La luna
cuadrada. Parte ii.
Me gusta pasear. Lo hago a menudo. Por las mañanas,
nada más levantarme. Camino, intento no pensar, intento no mirar. Me dejo ir
durante un buen rato. El tiempo carece de sentido mientras camino. A veces he
estado caminando durante horas y no paro hasta que el hambre, esa maldita
sensación, se agarra a mi estómago y siento la necesidad de comer algo. Después
ya no me apetece caminar. Es triste. El hambre me hace recordar que soy humano,
que tengo necesidades, como cualquier otro humano. Soy uno más. Hoy el hambre
me ha respetado. He estado caminando hasta el atardecer, justo antes de ir a la
fábrica a mi turno de noche. Tal vez han sido siete u ocho horas caminando. No
lo sé. En alguna ocasión he parado en una fuente para refrescarme. Hacía calor.
Mucho calor. Algunos chavales que corrían iban desnudos. Sin camiseta. Me di
cuenta porque pararon en la fuente a beber mientras yo lo hacía. Si no, no los
hubiera visto. Les he dejado beber. Ellos tenían más necesidad que yo. Cuando
se han marchado, completamente mojados, he bebido un buen trago. Después me he
dirigido a casa. El regreso es consciente, solo que a veces, cuando tengo que
volver, estoy tan lejos de mi casa que debo tomar un autobús si quiero llegar a
tiempo al trabajo. Hoy, a pesar de la caminata, no he necesitado tomarlo. He
vuelto andando. Ya cerca de mi casa, un intenso olor a comida me ha hecho
detenerme, verdaderamente tenía hambre. Era un pequeño bar. Estaban abriendo
porque una señora estaba colocando las mesas, sin embargo, ya tenían la cocina abierta
y alguien estaba preparando algo que debía saber delicioso. He entrado y he
preguntado qué era aquello que olía tan bien. La señora, de origen oriental, me
ha señalado la barra. No debe saber hablar mi idioma, he pensado. Me he
acercado y he preguntado en alto si alguien podía atenderme. Otra mujer se ha
asomado. Dígame, me ha dicho. ¿Puede decirme qué está preparando? Me ha mirado
con un gesto de sorpresa. ¿Perdone? Solo quería saber qué es eso que huele tan
bien. Es una tarta, me ha respondido. ¿Podría tomar un pedazo? Iba a ser mi
primer bocado del día. Estaba haciéndose tarde, pero necesitaba comer algo.
Claro, me ha respondido. Perdone que le importune, pero ¿puede usted pagarlo?
No creía que mi aspecto fuese tan desdeñado o, al menos, no tanto como para que
alguien pudiese llegar a pensar que no tengo dinero para pagar un pedazo de
tarta. Tal vez ha sido la forma de pedirlo. No sé, he contestado mientras metía
mi mano en el bolsillo. He sacado unas monedas y un par de billetes. Supongo
que con esto habrá bastante. Claro, ha dicho la mujer, casi pidiendo disculpas.
Sobra. Siento habérselo preguntado, pero no puede usted imaginarse cómo puede
ser la gente. Cuéntemelo. Eso le he dicho, le he dicho que me lo cuente, se lo
he pedido. Creo que es la primera vez que hago algo así. Es la primera vez que
le pido a alguien conversación. No recuerdo haberlo hecho nunca antes. Nunca.
Ha sido natural, no ha sido forzado. Ella me ha mirado con extrañeza. Antes su
cara reflejaba sorpresa, ahora extrañeza. Es sutil la diferencia, pero existe.
Le traigo su pedazo de tarta y le cuento, ha dicho con una sonrisa. Debe tener
unos cincuenta y pico años. Es alta. Morena. Sus ojos son expresivos, no
recuerdo el color, pero sé que eran muy expresivo, estaban vivos. No sé si ella
pensaría lo mismo de los míos. Vestía unos pantalones de cocinera, imagino, al
menos así los habría imaginado y un delantal excesivamente colorido. Estaba
sudando. Hacía mucho calor allí dentro, tanto como fuera e imagino que en la
cocina todavía más. Se limpió la cara con un trapo mientras regresaba a la
cocina a por el trozo de tarta. Imagino que cambió de opinión. La trajo entera.
Cortó un buen pedazo y la colocó en la vitrina de la barra. Ella se sirvió un
café. ¿Quieres algo de beber? No gracias. Bueno, un vaso de agua…, si no te
importa. Ha sonreído, nuevamente, ha cogido el vaso y lo ha llenado del grifo.
Lo ha colocado frente a mí. Lo he cogido y me lo he tomado de un trago. Estaba
fresca. Gracias, le he dicho. ¿La gente?, he preguntado. ¿La gente?, ha dicho
ella. Sí…, ¿cómo es la gente? Ah, la gente, pues hay gente muy mala, que ve a
una mujer al frente de un bar y piensa que puede hacer lo que quiera y se
marcha sin pagar. No todo el mundo, claro está, ha continuado, pero hay gente
muy mala. Yo no soy malo. Eso le he dicho, que no soy malo. Se ha reído,
abiertamente. Ahora he sido yo el que la ha mirado con extrañeza. De verdad, he
insistido, no soy malo. Te creo. Entonces he caído en la cuenta de que nos
estábamos tratando de tú, eso es algo que tampoco acostumbro a hacer. La señora
se ha acercado y le ha dicho algo al oído, pero no lo suficientemente bajo como
para que no me enterase, solo que ha sido en un idioma desconocido para mí. Tal
vez ha pensado que podría saber qué decía. Ella se ha reído. Me ha parecido que
la tranquilizaba. Seguramente debería mejorar mi aspecto. Es curioso, esto es
algo que tampoco suele preocuparme. Me he tomado el pedazo de pastel. Le he
preguntado que cuánto era. Me ha dicho que invitaba la casa. No puedo
permitírselo, eso le he dicho tratándola de usted. No se preocupe, ella también
me ha tratado de usted. Supongo que ha sido una reacción lógica a mi respuesta.
Mire, le he dicho, usted me invita y yo le dejo una propina por la atención
prestada, ¿le parece? Claro, lo que usted quiera. He vuelto a sacar todo el
dinero que llevaba en el bolsillo. Lo he dejado sobre la mesa. Es demasiado, ha
dicho. No, he respondido. Ha sido un placer, me he despedido mientras me daba
la vuelta y saludaba con un ademán a la señora que seguía mirándome tal vez
algo inquieta. Salí y proseguí mi camino. Entonces decidí que en mis paseos
matutinos regresaría a casa pasando por allí.
Imagen: Dead Rabbit Bar, Nueva York.
En Londres a 26 de noviembre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera