jornada nocturna, ya es de noche. Incluso en verano. Cojo un autobús. Tardo cuarenta y tres minutos en llegar. La duración del viaje no es muy variable, hay poco tráfico por la ruta que me lleva y se sube poca gente. A la vuelta más. Es gente nocturna, como yo, pero que realizan otro tipo de actividad. Suelen estar ebrios.

Mi trabajo está lejos, pero no es algo que me preocupe. Lo prefiero así. Me da tiempo a leer. No miro el paisaje. Es de noche. La ciudad no me interesa. Sus luces me deslumbran y cuando la abandonamos, cosa que ocurre a la mitad del camino, ya no hay nada que ver, así que leo. Alguna vez el conductor del autobús, creo que siempre es el mismo, se dirige a mí. Supongo que es por cortesía. Normalmente asiento, sonrío o niego. No sigo ningún criterio para hacerlo, tal vez solo la cara que le veo a través del retrovisor. No sé cómo no cae en la cuenta de que es imposible que le oiga. El caso es que no cesa en su empeño. Tal vez se aburra. Tal vez piense que me aburro. Lo primero podría ser. Lo segundo es falso. Con gusto le diría que estoy leyendo y que no se le oye, que es imposible que su voz me llegue lo suficientemente clara como para que pueda entender lo que me dice, pero solo pensarlo me cansa y no quiero cansarme. Necesito estar descansado para desempeñar mi trabajo con solvencia.

Siempre pulso el botón de la parada antes de bajarme. A veces pienso que no sería necesario hacerlo, que el chófer conoce perfectamente cuál es la parada de su único usuario. Sin embargo, siempre lo pulso. Es una suerte de ritual en el que ambos participamos. Yo pulso, él para, yo me bajo, religiosamente, por la puerta de atrás; me bajo y mientras desciendo los peldaños de la escalinata que sobresale para facilitar el descenso miro al conductor y hago una suerte de saludo moviendo la cabeza a la que él responde de idéntica forma como puedo comprobar a través del espejo retrovisor. Es curioso, pero solo he visto la cara del conductor reflejada, su cara simétrica, no la real. Es decir, el lunar que le veo en la mejilla izquierda en realidad está en la derecha, y el flequillo que le cae sobre el lado derecho, está realmente en el izquierdo. No sé si él pensará lo mismo. No lo creo. Mi parada es la última, y la primera. Cuando me bajo, el autobús se queda parado, lo sé porque en alguna ocasión he mirado atrás para comprobar hacia dónde se dirige, pero nunca logro averiguarlo porque se queda, se queda allí, detenido, como si ya no le quedase combustible, como si alguien, infinitamente poderoso, decidiese sujetarlo e impedir que su conductor, derrotado por una eterna jornada laboral, pudiese marcharse a casa a descansar; tampoco podría asegurar que el conductor de mi autobús llevase toda una jornada conduciendo. Tal vez acaba de empezar a hacerlo, sin embargo, no me da esa impresión, que es la que me transmite a través del espejo.

Me dirijo hacia la fábrica. Está allí, en una inmensa parcela, entre otras fábricas. No se ve mucho humo. La primera vez que llegué allí, me decepcionó comprobar que apenas si había chimeneas. Menuda fábrica, pensé. Pude distinguir una entrada para vehículos y una entrada peatonal. Entré por la cancela para camiones porque la otra estaba cerrada y no vi nada con lo que poder llamar. ¿Tienen las fábricas timbre? Un señor me llamó la atención: ¿qué hace usted aquí? Al principio no le contesté, no es que no le hubiese oído, sencillamente no me apetecía o tal vez me avergonzaba porque sabía que no había utilizado la entrada adecuada. El señor insistió:¡oiga! Vengo a trabajar, le respondí sin mirarle, mientras seguí caminando. Deténgase, me ordenó. Me detuve, miré hacia atrás. Se trataba de un señor mayor, tal vez nueve o diez años más viejo que yo. No puede entrar por aquí, me dijo señalando el portalón grande. No he encontrado el timbre para la otra puerta, le indiqué. Supongo que sabía que sabía que no había timbre o que lo estaban reparando, el caso es que me dijo por dónde debía proseguir y aprovechó para presentarse ofreciéndome la mano. Yo no me presenté, aunque le devolví el saludo. Ya estoy delante de la puerta, la pequeña. Ahora tengo una tarjeta que, colocada frente a una suerte de pantalla, hace que se abra de forma automática. También hay timbre. Entro y sigo el mismo camino que me indicó aquel día ese señor. Es el camino que sigo desde hace más de diez años. Aquel hombre ya no está. Se jubiló. Yo todavía seguiré unos años. No fui la fiesta de despedida. Se celebró el año pasado. Dije que estaba enfermo, a pesar de que participé con algo de dinero en el regalo que le hicimos.

Ya estoy dentro. Hay una pecera en la que las chicas de administración están levantándose de sus asientos. Ellas terminan. Yo empiezo. Me saludan. Estoy seguro de que se burlan de mí. En alguna ocasión han tonteado conmigo. Tal vez piensen que estoy tonto. Tal vez lo esté. Tal vez sean ellas las tontas. Me dirijo al vestuario y me pongo las botas y el mono. Abro una taquilla para dejar mi ropa. Alguien se ha dejado unos calcetines. Huelen terriblemente mal. Busco otra. Salgo del vestuario no sin antes pasar por el cuarto de baño y mear. Son muchas horas seguidas y no me gusta ausentarme. Vigilo, eso es lo que hago. Doy vueltas de un lado a otro comprobando si algo no funciona. Conozco cada máquina, cada proceso y cada material. Lo conozco porque llevo mucho tiempo trabajando aquí. Antes también vigilaba, pero sentado con un cuadro de control lleno de luces y solo si alguna pasaba de verde a rojo, tenía que llamar al ingeniero de guardia y avisarle de que algo no iba bien. Se han encendido la tercera luz roja, o la quinta, o la undécima. Después cambiaron todo el sistema y apenas había fallos, algún desajuste temporal, pero poco más. Me iban a echar. No me importaba demasiado, pero, no sé por qué motivo comencé a explicar el funcionamiento de cada máquina, a explicar cada proceso, a contar el recorrido de cada material en su transformación. Lo conocía porque llevaba muchos años fijándome en el funcionamiento de la fábrica. El jefe de recursos humanos, el que estaba encargado de despedirme, se levantó y fue a hablar con alguien. No sé quién. Volvió y me encargaron otra vigilancia: la que hago ahora. Prefería la de antes, la verdad, era más tranquila. Ahí está Antonio. Es mi amigo. Él también es vigilante, es el guardia de seguridad. Pasamos la noche paseando juntos. En realidad, no toda la noche. En su turno tiene que hacer un recorrido fijo y coincidimos durante un rato en el que nos acompañamos y charlamos. Para mí es el mejor momento del día. Antonio no pregunta, solo me cuenta sus cosas.




Imagen: www.noticiasdenavarra.com



Entre Londres y Sevilla a 27 de noviembre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera