Las diatribas de Francisco Irreverente. El baile del payaso.




Bien podría ser este el título de un cuento, una novela o una obra de teatro, pero no. Se trata más bien del baile, literal, de un payaso, literal. Cada cual puede y debe defender sus ideas como mejor considere, partamos de esta premisa. Pero eso no quita que algunas formas concretas de defensa de ideales provoquen vergüenza y sonrojo al más pintado. La notoriedad si es conseguida mediante el histrionismo se convierte en payasada y estas corresponde hacerlas a los payasos que, si son acompañadas de aspavientos, se asemejan a un baile, hete aquí que tenemos la perfecta combinación para el baile del payaso reproducida no solo por uno, sino por más de un político. Le ha tocado en este caso al señor Rufián —a quien le he escuchado hacer preguntas inteligentes a interpelados, de donde deduzco a riesgo de equivocarme que interpreta un papel— que se ha llevado el premio gordo hace poco en el Congreso de los Diputados. Es cierto que este representante de muchos ciudadanos, españoles mal que les pese, que, curiosamente dice no sentirse representado por las instituciones españolas, aunque trabaja en ellas —esto bien podría ser objeto de un profundo análisis de coherencia e hipocresía, a pesar de que puedo comprender su postura por las ideas que defiende— viene adquiriendo con asiduidad numerosas papeletas, por lo que la probabilidad de que le tocase solo era cuestión de tiempo, aunque no es el único que juega a esta lotería de la popularidad. ¿Acaso este, ya no, grupúsculo de representantes del pueblo ejerce de ese modo ese deber por afinidad con los representados? Es decir, y respondo con una pregunta retórica, ¿consideran acertado ejercer siguiendo estos patrones esa representación porque así lo quieren sus votantes? De ser así, comprendo, sin compartir, su actitud por más que piense que es pueril y poco sensata si lo que quiere es lograr los objetivos que le piden que alcance sus votantes. Salvo, claro está, que su fin sea presentarse como víctima de un sistema que quieren destruir porque no le gustan sus reglas, cosa que también podría entender, aunque se aleja del modo ortodoxo en que un político debería intentar cambiarlas porque conoce, de esto estoy completamente seguro, las reglas que rigen el juego. Insistiré en el hecho de que esta reflexión es aplicable a más de uno y de más de un partido político.

El curso de los acontecimientos políticos se está convirtiendo en este país en una carrera en la compiten algunos políticos por alcanzar la mayor repercusión mediática y social, sin mayores miramientos, y si eso provoca un conflicto social de difícil pero necesaria y urgente solución, a nadie parece preocuparle porque el fin no es hacer política, sino tumbar al contrario, aparecer como víctima, levantar suspicacias, crear confusión, sembrar la duda, arremeter contra quien no piensa como tú, insultar o inducir al insulto, pero poco o nada del valioso tiempo que tienen estos políticos apayasados lo dedican a hacer propuestas serias con la finalidad de mejorar la vida de los ciudadanos, es decir, nada de su tiempo lo dedican a ejercer el trabajo para el que desempeñan sus cargos, que es ejercer el poder que se les ha concedido por delegación. No seré yo el más indicado para elaborar un decálogo —utópico, no podría ser de otro modo— del comportamiento del político ejemplar, estadista a la sazón, pero me atrevo a lanzar una breve lista que tal vez alguno que otro debería leer, estudiar, memorizar e interiorizar:

1.     Buscar, estudiar y analizar los problemas que afectan a la vida de la gente y que son susceptibles de ser mejorados mediante una actuación —política— conjunta.
2.     Admitir la crítica y reconocer y consensuar propuestas alternativas mejores o, en su caso, no rechazarlas porque provengan de un contrario que, recordemos, también será político.
3.     Discutir de forma constructiva alejándose del maniqueísmo, esto es, permitir que ideas aparentemente contrarias puedan incorporarse a tu discurso, aunque provengan de fuentes ajenas a tus ideales, para enriquecer las propuestas de uno mismo, reconociendo al tiempo, el esfuerzo de los demás, siempre que sirvan para mejorar la vida de todos.
4.     Anteponer el bienestar de todos al capricho de algunos. Siempre quedará tiempo para el capricho cuando se resuelvan los problemas de la mayoría.
5.     Mostrar y desarrollar un comportamiento ejemplar y honrado en todo el ámbito público y en el privado, ya que ser político conlleva unas connotaciones sociales singulares que le obligan a uno. Como corolario de esto, en el caso de incumplirse lo anteriormente descrito, someterse con dignidad al procedimiento evaluador o judicial que proceda.
6.     Mantener una férrea disciplina, no de partido, sino de valores.
7.     Estudiar la historia para entender comportamientos pasados y evitar errores futuros.
8.     Deshacerse de las tentaciones del poder y huir de la comodidad del asiento para poder ostentar con dignidad, humildad e incluso orgullo el cargo para el que ha sido elegido.
9.     No olvidar la condición ciudadana del político.
10.  Como quiera que la idea era presentar un decálogo, nada mejor para finalizarlo que evitar hacer el baile del payaso.

Imagen: JULIÁN ROJAS / QUALITY


En Mérida a 24 de noviembre de 2018.
Francisco Irreverente.


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