domingo, 18 de noviembre de 2018
La luna cuadrada. Parte i.
Mi luna no es
redonda. Sí, ya sé que es difícil de creer, pero es así: mi luna es cuadrada.
Cuando anochece, si me asomo a la ventana de mi cuarto, la veo reluciente, brillante,
cuadrada. No es lo que la gente espera ver. Todos me dicen que la luna es
redonda y que, si te fijas mucho, puedes ver como te sonríe, pero la mía no es
así, está triste. Es cuadrada y está triste. A veces intento llamarla. Solo lo
hago cuando estoy en el campo, solo. No quiero que la gente piense que estoy
loco. Chillo todo lo fuerte que puedo para ver si me oye y puedo preguntarle
por qué está triste, pero no me escucha, supongo que está muy lejos y por eso
no me responde.
Tal vez el
problema sea que es cuadrada y no redonda como la luna de los demás. Tal vez,
si pudiera hablar, preferiría ser redonda y no ser diferente. Yo soy diferente.
También soy diferente. No siempre estoy triste. Hay ocasiones en que sonrío y
otras, las menos, la verdad, en que me río a carcajadas. Sobre todo cuando leo
algo gracioso. Por la calle siempre voy serio. Camino muy rápido para no tener
que saludar a nadie, para no tener que cruzarme con gente conocida. No sé por
qué lo hago, pero es así. No me gusta dar explicaciones sobre lo bien o lo mal
que estoy, aunque supongo que no debe ser difícil deducir cómo me encuentro, imagino
que solo es necesario mirarme a la cara.
Estoy asistiendo
a una terapia. Se supone que me ayudará a relacionarme mejor con la gente. Me
la recomendó un amigo médico. Es curioso, tal vez no se planteó que ese no es
mi problema, si lo fuera cómo es posible que seamos amigos. Aunque tal vez no
lo seamos y yo piense que sí. Voy los sábados por la tarde. Es un día extraño,
lo sé, pero por lo que puedo deducir la gente que asiste a la terapia encaja en
un perfil que no es exactamente el mío. Son hombres, casi todos son hombres,
que no hacen otra cosa sino trabajar, así que es normal que no les resulte fácil
relacionarse y, como es lógico, no pueden ir en otro momento porque está
trabajando. Ese no es mi caso, yo trabajo, sí, pero no tanto, al menos eso creo,
aun así, decidí seguir con las sesiones durante un tiempo. Quería ver qué
pasaba, quería escuchar sus problemas y, por qué no, tal vez encontrar algo de
amistad en ellos, aunque reconozco que eso es casi imposible.
Cada día
habla uno, sincerarse, lo llaman. Hoy me ha tocado hablar a mí. Les he contado algunas
cosas, no todas. No les he dicho nada de mi luna. No creo que haya necesidad de
intimar demasiado desde el primer momento. Les he dicho que vivo solo, que mi
casa es pequeña, pero está llena de libros, que me gusta mucho leer, aunque eso
podrían haberlo deducido, les he explicado que trabajo en una fábrica y que
suelo hacer los turnos de noche, aunque no me dejan tenerlos permanentemente,
dicen que es por cuestiones de salud, aunque cuando tengo turno de día mi
rendimiento es más bajo, ellos sabrán, les he insinuado con una sonrisa forzada.
Todos me han mirado con extrañeza. No visto como ellos. Ellos llevan chaqueta y
corbata, yo un suéter deshilachado. Sus zapatos brillan, están relucientes. Los
míos desgastados. Cuando he terminado, el terapeuta que dirige las sesiones me
ha dado las gracias. No le he contestado. Después ha pedido un aplauso para mí.
La gente ha respondido con poco entusiasmo, la verdad, cosa que entiendo
perfectamente. No he dicho nada que mereciese reconocimiento alguno. Me han
hecho algunas preguntas. Las he respondido con mentiras. La única mujer que ha
asistido a la asamblea, así lo llaman, me ha preguntado que por qué vengo. Me
lo aconsejó un amigo médico, he respondido con la mayor naturalidad, pensando
que era la única respuesta verdadera que estaba dando, aunque en realidad, bien
podía ser falsa también porque no estoy seguro de que sea realmente mi amigo,
de lo que estoy seguro es de que es médico. La verdad es que tampoco sé por qué
he dicho que era médico. No creo que a ella le importase su profesión. Luego ha
tomado la palabra el psicólogo, tal vez no lo sea, me ha hecho varias preguntas
más, pero las ha acompañado de reflexiones, como si quisiese hacerme pensar sobre
ellas. No he respondido a ninguna, solo he asentido o negado con la cabeza. He
querido mostrarme complaciente.
La sesión ha
terminado tarde. Al salir la oscuridad se había apoderado del día. Todos van a
un bar cercano al terminar, eso comentan, y toman algo. Yo nunca voy. Hoy la chica
que me ha preguntado se ha acercado para pedirme que los acompañase. La he
mirado directamente a los ojos. Es algo que nunca suelo hacer, puede ser que
esté mejorando. Me ha costado mucho, pero lo he hecho. Luego he mirado al
cielo, allí estaba la luna, cuadrada. Le he dicho que no. No ha insistido. Me
he despedido con un escueto adiós y me he dado la vuelta. No he mirado atrás,
pero sentía como ella seguía mirándome. Seguramente estaba equivocado,
seguramente ya no me miraba, seguramente se dio la vuelta y solo me ofreció
acompañarlos por educación, aunque me gusta pensar que hay otros motivos, tal
vez curiosidad, tal vez atracción, ¿quién sabe? Sin embargo, estoy seguro que,
de haber aceptado, ya no tendría nada que imaginar. Me he marchado a casa
mirando mi luna cuadrada.
Imagen: James Helmericks
En Mérida a 18 de noviembre de 2018.
Rubén Cabecera Soriano.
@EnCabecera
Etiquetas:
Cuentos y relatos.,
La luna cuadrada.